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Desesperanzado Tarquino de recobrar por traición la autoridad, acudió a los Tirrenos, que tomaron su causa con ardor, y le restituían con grandes fuerzas. Conducían contra ellos los cónsules a los Romanos, y los formaron en dos lugares sagrados, de los cuales el uno, se llamaba la selva Arsia, y el otro el prado Esuvio. Cuando estaban para venir a las manos, Arrón, hijo de Tarquino, y el cónsul romano Bruto, viniéndose el uno para el otro, no por acaso, sino movidos de la enemistad y la ira, el uno como contra un tirano y enemigo de la patria, y el otro para vengarse del destierro, dieron rienda a los caballos, y chocándose con más ira que juicio, no atendieron a cuidar de sus personas, y recíprocamente se mataron. Empezada con tan malos auspicios la pelea, no fue su fin más dichoso, sino que causando y recibiendo iguales daños ambos ejércitos, los separó una tormenta. Estaba Valerio en gran conflicto, no sabiendo cuál era el término de la batalla; porque veía a los soldados muy desalentados por los muertos que habían tenido, y engreídos al mismo tiempo por los muchos que también había tenido el enemigo; ¡tan dudosa e igual venía a ser la mortandad en cuanto al número!, sino que a cada uno le confirmaban más en la idea de la derrota los muertos propios que veía, que no en la de la victoria los enemigos que sólo conjeturaba. Venida la noche, cual correspondía que fuese para los que tales habían quedado de la batalla, cuando ya los reales estaban en reposo, se dice que se conmovió la selva, y que de ella salió una voz grande, que dijo haber muerto uno más de los Tirrenos que de los Romanos. Debía de haber algo de divino en aquella voz, porque al momento de oída clamaron éstos, alentados y fortalecidos; mas los Tirrenos, poseídos del miedo y turbación, salieron huyendo de sus reales, y se dispersaron los más; y a los que quedaron, que vendrían a ser unos cinco mil, cayendo sobre ellos los Romanos, los pasaron a cuchillo, y saquearon cuanto había. Contados los muertos, se halló ser los de los enemigos once mil y trescientos, y otros tantos los de los Romanos, menos uno. Refiérese que se dio esta batalla un día antes de las calendas de Marzo, y por ella triunfó Valerio, primero entre los cónsules, en carroza de cuatro caballos, pompa que ofreció una vista majestuosa y magnífica, más bien que fastuosa, y desagradable a los que la presenciaron, como lo han pretendido algunos; porque no hubiera sido tan envidiada ni habría excitado su fama una ambición tan duradera. Fue aplaudido también por los honores que tributó al colega en el acompañamiento funeral, y en la sepultura; y pronunció asimismo su elogio fúnebre, el cual fue tan gustoso y grato a los Romanos, que de allí quedó el uso de que en los funerales de los varones señalados e ilustres pronunciasen su elogio los que gozaban de más opinión. Dícese haber sido este elogio fúnebre más antiguo todavía que los de los Griegos, a no haber sido una de las instituciones de Solón, como pretende el orador Anaxímenes.

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