Con esto las cosas de los Celtas comenzaron a ir en decadencia, porque les faltaban las subsistencias, impedidos de merodear por miedo de Camilo, y además les había acometido una epidemia, por causa de los muchos muertos esparcidos por todas partes, estando precisados a tener las tiendas sobre escombros; y el gran montón de cenizas alteraba el aire con su sequedad y aspereza, y le hacía malsano por medio de los vientos y las quemas, y dañoso a los cuerpos por la difícil respiración; pero lo que principalmente los incomodaba era la mudanza de habitación y método de vida, habiendo sido arrojados, de un país sombrío y que tenía grandes defensas contra el calor, a un terreno ahogado y mal dispuesto para pasar la entrada del otoño; a lo que se agregaban la detención y ocio ante el Capitolio, que iban muy largos, pues ya era aquel el séptimo mes que llevaban de sitio; de manera que había gran mortandad en el campamento, y ya por los muchos que eran, ni siquiera daban sepultura a los cadáveres. Mas no por esto era mejor la situación de los que sufrían el cerco, porque también se les hacía sentir el hambre, y el no tener noticias de Camilo los tenía desmayados, no pudiendo pasar nadie hasta ellos, a causa de la estrecha custodia en que tenían la ciudad los bárbaros; por lo cual, hallándose así unos y otros, se llegaron a mover conversaciones de paz, primero por medio de las avanzadas, cuando se juntaban, y después, habiendo deliberado entre sí los principales, tratando con Breno Sulpicio, que era tribuno militar, ajustaron el convenio de que los Romanos les pagarían mil libras de oro, y en recibiéndolas al punto se retirarían de la ciudad y de todo el país. Confirmado este tratado con los recíprocos juramentos, y traído el oro, los Celtas comenzaron a engañar con ocasión del peso: primero, con algún disimulo; pero, después, ya abiertamente tirando e inclinando las balanzas, por lo que los Romanos se desazonaban con ellos; y el mismo Breno en aire de insulto y de burla, quitándose la espada y el cinturón, los puso también en la balanza. Preguntóle Sulpicio qué era aquello, y la respuesta fue: “¿Qué otra cosa ha de ser sino ¡ay de los vencidos!?”; expresión que quedó después en proverbio. Entonces los Romanos la sintieron vivamente, y algunos opinaban que debía recogerse el oro y retirarse y volver a sufrir el sitio, pero otros proponían que se cediera a aquella llevadera injusticia, y no se atribuyera en la imaginación mayor valor a aquel agravio, cuando el mismo dar el oro lo sufrían, a causa de las circunstancias, no por gusto, sino por necesidad.