Parecióle a Camilo lo mejor que el Senado diera su dictamen, y él mismo habló primero largamente, exhortándolos a no abandonar la patria, y lo mismo ejecutaron los demás que quisieron; por fin, levantándose, ordenó que Lucio Lucrecio, que solía ser quien votaba primero, manifestase su opinión, y luego los demás por su orden. Impúsose silencio, y cuando Lucrecio iba a dar principio, casualmente pasaba de otra parte el centurión que mandaba la partida de la guardia de día, y llamando en voz alta al primero que llevaba la insignia, le mandó detenerse allí y fijar la insignia, porque aquel era excelente sitio para permanecer y hacer en él asiento. Dada tan oportunamente aquella voz, cuando se meditaba y se estaba en la incertidumbre de lo que había de hacerse, Lucrecio, haciendo reverencia al dios, manifestó conforme a ella su dictamen, y a él le siguieron luego los demás. Admirable fue la mudanza de propósito que se notó asimismo en la muchedumbre, exhortándose y excitándose a la obra unos a otros, no por repartimiento o por orden, sino tomando cada uno sitio, según sus preparativos o su voluntad; así codiciosa y precipitadamente levantaron la ciudad, revuelta con callejones, y apiñada en las casas, pues se dice que dentro del año estuvo de nuevo en pie, así en murallas como en casas de los particulares. Los encargados por Camilo de restablecer y determinar los lugares sagrados, que todos estaban confundidos, cuando rodeando el palacio llegaron al santuario de Marte, lo encontraron destruido y abrasado por los bárbaros, como todos los demás; pero limpiando y desembarazando el terreno, tropezaron con el báculo augural de Rómulo, sepultado bajo montones de ce niza. Es corvo por uno de los extremos, y se llama lituo: úsase de él para las descripciones de los puntos cardinales cuando se sientan a adivinar por las aves, y el mismo uso hacía Rómulo, que era dado a los agüeros; luego que se desapareció de entre los hombres, tomando los sacerdotes este báculo, lo conservaron intacto como cosa sagrada. Encontrándole entonces, cuando todas las demás cosas habían perecido, preservado del incendio, concibieron esperanzas muy lisonjeras respecto de Roma, como que aquella señal le anunciaba una eterna permanencia.