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A este tiempo la peste acometió a Pericles, no con gran rigor y violencia como a los demás, sino produciendo una enfermedad lenta, que con varias alternativas, poco a poco, consumía su cuerpo y debilitaba la entereza de su espíritu. Así es que Teofrasto, moviendo en su tratado de Ética la duda de si nuestros caracteres siguen en sus vicisitudes a la fortuna, y si conmovidos con las enfermedades del cuerpo decaen de la virtud, refiere que Pericles, estando ya malo, a un amigo que fue a visitarle le mostró un amuleto que las mujeres le habían puesto al cuello, para hacer ver lo malo que estaba cuando se prestaba a aquellas necedades. Estando ya para morir, le hacían compañía los primeros entre los ciudadanos y los amigos que le quedaban, y todos hablaban de su virtud y de su poder, diciendo cuán grande había sido; medían sus acciones, y contaban sus muchos trofeos, porque eran hasta nueve los que mandando y venciendo había erigido en honor de la ciudad. Decíanselo esto unos a otros en el concepto de que no lo percibía y de que ya había perdido enteramente el conocimiento; mas él lo había escuchado todo con atención, y, esforzándose a hablar, les dijo que se maravillaba de que hubiesen mencionado y alabado entre sus cosas aquellas en que tiene parte la fortuna, y que han sucedido a otros generales, y ninguno hablase de la mayor y más excelente, que es, dijo, el que por mi causa ningún Ateniense ha tenido que ponerse vestido negro.

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