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Terencio hizo empeño en que alternaran por días en el mando, y estando acampados a la vista de Aníbal, junto al Áufido y las que se llamaban Canas, al mismo amanecer puso la señal de batalla, que era un paño de púrpura tendido encima de la tienda del general. Sorprendiéronse al principio los Cartagineses viendo aquel arrojo del cónsul y la muchedumbre de los enemigos, cuando ellos no eran ni siquiera la mitad. Aníbal mandó a las tropas tomar las armas, y, montando a caballo, se puso con unos cuantos sobre una ligera eminencia a hacerse cargo de los enemigos, que ya estaban formados. Díjole entonces uno de los que con él estaban, hombre de igual autoridad con él, llamado Giscón: “¡Qué maravillosa es esta multitud de enemigos!” Y Aníbal, arrugando la frente: “Pues otra cosa más maravillosa se te ha pasado”, le contestó. Preguntóle Giscón cuál era, y él respondió que, con ser tantos, ninguno de ellos se llamaba Giscón. Dicho así este chiste, cuando menos podía esperarse, les causó a todos mucha risa; y como bajando del otero lo fuesen refiriendo a los que encontraban al paso, les hacía a todos reír de tan buena gana, que nunca podían contenerse los que estaban al lado de Aníbal. A los Cartagineses, que lo veían, les inspiraba esto gran confianza, considerando que tanta risa, y estar tan de chanza el general en aquellos momentos, no podría nacer sino de mucha seguridad y menosprecio del peligro.

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