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Envejeciendo, pues, en medio de tanto honor y benevolencia como padre común de todos, con muy pequeña ocasión, que agravó su edad, vino por fin a fallecer. Diéronse algunos días a los Siracusanos para disponer su entierro y a los circunvecinos y forasteros para concurrir a él. Dispusiéronse coros brillantes, y jóvenes señalados de antemano por un decreto llevaron el féretro, ricamente adornado, pasándolo por los alcázares tiránicos de los Dionisios, entonces asolados. Acompañáronle millares de millares de hombres y mujeres, que hacían una perspectiva muy decorosa, como en una solemnidad, llevando todos coronas y vestidos de fiesta; mas los gritos y lágrimas, mezclados con los elogios del muerto, lo que demostraban era, no un oficio de honor ni unas exequias ordenadas de antemano, sino un dolor justo y el reconocimiento que inspira un amor verdadero. últimamente, puesto el féretro en la pira, Demetrio, que era de los heraldos el que tenía más voz, publicó este pregón que llevaba escrito: “El pueblo de los Siracusanos ofrece doscientas minas para el entierro de Timoleón, hijo de Timodemo, natural de Corinto, y decreta honrarle perpetuamente con combates músicos, ecuestres y gimnásticos, porque, habiendo deshecho a los tiranos, vencido a los bárbaros y repoblado muchas ciudades desiertas, dio leyes a los Sicilianos”. Púsose su monumento en la plaza, y cercándole más adelante con pórticos y edificando palestras, formaron para los jóvenes un gimnasio, que llamaron Timoleoncio: y ellos, disfrutando del gobierno y leyes que les estableció, por largo tiempo vivieron prósperos y felices.

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