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Gneo Octavio, colega de Emilio en el mando, que aportó a Samotracia, respetó para con Perseo el asilo en honor de los Dioses, pero le cerró la salida y la fuga por el mar: con todo, pudo a escondidas ganar a un tal Oroandes de Creta, que tenía un barquichuelo, para que le admitiese en él con sus riquezas; mas éste, usando de las artes cretenses, tomó de noche todo su caudal, y diciéndole que a la siguiente fuese al puerto Demetrio con los hijos y la familia precisa, se hizo a la vela al mismo anochecer. Pasó en esta ocasión Perseo por angustias bien miserables, habiendo tenido que salvar la muralla por una estrecha tronera él, sus hijos y su mujer, no estando todavía hecho a riesgos y trabajos: así, lanzó un lamentable suspiro, cuando andando perdido en la playa se llegó a él uno y le dijo haber visto que Oroandes había salido apresuradamente al mar. Porque clareaba ya el alba, y destituido de toda esperanza se retiró corriendo hacia la muralla, no sin ser de los Romanos observado; mas con todo logró adelantarse a ellos con su mujer. Los hijos, tomándolos por la mano, los había entregado a Ion, y éste, que antes había sido el favorito de Perseo, se convirtió entonces en traidor; lo que principalmente contribuyó a que aquel desgraciado, como fiera que ha perdido sus cachorros, se viera en la precisión de dejarse prender y entregar su persona a los que ya se habían apoderado de sus hijos. Tenía su principal confianza en Nasica, y por éste preguntaba; mas como no pareciese, lamentando su suerte, y sujetándose a la necesidad, se puso como cautivo en manos de Gneo, manifestando bien a las claras que era en él un vicio más ruin que el de la avaricia el de la cobardía y apego a la vida, por el cual se privó del único bien que la Fortuna no puede arrebatara los caídos, que es la compasión. Porque habiendo rogado que le llevaran a la presencia de Emilio, éste, como debía hacerse con un hombre de tanta autoridad sobre quien había venido una ruina tan terrible y desgraciada, levantándose de su asiento salió a recibirle con sus amigos, derramando lágrimas, y él, poniendo el rostro en el suelo, que era un vergonzoso espectáculo, y abrazándole las rodillas, prorrumpió en exclamaciones y ruegos indecentes, que Emilio no pudo escuchar con paciencia, sino que, mirándole con rostro enojado y severo: “Miserable- le dijo¿Por qué libras a la Fortuna de uno de sus mayores cargos, haciendo cosas por las que se ve que si eres desgraciado lo tienes merecido, y que no es de ahora sino de siempre haber sido indigno de ser dichoso? ¿Por qué echas a perder mi victoria y apocas mi triunfo, haciendo ver que no eras un enemigo noble y digno de los Romanos? La virtud alcanza para los desgraciados gran parte de reverencia aun entre los enemigos, pero la cobardía, aun cuando sea afortunada, es para los Romanos la cosa más despreciable”.

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