En el día tercero, muy de mañana, abrieron la pompa trompeteros, que tocaban, no una marcha compasada y propia del caso, sino aquella con que se incitan los Romanos a sí mismos en medio de la batalla; y en seguida eran conducidos ciento veinte bueyes cebones, a los que se les habían dorado los cuernos, y que habían sido adornados con cintas y coronas. Los jóvenes que los llevaban, ceñidos con fajas muy vistosas, los guiaban al sacrificio, y con ellos otros más mocitos con jarros de plata y oro para las libaciones. Venían luego los que conducían la moneda de oro, repartida en esportillas de a tres talentos, como la de plata, y éstas eran al todo setenta y siete. Tras éstos seguían los que conducían el ánfora sagrada, que Emilio había hecho guarnecer con pedrería de hasta diez talentos, y los que iban enseñando las antigónidas, las seléucidas, las tericleas y demás piezas de la vajilla que usaba Perseo en sus banquetes. En pos iba el carro de Perseo y sus armas, y la diadema puesta sobre las armas. Después, con algún intervalo, eran conducidos como esclavos las hijos del rey, y con ellos una turba de camareros, de maestros y de ayos, bañados en lágrimas, y que tendían las manos a los espectadores, adiestrando a los niños a pedir y suplicar. Eran éstos dos varones y una hembra, poco atentos a la magnitud de sus desgracias a causa de la edad, y por lo mismo esta simplicidad suya en semejante mudanza los hacía más dignos de compasión; de manera que estuvo en muy poco el que Perseo se les pasase sin ser visto, tan fija tenían los Romanos la vista por compasión sobre aquellos inocentes. A muchos les sucedió caérseles las lágrimas, y entre todos no hubo ninguno para quien en aquel espectáculo no estuviese mezclado el pesar con el gozo hasta que los niños hubieron pasado.