Congregó Sila el Senado, e hizo decretar la pena de muerte contra Mario y algunos otros, entre ellos el tribuno de la plebe Sulpicio, y éste fue, efectivamente, muerto por traición de un esclavo, a quien Sila, desde luego, dio libertad, pero después le hizo despeñar. La cabeza de Mario la puso a precio, con notable ingratitud y falta de política respecto de un hombre que poco antes le había dejado ir libre y seguro, habiéndose él mismo puesto en sus manos; a fe que si Mario no hubiera dado entonces puerta franca a Sila, sino que le hubiera dejado a discreción de Sulpicio, habría podido quedar dueño de todo, y, sin embargo, usó de indulgencia con él, cuando por el contrario, al cabo de pocos días, hallándose Mario en el mismo caso, no obtuvo igual consideración: conducta con la que Sila afligió al Senado, aunque éste no lo manifestó; pero el disgusto y venganza del pueblo pudo verse muy bien en sus obras, porque, desatendiendo en cierta manera con ultraje a Nonio, su sobrino, y a Servio, que con su protección pedían las magistraturas, las confirieron a otros, por cuanto con preferirlos le daban disgusto. Mas Sila aparentaba que se complacía con esto mismo, como que a él le debía el pueblo el gozar de la libertad de hacer lo que le pareciese, y poniéndose él mismo de parte del odio de la muchedumbre, hizo que del partido contrario fuese nombrado cónsul Lucio Cina, que, con imprecaciones y juramentos, se comprometió a abrazar sus intereses. Subió, pues, éste al Capitolio, y teniendo una piedra en la mano juró y se echó la maldición de que si no guardaba concordia con él fuese arrojado de la ciudad como aquella piedra era arrojada de la mano, y la tiró al suelo a presencia de muchos; mas, a pesar de todo, no bien se hubo posesionado de la dignidad, cuando al punto trató de trastornar el orden establecido, y dispuso que se formara causa a Sila, presentando, para que le acusase, a Virginio, uno de los tribunos; pero aquel, desentendiéndose del acusador y del tribunal, marchó contra Mitridates.