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Habiendo dado a la vela de Éfeso con todas las naves, entró al tercer día en el Pireo; inicióse en los misterios, y se apropió para sí la biblioteca de Apelicón de Teyo, en la que se hallaban la mayor parte de los libros de Aristóteles y Teofrasto, poco conocidos entonces de los más de los literatos. Dícese que, traída a Roma, Tiranión el Gramático corrigió muchos lugares, y que habiendo alcanzado de él Andronico de Rodas algunas copias, las publicó, siendo éste también quien formó las tablas que ahora corren. Los más antiguos de los Peripatéticos, aunque generalmente elegantes e instruidos, parecen que no tuvieron la suerte de dar con muchas de las obras de Aristóteles y de Teofrasto, ni de poder examinarlas con la debida diligencia, por culpa del heredero Neleo Escepsio, a quien las dejó Teofrasto y de quien pasaron a hombres oscuros e ignorantes. Mientras Sila se detenía en Atenas, le cargó en los pies un dolor sordo con pesadez, del que dice Estrabón que es el tartamudeo de la gota. Embarcóse para Edepso, donde usó de aguas termales, entreteniéndose juntamente y pasando el tiempo con los artífices de Baco. Paseándose orilla del mar, le presentaron unos pescadores ciertos peces muy hermosos, y holgándose mucho con el presente, como hubiese sabido que eran de Halas, preguntó: “Pues ¡qué! ¿todavía hay alguno de Halas vivo?” Y es que cuando vencedor en la batalla de Orcómeno persiguió a los enemigos, al paso asoló tres ciudades de la Beocia, Antedón, Larimna y Halas. Quedáronse cortados de miedo los pescadores; pero sonriéndose les dijo que fuesen en paz, pues no eran ruines ni despreciables los intercesores que habían traído; y alentados con esto los Halenses, es fama que volvieron a la ciudad.

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