En el último combate, como atleta que entra de refresco contra el que está cansado, estuvo en muy poco que el samnita Telesino no lo derribase y destruyese a las mismas puertas de Roma, porque, allegando mucha gente en unión con Lamponio el Lucanio, marchó con celeridad sobre Preneste, con el intento de sacar del cerco a Mario; pero habiéndose enterado de que tenía a Sila por el frente y a Pompeyo por la espalda, dirigiéndose ambos a toda priesa contra él, encerrado de una y otra parte, como buen guerrero ejercitado en muchos combates, levanta su campo por la noche y marcha con todas sus fuerzas contra Roma. Faltó muy poco para que la sorprendiese sin ninguna guardia, y estando a diez estadios de la Puerta Colina, allí se fijó, amenazando a la ciudad, lleno de presunción y de esperanzas, por haber burlado a tantos y tan acreditados generales. En la madrugada, habiendo salido contra él a caballo lo más escogido de la juventud, dio muerte a muchos, y entre ellos a Apio Claudio, varón insigne en linaje y en virtud. Siendo grande, como se deja conocer, la confusión de la ciudad, y muchos los lamentos y las carreras, el primero que se alcanzó a ver fue Balbo, enviado por Sila a todo escape con setecientos caballos; y no dando más tiempo que el preciso para que se les quitase el sudor volvió a ensillar a toda priesa y se fue en busca de los enemigos. En esto ya se descubrió Sila, y dando al punto orden a los principales para que se diese un rancho, formó en batalla. Rogáronle con instancia Dolabela y Torcuato que se detuviese y no aventurase el resto, teniendo la gente tan fatigada, pues los que ahora se le oponían no eran Carbón y Mario, sino los Saimnitas y Lucanos, pueblos enemigos encarnizados de Roma y muy belicosos; pero, apartándolos de sí, mandó que las trompetas dieran la señal de embestir, cuando vendrían ya a ser las diez del día. Trabóse un combate como el que nunca otro, y la derecha, mandada por Craso, alcanzó al punto la victoria; mas como la izquierda sufriese y llevase lo peor, fue Sila en su socorro en un caballo blanco que tenía, muy alentado y ligero. Conociéndole por él dos de los enemigos, tendieron sus lanzas para arrojárselas. El mismo Sila no lo advirtió, pero su asistente dio con el látigo al caballo, y éste se adelantó lo preciso para que, alcanzando las puntas a dar en la cola, cayesen y se clavasen en tierra. Dícese que, teniendo Sila un idolito de Apolo, tomado de Delfos, lo traía siempre consigo en el seno de las batallas, y que en aquel trance lo besó, diciendo: “¡Oh Apolo Pitio! Tú que de tantos combates sacaste triunfante y glorioso a Cornelio Sila, el feliz, ¿lo habrás traído ahora aquí a las puertas de la patria para arrojarle a que perezca vergonzosamente con sus conciudadanos?” Hecha esta plegaria, se dice que exhortó a unos, amenazó a otros y a otros los cogió del brazo; mas que, finalmente, mezclado con los que huían, se refugió al campamento, habiendo perdido a muchos de sus amigos y deudos. No pocos, también, de los que habían salido de la ciudad a ver la acción perecieron y fueron pisoteados, de modo que daban por perdida la patria, y estuvo en muy poco que no hiciesen alzar el cerco de Mario; porque los que de la revuelta fueron allá a parar excitaban a Lucrecio Ofela, encargado de estrechar el sitio, a que levantara sin dilación el campo, teniendo por muerto a Sila y a Roma por presa de los enemigos.