En todo lo demás, las costumbres de Cimón eran generosas y dignas de aprecio, porque ni en el valor era inferior a Milcíades, ni el seso y prudencia a Temístocles, siendo notoriamente más justo que entrambos; y no cediendo a éstos en nada en las virtudes militares, es indecible cuánto los aventajaba en las políticas ya desde joven, y cuando todavía no se había ejercitado en la guerra. Porque cuando en la irrupción de los Medos persuadió Temístocles al pueblo que abandonando la ciudad y desamparando el país combatieran en las naves delante de Salamina y pelearan en el mar, como los demás se asombrasen de tan atrevida resolución, Cimón fue el primero a quien se vio subir alegre por el Cerámico al alcázar juntamente con sus amigos, llevando en la mano un freno de caballo para ofrecerlo a Minerva; dando a entender que la patria entonces no necesitaba de fuertes caballos, sino de buenos marineros. Habiendo, pues, consagrado el freno, tomó uno de los escudos suspendidos en el templo, y habiendo hecho oración a la Diosa bajó al mar, inspirando a no pocos aliento y confianza. Tampoco era despreciable su figura, como dice el poeta Ion, sino que era de buena talla, teniendo poblada la cabeza de espesa y ensortijada cabellera. Habiéndose mostrado en el combate denodado y valiente, al punto se ganó la opinión y amor de sus conciudadanos, reuniéndose muchos alrededor de él y exhortándole a pensar y ejecutar cosas dignas de Maratón. Cuando ya aspiró al gobierno, el pueblo lo admitió con placer, y, estando hastiado de Temístocles, lo adelantó a los primeros honores y magistraturas de la ciudad, viéndole afable y amado de todos por su mansedumbre y sencillez. Contribuyó también a sus adelantamientos Aristides, hijo de Lisímaco, ya por ver la apacibilidad de sus costumbres y ya también por hacerle rival de la sagacidad e intrepidez de Temístocles.