Había en el ejército de Mitridates un hombre de grande autoridad, llamado Oltaco, perteneciente a la nación bárbara de los Dándaros, una de las que habitan junto a la laguna Meotis. Era este Oltaco excelente para todo lo que en la guerra pide valor y determinación, prudente y avisado en los negocios arduos y además afable y complaciente en su trato. Como tuviese, pues, competencia y emulación de privanza con otro de su misma gente, ofreció a Mitridates un servicio señalado, cual era el de dar muerte a Luculo. Aplaudióle el Rey, y como de intento le diese algunos motivos de fingido enojo y desabrimiento, partió para el campo de los Romanos, donde fue de Luculo benignamente recibido, porque había de él grande noticia en el ejército, y haciéndose lugar casi desde su llegada en el ánimo de aquel con su diligencia y esmero, continuamente lo tenía a su mesa y se valía de su consejo. Cuando le pareció al Dándaro que ya era llegada la ocasión, mandó a sus asistentes que le sacaran el caballo fuera del campamento, y él, siendo la hora del mediodía, en que los soldados descansaban y hacían siesta, se dirigió a la tienda del general, bien persuadido de que nadie estorbaría el paso a un hombre de confianza que aparentaba tener que comunicarle un asunto de grande entidad y urgencia. La entrada fue sin tropiezo, y el lance hubiera sido cual podía desearle si el sueño, que a tantos generales ha perdido, no hubiera salvado a Luculo; porque casualmente estaba durmiendo, y Menedemo, uno de los que hacían la guardia, que se hallaba en la misma puerta, anunció a Oltaco que llegaba a mal tiempo, pues hacía muy poco que Luculo, después de tantas vigilias y trabajos, se había entregado al descanso; y como no se retirase a su orden, sino que dijese serle forzoso entrar, porque quería hablar de un negocio grave y urgente, enfadado Menedemo, y replicando que nada había más urgente que salvar a Luculo, le echó de allí a empujones. Entró con esto en miedo, y saliendo del campamento montó en su caballo y se volvió al ejército de Mitridates, sin poner por obra su designio. ¡Tan grande es el poder de la oportunidad para sanar y para dañar, no menos en los negocios que en los medicamentos!