En esto, Macares, hijo de Mitridates, rey del Bósforo, le envió una corona de valor de mil áureos pidiéndole le tuviese por amigo y aliado de los Romanos, y entonces, dando ya por fenecida la primera guerra, dejó a Sornacio para custodia de la región del Ponto con seis mil soldados, y él, conduciendo doce mil infantes y unos tres mil caballos, corrió a la segunda guerra, pareciendo que con un arrojo extraño, y en el que no entraba para nada la cuenta de su salud, se precipitaba entre naciones belicosas entre muchos millares de caballos, y a un país de interminable extensión, circundado de ríos profundos y de montañas cubiertas siempre de nieve; tanto, que los soldados, que ya no observaban la mejor disciplina, le seguían con disgusto y violencia; y en Roma los tribunos de la plebe clamaban y se quejaban altamente de que Luculo pasaba de una guerra a otra, sin conveniencia de la república, no deponiendo nunca las armas por no quedar sin mande, y haciéndose rico y opulento con los peligros públicos; mas éstos, con el tiempo, al cabo se salieron con su propósito. Luculo, en tanto, caminó a marchas forzadas al Eufrates, y encontrándole salido de madre y turbio con la lluvia tuvo sumo disgusto por la detención que había de causarle en reunir barcos y construir lanchas, pero habiendo empezado por la tarde a ceder la inundación y bajado mucho por la noche, al amanecer ya el río se mostró muy recogido. Los del país, advirtiendo en medio del álveo unas isletas y que la corriente se detenía plácidamente en ellas, veneraban a Luculo, porque aquello no había sucedido antes sino muy pocas veces, y porque el río se le mostraba benigno y apacible, ofreciéndole un paso descansado y fácil. Aprovechando, pues, la ocasión, pasó el ejército y tuvo, en el acto de pasar, una señal muy fausta. Críanse vacas sagradas de Ártemis Pérsica, que es la Diosa de mayor veneración para los bárbaros del otro lado del Eufrates. No hacen uso de estas vacas sino para los sacrificios; por lo demás, yerran libres por los pastos llevando impresa la señal de la Diosa, que es una antorcha; y cuando las han menester no es cosa fácil ni de pequeño trabajo el echarles mano. Una de éstas, encaminándose, mientras el ejército pasaba, a una peña consagrada, según se cree, a la Diosa, se paró en ella, y bajando la cabeza, como si la obligasen por medio de una cuerda, se ofreció así a Luculo para que la sacrificase, y hecho, sacrificó también un toro al Eufrates, en reconocimiento del feliz tránsito. Descansó aquel día; pero al otro y demás siguientes continuó su marcha por Sofene, sin causar perjuicio a los habitantes, que, saliéndole al encuentro, hacían muy buena acogida al ejército, y aun queriendo los soldados ocupar un fuerte en que, a su entender, había grandes riquezas: “Aquel- les dijo- es el fuerte que nos hemos de apoderar (mostrándoles el monte Tauro a lo lejos), que este otro reservado queda a los vencedores”. Y apresurando aun más la marcha, pasó el Tigris y entró en la Armenia.