Estas mismas cosas preparaban los casamientos: hablo de las reuniones de las doncellas, del presentarse desnudas y de sus combates en presencia de los jóvenes, que eran atraídos por una necesidad no geométrica, sino amorosa, como dice Platón. Tachó Licurgo además a los célibes con cierta infamia: porque eran desechados del espectáculo de las doncellas en sus pompas; y en el invierno les hacían los presidentes dar desnudos una vuelta por la plaza; y los que por allí pasaban les cantaban cierto cantar, en el que se decía que les estaba bien empleado por no obedecer a las leyes. Eran asimismo privados de los honores que los jóvenes tributaban a los ancianos: así, nadie reprendió lo que contra Dercílidas se dijo, sin embargo de ser un acreditado general; y fue que entrando él, uno de los jóvenes no le cedió el asiento, diciéndole: “Porque tú no dejas un hijo que me lo ceda a mí”. El casamiento era un rapto, no de doncellitas tiernas e inmaduras, sino grandes ya y núbiles. La que había sido robada era puesta en poder de la madrina, que le cortaba el cabello a raíz, y vistiéndola con ropa y zapatos de hombre, la recostaba sobre un mullido de ramas, sola y sin luz; el novio entonces, no embriagado ni trastornado, sino sobrio, como que venía de comer en el banquete público, se le acercaba, le desataba el ceñidor y se ayuntaba a ella, poniéndola sobre el lecho. Deteniéndose allí por poco tiempo, se retiraba tranquilamente adonde antes acostumbraba a dormir con los demás jóvenes; y en adelante hacía lo mismo, pasando el día con sus iguales, reposando con ellos, y no yendo en busca de la novia sino con mucha precaución, de vergüenza y de miedo de que lo sintiese alguno de los de adentro, en lo que le auxiliaba la novia, disponiendo y proporcionando que se reuniesen en oportunidad y sin ser notados de nadie; y esto solían ejecutarlo no por poco tiempo, sino que algunos tenían ya hijos antes de haber visto a sus mujeres a la luz del día. Este modo de comunicación no sólo era un ejercicio de continencia y moderación, sino que aun en los cuerpos los hacía de más poder, y en el amor como nuevos y recientes, no retirándose fastidiados o indiferentes como de un trato indecente, sino quedando siempre en uno y otro reliquias de deseo y de complacencia. Y sin embargo de haber conciliado a los casamientos tanto pudor y decencia, no por eso dejó de desterrar los celos necios y mujeriles; porque lo que hizo fue remover del matrimonio la afrenta y todo desorden, dejando en comunión de los hijos y su procreación a todos los que lo merecían, y mirando con desdén a los que trataban de hacer estas cosas exclusivas e incomunicables a costa de muertes y de guerras; porque el marido anciano de una mujer moza, si había algún joven gracioso y bueno a quien tratara y de quien se agradase, podía introducirlo con su mujer, y, mejorando de casta, hacer propio lo que así se procrease. También a la inversa era permitido a un hombre excelente, que admiraba a una mujer bella y madre de hijos hermosos, casada con otro, persuadir al marido a que le consintiese gozar para tener en ella, como en un terreno recomendable por sus bellos frutos, hijos generosos, que fuesen semejantes y parientes de otros como ellos. Porque en primer lugar no miraba Licurgo a los hijos como propiedad de los padres, sino que los tenía por comunes de la ciudad: por lo que no quería que los ciudadanos fueran hijos indiferentemente de cualesquiera, sino de los más virtuosos; y por otra parte notaba de necias y orgullosas las disposiciones en este punto de otros legisladores, los cuales para las castas de los perros y de los caballos, por precio o por favor, buscan para padres los mejores que pueden hallarse, y en cuanto a las mujeres, cerrándolas como en una fortaleza, no permiten que procreen sino de sus maridos, aunque sean o necios, o caducos, o enfermizos; como si los malos hijos no lo fueran, antes que en daño de los demás, en daño de los que tienen en sus casas y los crían, y por el contrario los buenos, si tienen la suerte de ser bien nacidos. Con ser tales entonces estos establecimientos en lo físico y en lo político, se estuvo tan lejos de la liviandad de que más adelante fueron tachadas las mujeres, que se hacía increíble en Esparta la maldad del adulterio: así se conserva en memoria el dicho de Geradas, uno de los antiguos Espartanos, el cual, preguntado por un forastero qué pena se daba en Esparta a los adúlteros, le respondió: “Entre nosotros, oh huésped, no los hay”. Y replicándole: “¿Y en el caso que los hubiese?” “Pagan- dijo Geradas- un toro tan grande, que por encima del Taigeto beba del Eurotas”. Como el forastero se admirase y repusiese: “¿Cómo puede haber buey tan grande?”, sonriéndose Geradas volvió a decirle: “¿Y cómo puede haber un adúltero en Esparta?” Y esto es lo que se refiere acerca de sus casamientos.