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Mas no dictó por sí solo la ley, sino que tomó consejo de los ciudadanos más distinguidos en autoridad y en virtud, entre ellos de Craso el Pontífice máximo, de Mucio Escévola el Jurisconsulto, que era cónsul en aquel año, y de Apio Claudio, su suegro. Parece además que no pudo haberse escrito una ley más benigna y humana contra semejante iniquidad y codicia; pues cuando parecía justo que los culpados pagaran la pena de la desobediencia, y sobre ella sufrieran la de perder las tierras que disfrutaban contra las leyes, sólo disponía que, percibiendo el precio de lo mismo que injustamente poseían, dieran entrada a los ciudadanos indigentes. Aunque el remedio era tan suave, el pueblo se daba por contento, y pasaba por lo sucedido como para en adelante no se le agraviara; pero los ricos y acumuladores de posesiones, mirando por codicia con encono a la ley, y por ira y tema a su autor, trataban de seducir al pueblo, haciéndole creer que Tiberio quería introducir el repartimiento de tierras con la mira de mudar el gobierno y de trastornarlo todo. Mas nada consiguieron; porque Tiberio, empleando su elocuencia en una causa la más honesta y justa, siendo así que era capaz de exornar otras menos recomendables, se mostró terrible e invicto cuando, rodeando el pueblo la tribuna, puesto en pie, dijo, hablando de los pobres: “Las fieras que discurren por los bosques de la Italia, tienen cada una sus guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por la Italia sólo participan del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más, sino que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres; no dicen verdad sus caudillos cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra los enemigos por sus aras y sus sepulcros, porque de un gran numero de Romanos ninguno tiene ara, patria ni sepulcro de sus mayores; sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio”.

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