Muley-el-Kadel apartó con el pie el armazón del enorme farol, que ya sólo despedía una luz blanquecina algo vacilante y se aproximó a la ventana, sosteniendo dos pistolas con las mechas encendidas.
– ¿Quién habla? –inquirió.
–Soy yo. El armenio Hassard.
– ¿Qué deseas?
–Notificaros que los kurdos exigen la cabeza del que mató al capitán de armas.
– ¿A nosotros, los emisarios del sultán? ¿A tanto llega su osadía? ¿Es que ya no acatan y obedecen las órdenes de Constantinopla?
–No sé contestaros, señor. Pero pretenden vengar a Sandiak.
– ¿Y supones que voy a entregarte al hombre que ha disparado o, para mayor exactitud, ha respondido al fuego del capitán de armas?
–No soy capaz de retenerlos, señor.
–Dales de beber para que se calmen.
–Están hablando de atacar vuestras habitaciones y daros la misma suerte que tuvo Sandiak.
–Exageras, endemoniado cuervo –exclamó Nikola. –Eres tú quien pretendes insurreccionarlos contra nosotros.
–Siempre me creó temor el derramamiento de sangre.
–Terminemos –dijo en tono autoritario Muley.
–Insisto en que los kurdos reclaman la cabeza del asesino y que si no la entregáis están resueltos a ir en busca de ella.
– ¿Aquí, a nuestras estancias?
–No cabe duda.
– ¿Así que nos imaginan mancos?
– ¿Y no son mejores que las espadas y los arcabuces las culebrinas de Hussif?
– ¿Deseas destruir el castillo de tu señora?
–Ahora no mando yo. Los kurdos no quieren acatar mis órdenes.
–Hazte obedecer por los negros.
–Los negros no quieren obedecerme tampoco, señor.
–En tal caso ven a detenernos, si eres capaz.
–Os recomiendo que me entreguéis al asesino de Sandiak.
–Aquí no tenemos ningún asesino. Estás loco, Hassard.
–Bien. Entonces hablarán las culebrinas.
–Las paredes son sólidas, las puertas resistentes y bien atrincheradas y nuestra escuadra sigue aún frente a Hussif.
– He mirado con detenimiento y no la he visto.
–Porque no eres marinero –gritó Nikola. –Eres un gato de las montañas de Armenia y además medio ciego, ya que de noche no ves más allá de tus narices.
El armenio rugió como un tigre enfurecido.
– ¡Ah, perro! Si te puedo apresar, moriré satisfecho.
–Si deseas jugar una partida de yatagán o de kandjar, no tienes más que venir. Llama y se te dejará entrar.
– ¿Con el objeto de asesinarme?
– ¡Bufón! Somos guerreros y no escribientes.
–Te arrancaré la lengua.
–A palabras necias, oídos sordos.
– ¡Kurdos! ¡Negros! –gritó el armenio, que parecía enloquecido por la cólera. –
¡Disparad hasta que destruyáis el hisar!
–Es excesivo –repuso con acento burlón el griego. –Ten presente que estamos nosotros en su interior.
Los asediados se apartaron a los lados o se resguardaron detrás de la columna de mármol chipriota, muy gruesa y sólida.
En el patio, kurdos y negros formaban una horrible algarabía y de cuando en cuando distinguíanse mechas encendidas que arrojaban resplandores rojizos en dirección al reducto.
–No se deciden –comentó el bajá de Damasco, que se había levantado con el fin de intervenir en la batalla.
Muley y Nikola hicieron un gesto con la cabeza.
–Ya comprobaréis, padre, cómo el armenio termina por convencerlos.
–Y, no obstante, él fue quien rompió los sellos y leyó la misiva del sultán –adujo el griego.
–Al parecer no se preocupa mucho de ello –respondió el León aproximándose con prudencia a la ventana.
En aquel momento se oyó de nuevo la voz chillona y antipática del armenio.
– ¡Aquí quien manda soy yo! ¡Yo respondo de todo delante de la señora!…
¡Disparad!
Una descarga de diez o doce arcabuzazos retumbó y las balas fueron a estrellarse en la pared del fondo de la estancia, levantando polvo.
–No respondáis –mandó Muley. –Economizad las municiones para el último asalto.
– ¡Si me fuera posible acabar con ese maldito armenio!… –exclamó Nikola. –Es el astro maldito del castillo.
–Ya procurará él permanecer bien oculto –contestó el León de Damasco. –Ha comprobado lo que le aconteció al capitán de armas y no cometerá la bobada de colocarse en un lugar que pueda ser objeto de nuestros disparos.
Una nueva descarga de proyectiles atravesó el aposento, destrozó todos los vidrios y dos faroles colgados del techo. Este fue el único resultado conseguido por los kurdos y los negros de Hussif. Se precisaba bastante más para abatir los gruesos muros del hisar.
Durante cinco o seis minutos los guerreros de Haradja prosiguieron descargando los arcabuces cada vez con mayor furia, y, observando que nada conseguían y que los sitiados no se preocupaban ni en contestar al tiroteo, emplazaron una culebrina.
–Ahora tronará el cañón –clamó el armenio.
–Destruye el castillo, mísero –le gritó Muley. –Sobre sus restos el sultán levantará un palo para cada uno de vosotros.
–Pero entretanto os forzaremos a entregaros.
–Te equivocas. Ven a atacarnos cuando te apetezca.
–Esperad. ¿Deseáis entregarme al asesino del capitán?
– ¡Si ha muerto! Lo habéis liquidado a la primera descarga.
– En tal caso arrojadnos por la ventana su cadáver para decapitarlo y precipitar su cuerpo contra la escollera.
–De eso trataremos mañana por la mañana.
– ¡Haced avanzar las culebrinas! –bramó Hassard.
–Acuérdate de que es la propiedad de tu señora la que vas a destruir –exclamó con acento de burla el griego. –Por nosotros no te inquietes; apresaremos las balas con las manos y nos dedicaremos a jugar a la zara.
–Os destrozaréis los dedos.
–No sufras. Nos encontramos a salvo.
En la estancia estaban solos el bajá y su hijo, Mico y Nikola. Los cuatro venecianos encontrábanse en el aposento inmediato, cuidando de las puertas, por miedo a que los fornidos negros la emprendieran con ellas a hachazos.
–Coloquémonos tras de las paredes para estar a resguardo de los disparos. Estos muros pueden aguantar muy bien el fuego de las culebrinas. Para abatirlos se precisaría usar bombardas de buen calibre. Destrozarán en gran manera el cuarto, pero es Haradja quien paga. ¡Atención! Veo brillar una enorme mecha en el reducto.
Abandonaron todos la ventana. Cinco o seis segundos más tarde un relámpago brotó de aquel punto y a continuación una detonación aguda vibró en el espacio.
Un proyectil, de unas tres libras acaso, cruzó la habitación y fue a destrozar entre gran fragor un soberbio espejo de Venecia colocado en la pared.
– ¡ Zara! –exclamó el griego aproximándose con cautela a la ventana. –Gané el juego, Hassard, y tu ama paga.
– ¿Qué pagará? –aulló el armenio.
–El gran espejo veneciano. Si bien no soy de Venecia, me parece que no me engaño al tasarlo en cien cequíes como mínimo. ¿De esta forma te preocupas de los intereses de tu señora, Hassard? En cuanto lo vea, te lo hará pagar.
– ¡Por todos los diablos! ¿Qué hablas, perro? ¿Un espejo?
–Sí, hombre. Aquel de gran tamaño que se hallaba junto al lecho. ¿No te acuerdas?
Cien cequíes, pero, ¡es lo mismo!, no te inquietes. ¿Qué significan para tu bolsa cien cequíes? Te puedes permitir estos lujos.
– ¡Ah, malvado! ¡Como te aprese!
– ¿Qué harías? ¿Probar en mi piel tu necia y vulgar pluma de ganso?
–Precipitarte de cabeza a la escollera.
–No me interesa.
– ¡Ah! Habréis de ceder.
– ¡Bah! Los escribanos no pueden transformarse en un instante en hombres terribles.
No es utilizando una pluma como se convierte uno en guerrero, créeme.
– ¿Te rindes? ¿Te entregas?
– ¿Para qué? Me encuentro muy bien aquí.
– ¿Y mañana qué comeréis?
–Eso lo solucionaremos con el cocinero. No te inquietes.
– ¡Es demasiado! –bramó frenético Hassard. –Continuad las descargas. Acabemos con esos falsos emisarios del sultán. Os garantizo que todos son cristianos.
– ¿Incluso el bajá de Damasco? –indagó con una risa el griego.
El armenio no consideró conveniente contestar.
–Dispongámonos para el segundo disparo. ¿Qué será lo que destroce en esta ocasión?
¿La cama de mi padre?
En aquel instante entró Mico, que había examinado detenidamente el cuarto cercano.
–Señor –informó con cierta excitación. –Nos atacan por dos puertas al mismo tiempo.
– ¿Suben por la escalera los kurdos, Mico?
–Antes bien serán los negros, señor. Los kurdos sólo sirven para luchar con armas de fuego y no van a dejar las piezas.
–Me agradaría más entendérmelas con los kurdos, que son menos vigorosos. ¿Han iniciado el ataque con las armas que guardaban?
–Aún no, señor. Pero pronto lo harán. Los hemos oído conversar a la vez que subían las escaleras.
– ¿Habéis hecho uso de todos los muebles?
–Sí, señor, y además las puertas son muy sólidas y resistentes y están atrancadas por tres enormes barras de hierro cada una. No obstante…
Otro proyectil atravesó la ventana, destrozó un cuadro antiguo y se clavó en la pared, levantando una nube de polvo.
– ¡Zara! –gritó Nikola, disfrutando en irritar al armenio. –De nuevo he vuelto a ganar y también pagará tu señora.
– ¡Otro destrozo! ¡Y tú estás indemne!…
–Juego a la zara con tus proyectiles, Hassard, ya te anticipé que perderías el tiempo.
Pero no imaginé que tu obcecación te fuera a resultar tan cara. Ya puedes prepararte para reembolsar a tu ama el valor de aquel cuadro antiguo, que se hallaba a la otra parte del espejo y que cifro en unos cincuenta cequíes.
– ¡También el cuadro! ¡Lo estamos destruyendo todo!…
–Es que habéis comenzado por lo de más valor. Al fin y al cabo no debes quejarte, ya que tu idea es destruir también la casa.
–Perro, ¡muere de una vez!…
– Me queda tiempo de sobra. Piensa que solamente tengo cuarenta y cinco primaveras.
–Os cogeremos por las puertas.
– ¡Necio!… Eso tenías que haberlo intentado antes de arrojar por la ventana ciento cincuenta cequíes por el capricho de abrir un par de veces fuego con las culebrinas.
– ¡La maldición de Mahoma caiga sobre ti!
–En este momento no tiene tiempo. Está divirtiéndose con sus favoritas.
–Harás que muera de rabia, Nikola –observó Muley, que no podía reprimir la risa, a pesar de lo crítico de la situación. –Eres terrible.
–Ese armenio es un gato montes tan resistente como los que llenan las montañas de su país. Os garantizo que no muere de rabia.
– ¡Oh! Conozco perfectamente a los armenios, y mi padre mejor que yo.
Los asediados oyeron a los kurdos disputar con gran excitación y después vieron aparecer a Mico con dos pistolas cargadas.
– ¿Qué pasa? –inquirieron padre e hijo a un tiempo.
–Escuchad la respuesta –repuso el montañés.
Acababa de retumbar un seco golpe en la estancia próxima, golpe que semejaba un imponente hachazo efectuado contra una de las puertas.
–Allí está el peligro –dijo el bajá tomando de una panoplia una gran espada y dos pistolas. – No nos ocupemos de los kurdos, a pesar de que sigan disparando con la culebrina.
–Me parece que no dispararán demasiado, calculando los destrozos que ocasionan con sus descargas –adujo Nikola. – ¡Al ataque contra los negros!
Abandonaron aquella habitación en la cual ya no era precisa su presencia y se dirigieron a la otra. Todos los muebles, incluso los más pesados y vetustos, se habían amontonado delante de las puertas, para reforzarlas.
– ¡Aquí estamos! –dijeron al penetrar.
Sonó otro terrible hachazo. Los negros asaltaban una de las puertas, pretendiendo derribarla. Pero no era trabajo sencillo ni siquiera para aquellos robustos africanos.
– ¿Quién es? –inquirió Muley.
–Yo, Hassard.
– ¡Cómo! ¿Ya has desistido de continuar disparando la culebrina?
–Hace demasiados estragos.
– ¿Y pretendes destrozar las puertas?
–Las romperemos mucho antes de lo que suponéis, señor.
–Haz lo que te plazca, pero ten presente que estamos armados con arcabuces y que alguna bala acaso te atraviese la cabeza.
–Obraré con prudencia, señor. Habéis cometido la equivocación de prevenirme y me mantendré alerta.
– Bien; mataremos a los negros.
–Son soldados que no saben leer ni escribir.
– ¡Ah, miserables! –exclamó Nikola. – ¡Como te suelte un tiro!… Ya verás lo que te ocurre.
–Te apresaré con vida y efectuarás el gran salto sobre los escollos.
–Poco a poco, que no soy muy aficionado a los saltos.
– ¡Eh, haraganes! ¡Moved los brazos! ¡De firme con las hachas!
Otro golpe resonó en la estancia, semejante a un cañonazo, haciendo caer algunas astillas y dejando paso al corte del hacha.
– ¿Qué debemos hacer, padre?
–Déjalos. Que prosigan dando hachazos y cuando consigan abrir un boquete efectuaremos por él una descarga. La pólvora y las balas atemorizan a los desgraciados esclavos africanos.
Detrás de la puerta los negros ponían a prueba su fortaleza asestando tremendos golpes. No tardaron en practicar una abertura no más ancha de tres dedos, pero suficiente
para que los venecianos, resguardados tras un pesado mueble, pudieran abrir fuego. Oyóse un horroroso vocerío y a Hassard, colérico, que clamaba:
– ¡Cobardes! ¡La señora hará que os empalen, miserables!
–Han huido igual que liebres –comentó Nikola. –Podemos aguantar incluso un mes.
– ¿Sin comer? –indagó Mico.
–Nos comeremos las fajas.
–Creo que no será necesario. He hecho ahora mismo un descubrimiento.
– ¿Qué descubrimiento? –preguntó el bajá.
–Estaba contemplando un cuadro cuando observé una punta muy aguda que sobresalía de la cornisa.
–Al asunto, Mico, al asunto –exclamó el griego.
–He pretendido sacarla y, al tirar de ella, se ha abierto un pasadizo oscuro, apartándose la pared. Pues oídme, desde allí llegan aromas de cocina.
– ¡Por las barbas de Mahoma! ¿Un pasadizo que lleva hasta las cocinas de Haradja?
Debemos explorarlo.
–Sí –asintió el León de Damasco, –enséñanoslo.
–Acompañadme. Es en la otra estancia.
Al darse a la fuga los negros, por lo menos de momento, ya que podía suponerse que no habrían de tardar en recobrar ánimos, dejaron a los venecianos la custodia y vigilancia de los parapetos y siguieron al albano.
–Éste es –anunció Mico, indicando un gran cuadro que representaba una sultana y que debía ser obra de algún cristiano, ya que los turcos desconocían este arte.
–Abre el cuadro, Mico –ordenó su señor, preparando las pistolas como medida de precaución.
El montañés hizo girar el resorte, y el cuadro desapareció, dejando una abertura por la que surgió un olor penetrante de grasa frita.
– ¿Acaso esto no es olor de cocina, Nikola? ¿Qué contestas?
–Que este pasadizo secreto debe llevar a la cocina.
– ¿Lo exploramos?
–Sí. Encenderé una vela.
–Os acompañaré yo también –dijo Muley.
–No, señor –objetó Nikola. –De momento sois más necesario aquí, ya que los negros atacarán de nuevo y acaso en unión de los kurdos. Mantenedlos a raya hasta que hayamos realizado la exploración.
–Procúrame un farol verde.
– Lo buscaremos, si puede ser.
Los dos bravos se metieron por la abertura y halláronse en una tan angosta escalera que no dejaba paso más que a una persona de frente. El griego, con la vela en una mano y el yatagán en la otra, empezó a bajar, sin producir el más mínimo ruido, seguido del albanés. Según iban bajando, el olor a grasa era más intenso, hasta tornarse casi asfixiante.
A los doce peldaños continuaron por un corredor que describía una enorme curva y se encontraron frente a una puerta mohosa, cerrada por aquel lado con un par de grandes barras de hierro.
–Este pasadizo no debía ser conocido ni siquiera por Haradja posiblemente. Hace años que nadie ha abierto esta puerta.
– ¿No has observado en la parte de arriba dos minúsculos agujeros ovales?
–Sí, Mico. Por ese punto es por donde sale el tufo.
– ¿Nos será posible abrir?
–Espero que sí. Intentemos.
– ¿Hay luz en la cocina?
–No. Los cocineros habrán aprovechado el alboroto para emborracharse con vino de Chipre. Intenta abrir en tanto que yo vigilo
Sin gran esfuerzo consiguió el montañés levantar las barras y abrir la puerta que rechinó debido a sus resecos goznes, y descendiendo tres escalones se encontraron en una inmensa cocina.
–En primer lugar a la despensa –aconsejo el griego.
Había dos enormes armarios cerrados con una rejilla de alambre, pero las llaves estaban echadas. Los dos hombres, sin prestar atención a un nuevo disparo de culebrina que debía haber ocasionado más destrozos en el cuarto del bajá, se entregaron al saqueo de la despensa, muy bien provista debido a los numerosos moradores que siempre había en el castillo.
Se apoderaron de buena cantidad de fiambres de aves y caza que debían estar preparados para el almuerzo del siguiente día, pan, empanadas dulces, y seis u ocho botellas de vino de Chipre, trasladaron todo aquello hasta los primeros peldaños de la escalera secreta y regresaron.
–Ahora, Mico, podemos continuar nuestra exploración Ya tenemos garantizada la comida por lo menos para todo un día Mañana, en ultimo caso, realizaríamos una nueva incursión, en tanto que duermen los cocineros. ¡Ah! ¡Si nos fuera posible averiguar donde se encuentran los almacenes!
–Nada más sencillo –respondió el albanés alzando el yatagán como si quisiera matar a alguien.
– ¿Sabes tu como?
–Yo no. Aquí tenemos, sin embargo, un hombre que nos lo notificará.
Rodeó una gran mesa y se puso frente a un cocinero, grueso como un tonel, que tumbado en una vieja otomana roncaba tranquilamente.
–Es una verdadera suerte, en el supuesto de que nadie nos venga a interrumpir.
–Los kurdos y los negros están ocupados en exceso en este instante para pensar en las cocinas.
Nikola acerco la vela a la cara del durmiente y le tostó ligeramente las barbas.
El desgraciado abrió los ojos y pretendió lanzar un grito, que Mico sofoco en su garganta, apretándole el cuello.
–Calla o te mato –le amenazo el griego.
–Soy un desdichado…
–Por esa razón no te haremos el menor daño, siempre que nos contestes a unas preguntas y nos obedezcas.
–Pero –tartamudeó el infeliz –si sois los emisarios del sultán, ¿como os encontráis aquí?
–No te interesa –replico Nikola que seguía amenazándole con su yatagán. –Levántate ahora mismo y condúcenos.
– ¿A que lugar, señores? –indago el cocinero con temblorosa voz. – ¡Tened compasión de mi! ¡Ay!
La exclamación de espanto se le escapo al escuchar algunos disparos de arcabuz y uno de culebrina que sonaron casi al mismo tiempo.
– ¿Conoces en que lugar están los almacenes de la fortaleza?
– ¿Que almacenes?
–Donde guardan todos los objetos necesarios para las chalupas y las galeras.
–Aquí al lado, señor.
–Guíanos si aprecias tu piel.
El cocinero, que posiblemente había bebido mucho chipre aquella noche, miro con turbación a su alrededor, suspiro y tartamudeo.
–Seguidme, señores. Pero os ruego que no digáis nada a Sandiak. Es tan perverso como la señora.
–No te molestara más, puesto que ha muerto.
–Pero estará el otro, que es mas malvado.
– ¿E1 armenio?
–Si, Hassard.
–Te garantizo que no te molestara más tampoco. Vamos.
El cocinero se pasó una mano por la despejada frente, como si pretendiera apartar de ella los vapores alcohólicos, y luego de avanzar unos pasos alcanzo una puerta muy cerca de la cocina, hizo girar la llave puesta en ella y abrió. En una espaciosa estancia distinguieron amontonadas chalupas, remos, palos, velas, maromas y numerosos faroles de
diversos tamaños.
–No cabe duda de que Mahoma nos protege –arguyo el montañés, precipitándose, con gran extrañeza del cocinero, hacia los faroles de galera.
–Busca, busca.
–Ya lo tengo
– ¿Verde?
–Claro.
–Esto es mejor que las provisiones.
Tomó del suelo una cuerda que se había desprendido de un montón de remos, la partió en dos y dirigiéndose al cocinero, que le contemplaba con espanto, anunció.
–Y ahora, querido, permíteme atarte de pies y manos. Corta un trozo de vela para hacer una mordaza, Nikola
– ¿Que pretendéis hacer conmigo?
–Nada más que volverte inofensivo.
–Encerradme bajo llave en una despensa y os prometo no lanzar ni un grito.
–No, querido –repuso el implacable griego. –Estira las piernas y los brazos.
– ¿Pensáis matarme?
–No, hombre –le tranquilizó Mico. –Mañana degollarás de nuevo capones y ánades para llenar el estómago de los kurdos, los negros y las mujeres.
– ¿Me lo juráis?
– ¡Por las barbas de Mahoma! No charlemos más.
El desdichado obedeció, tembloroso. El griego le ató y después, entre los dos, le introdujeron en una canoa vieja.
–Aquí puedes seguir pacíficamente tu sueño. Mañana el primero que entre te desatará.
El desgraciado estaba más muerto que vivo.
Mico examinó el farol, igual al que destrozaran con sus disparos los kurdos, observó que tenía buena provisión de aceite y abandonó el almacén con él. Nikola cerró la puerta, tal como la encontraran, pasó a la cocina, con las botellas, y ascendió de cuatro en cuatro las gradas de la angosta escalera.