Fábula II. Las Exequias de la Leona.

En su regia caverna, inconsolable,

El rey León yacía,

Porque en el mismo día

Murió (¡cruel dolor!) su esposa amable.

Á palacio la corte toda llega,

Y en fúnebre aparato se congrega.

En la cóncava gruta resonaba

Del triste rey el doloroso llanto.

Allí los cortesanos entre tanto

También gemían, porque el rey lloraba;

Que si el viudo monarca se riera,

La corte lisonjera

Trocara en risa el lamentable paso.

Perdone la difunta, voy al caso.

Entre tanto sollozo

El Ciervo no lloraba (yo lo creo),

Porque lleno de gozo

Miraba ya cumplido su deseo.

La tal reina le había devorado

Un hijo y la mujer al desdichado.

El Ciervo, en fin, no llora;

El concurso lo advierte,

El monarca lo sabe, y en la hora

Ordena con furor darle la muerte.

—¿Cómo podré llorar, el Ciervo dijo,

Si apenas puedo hablar de regocijo?

Ya disfruta, gran rey, más venturosa

Los elíseos campos vuestra esposa:

Me lo ha revelado á la venida,

Muy cerca de la gruta, aparecida:

Me mandó lo callase algún momento,

Porque gusta mostréis el sentimiento.—

Dijo así, y el concurso cortesano

Aclamó por milagro la patraña.

El Ciervo consiguió que el soberano

Cambiase en amistad su fiera saña.

Los que en la indignación han incurrido

De los grandes señores,

Á veces su favor han conseguido

Con ser aduladores.

Mas no por esto advierto

Que el medio sea justo; pues es cierto

Que á más príncipes vicia

La adulación servil, que la malicia.