S. Juan de la Cruz y «Cántico Espiritual»

En aquel tiempo hubo un hombre grato al Señor, el cual se llamaba Juan. Porque era varón de gravedad y sentencia, la alegre iluminada de Dios, aquella Teresa de Jesús, que con tanta espiritual alegría descollaba moradas de sosiego con jardines en los yermos austeros, le llamaba Séneca; y porque tenía la salud desmedrada y cadente y la talla exigua, le decía Senequita. Los hombres graves le llamaban el Doctor extático. Pues este varón justo, que os digo, todo lloro de lacería, y cuya vida fue tránsito doliente de amargor y sufrimiento, era todo espíritu, llamarada viva de una hoguera de amor; todo alta aspiración, desasimiento de cosa de humanidad, fervor ultramortal, ansia insaciable de purificación y depuramiento, en cuanto los límites de la humana posibilidad lo consienten y hasta donde se elastizan.

De sus altos pensamientos y de sus fervores espirituales, ha dejado unos libros escritos en la prosa más inefable, más sutil, más atormentada, pulida y agudizada que existe en castellano, y con ello, no menos suelta y ágil que la de Luis de Granada, el afluente, ni menos varonil que la de Juan de Ávila, el implacable, ni menos entonada que la de Luis de León, el horaciano, ni de menos elegante graveza que la de Juan de Mariana, el clásico. Y aun así, impotente para hacer hialino el difuso pensamiento, balbuceo apenas comprensible, llena de semejanzas y parangones, prosa niña, sin palabras rotundas que pinten aquel transimiento perpetuo de amor y aquel pasmo insipiente y lleno de atisbos infusos:

Entréme donde no supe,

y quedéme no sabiendo

toda ciencia transcendiendo…

Sus versos son de medias tintas, descaecidos en vagarosidades; de ellos se ha dicho que tienen tonos de avanzado crepúsculo, y que no se sabe señalar la línea difuminada infinitamente que separa la clara luz huidiza de la sombra obscura que se inicia. Pero en toda la lírica española, no hay versos tan plenos de alma ni que tengan aquella fuerza sugestiva y sugeridora como los de la divina égloga del alma enamorada y su esposo, cuando con madrigales pastoriles, de los mismos que encienden los versículos del magno Cantar de los Cantares, se dicen el amor suyo y el dulce amoroso temor. Por ellos ha pasado el espíritu de Dios.

Nació Fray Juan de la Cruz en Ontiveros, villa de pequeño vecindario, perteneciente a la provincia de Salamanca. Su padre se llamaba Gonzalo de Yepes, tejedor de oficio; su madre, Catalina Álvarez, «huérfana pobre, honesta y de buen parecer». Contra el consejo de su familia, se casó Gonzalo con la doncella, de cuyo matrimonio tuvo tres hijos: Francisco, Luis y Juan. Este último nació en el año de 1542. A poco murió Gonzalo, dejando a la viuda pobre. Para atender a su subsistencia y a la de sus hijos, pasó a la villa de Arévalo, que, por ser más populosa y rica que Ontiveros, era más fácil encontrar medios de trabajo. Por la misma razón, se trasladó pronto a Medina del Campo, «villa muy crecida entonces y abundante con la frecuencia y riqueza de sus tratos y cambio». Allí educó a sus hijos, según la posibilidad de su pobreza, con cristiana moral y prácticas de virtud. Juan, andando el tiempo, fue protegido por un caballero, don Alonso Álvarez de Toledo, administrador de un Hospital General de la villa. Tenía Juan doce o trece años, y a tan temprana edad, entró a servir y cuidar a los enfermos recogidos en el dicho hospital, lleno de celo caritativo.

Fue un muchacho, como suele suceder entre los hijos de los pobres, grave y pensativo. «No le llevaban los ojos espectáculos profanos, no la voluntad bienes caducos, ni del mundo admitía más que su desprecio. La escuela, la iglesia y el hospital eran su alternada habitación, amigo siempre del recogimiento y enemigo de la ociosidad». Así vivió hasta la edad de veintiún años, en la que, siguiendo su vocación, entra como novicio en el monasterio de Santa Ana, de los Padres Carmelitas de Medina. Esto fue en el año de 1563. Pasado el año de probación, profesó en el mismo monasterio, adoptando el nombre de Fray Juan de Santa María. No contento con la blandura de la regla, solicitó y obtuvo de sus superiores licencia para observar la primitiva, áspera y rigurosa.

En el mismo año de su profesión le enviaron a estudiar Teología a la Universidad de Salamanca, y, después de haber cursado los tres años necesarios, volvió a Medina y cantó su primera misa, en el año 1567. Siguiendo la natural inclinación que le impulsaba a la mortificación y al sacrificio, y pareciéndole aun suave la primitiva regla carmelitana, quiso ingresar en la Cartuja del Paular, provincia de Segovia. Así lo hubiera hecho, si Santa Teresa de Jesús no le hubiera aconsejado a seguir su reforma.

Después de haber fundado su primer monasterio de monjas descalzas, quiso la Santa reformar asimismo a los varones. Sus primeros colaboradores fueron el Padre Fray Antonio de Heredia y Fray Juan de Santa María. Salen de Medina para Valladolid, y de éste para Duruelo, en donde se descalzó el día 28 de noviembre de 1568, tomando el nombre de Juan de la Cruz. Los comienzos fueron duros, pues además de las innumerables dificultades que ofrecía el local, exiguo e incómodo, carecían hasta de lo más necesario, y días hubo que sólo comieron los dos religiosos fundadores unos pedazos de pan, no muy tierno y reciente, que el lego mendigaba en el pueblo.

Poco a poco fue creciendo el número de los que profesaron en la orden descalza y hubo necesidad de fundar nuevos monasterios. San Juan, infatigable en su empeño, los fundó en Macera, Pastrana, en donde fue vicario, y Alcalá. Estando en Pastrana fue nombrado confesor del convento de la Encarnación, de Ávila. En esta ciudad libra endemoniados, y sufre y vence agobios a su castidad y tentaciones múltiples del enemigo malo.

Las diferencias que existían entre los religiosos de la observancia y los descalzos, fueron aumentando y agriándose. Resultado de estas discordias fue la prisión de San Juan de la Cruz y de su compañero Fray Germán de Santa María, siendo golpeados y azotados con grande saña. Temiendo no hubiera algún levantamiento de los religiosos de ambos sexos, de la ciudad de Ávila fue trasladado Fray Juan a Toledo, y encerrado en una celdilla angosta y malsana, del convento de observantes de Toledo, con unas tablas por cama y unas mantas viejas por todo cobertor. Además de lo insalubre de la habitación, tuvo Fray Juan que sufrir los malos tratos de los frailes, hasta el punto que muchos años después, aun guardaban sus espaldas contraídas las cicatrices de los disciplinazos con que se ensañaba la bárbara incomprensión de los calzados. Con tanto sufrimiento, su salud, ya muy quebrantada, descaeció. Al fin pudo conseguir papel y pluma, y para aliviar su lacería comenzó a escribir las estrofas abrasadas en divino amor del Cántico espiritual. También en la prisión compuso o planeó por lo menos algunas de sus otras obras.

Aquí cuenta su historiador un milagro. Y fue que la Virgen se apareció al fraile y le mandó fugarse de la inhóspita prisión. El santo, descolgándose por una ventana que daba al Tajo, huyó a refugiarse en un convento de monjas de su orden de la noble ciudad, y más tarde, para mayor seguridad, fuese a Almodóvar, en donde había un convento de frailes carmelitas descalzos. Al poco tiempo, un poco respuesto de sus flaquezas, partió para Granada a fundar monasterios de la nueva regla. En el año de 1579 fue nombrado rector del colegio de Baeza; en el de 1581, prior del convento de Granada; vicario general de Andalucía en el de 1585; en el capítulo general que celebró la orden en Madrid, fue elegido definidor primero y poco después vicario de la casa de Segovia. Mas tales vanidades no saciaban su codicioso corazón y más altas eran las cimas en que se recreaban sus ojos llorosos de enamorado. Retirado al desierto de La Peñuela, en Sierra Morena, vivía entregado a prácticas de penitencia, cuando unas úlceras en una pierna le obligaron a irse a Úbeda. En medio de horribles dolores, que le duraron tres meses, murió, según su propia profecía, el sábado 14 de diciembre de 1591, cuando las campanas del convento tocaban a maitines. Una suave fragancia transcendió de su cuerpo.

En 1674 fue preconizado santo.

Tal es la vida de Fray Juan de la Cruz. Fue el más alto místico de su tiempo, y nadie le superó en fervor y espíritu. Un alto comentario doctrinal no entra en los modestos límites de esta biblioteca, y siendo palabras divinas, porque el espíritu de Dios hablaba por su boca, las que el santo ha dejado escritas, no han de comentarse sino por quien para ello tenga la necesaria autoridad. Tuviéronse secretas largo tiempo sus obras. Al fin, fueron publicadas veintisiete años después de su muerte. «Aunque autorizadas con la licencia de los Inquisidores, se advirtieron concomitancias, aparentes por lo menos, con varias heregías… Una Introdución y aviso general, por el P. Jerónimo de San José; Aclaraciones, por el P. Nicolás de Jesús María, lector de Teología en Salamanca; Notas y advertencias en tres discursos… por el P. Santiago de Jesús, prior de los Carmelitas de Toledo; otra apología por Basilio Ponce de León, sobrino de Luis de León, atestiguan superabundantemente, por el celo de la defensa, la gravedad de la acometida».

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