El autor

Cuando acabó Laureola su habla, vi, aunque fue corta en razón, fue larga en enojo, el cual le impedía la lengua. Y despedido de ella comencé a pensar diversas cosas que gravemente me atormentaban. Pensaba cuán alejado estaba de España, acordábaseme de la tardanza que hacía. Traía a la memoria el dolor de Leriano, desconfiaba de su salud, y visto que no podía cumplir lo que me dispuse a hacer sin mi peligro o su libertad, determiné de seguir mi propósito hasta acabar la vida o llevar a Leriano esperanza. Y con este acuerdo volví otro día a palacio para ver qué rostro hallaría en Laureola, la cual, como me vio, tratome de la primera manera, sin que ninguna mudanza hiciese, de cuya seguridad tomé grandes sospechas. Pensaba si lo hacía por no esquivarme, no habiendo por mal que tornase a la razón comenzada. Creía que disimulaba por tornar al propósito para tomar emienda de mi atrevimiento, de manera que no sabía a cuál de mis pensamientos diese fe.

En fin, pasado aquel día y otros muchos, hallaba en sus apariencias más causa para osar que razón para temer, y con este crédito aguardé tiempo convenible e hícele otra habla, mostrando miedo, puesto que no lo tuviese, porque en tal negociación y con semejantes personas conviene fingir turbación. Porque en tales partes el desempacho es habido por desacatamiento, y parece que no se estima ni acata la grandeza y autoridad de quien oye con la desvergüenza de quien dice. Y por salvarme de este yerro hablé con ella no según desempachado, mas según temeroso. Finalmente, yo le dije todo lo que me pareció que convenía para remedio de Leriano. Su respuesta fue de la forma de la primera, salvo que hubo en ella menos saña, y como, aunque en sus palabras había menos esquividad para que debiese callar, en sus muestras hallaba licencia para que osase decir. Todas las veces que tenía lugar le suplicaba se doliese de Leriano, y todas las veces que se lo decía, que fueron diversas, hallaba áspero lo que respondía y sin aspereza lo que mostraba. Y como traía aviso en todo lo que se esperaba provecho, miraba en ella algunas cosas en que se conoce el corazón enamorado. Cuando estaba sola veíala pensativa, cuando estaba acompañada no muy alegre. Érale la compañía aborrecible y la soledad agradable. Más veces se quejaba que estaba mal por huir los placeres. Cuando era vista, fingía algún dolor, cuando la dejaban, daba grandes suspiros. Si Leriano se nombraba en su presencia, desatinaba de lo que decía, volvíase súbito colorada y después amarilla, tornábase ronca su voz, secábasele la boca. Por mucho que encubría sus mudanzas, forzábala la pasión piadosa a la disimulación discreta. Digo piadosa porque sin duda, según lo que después mostró, ella recibía estas alteraciones más de piedad que de amor. Pero como yo pensaba otra cosa, viendo en ella tales señales, tenía en mi despacho alguna esperanza, y con tal pensamiento partime para Leriano, y después que extensamente todo lo pasado le reconté, díjele que se esforzase a escribir a Laureola, ofreciéndome a darle la carta, y puesto que él estaba más para hacer memorial de su hacienda que carta de su pasión, escribió las razones, de la cual eran tales:

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