El autor

La desesperanza del responder del rey fue para los que la oían causa de grave tristeza; y como yo, triste, viese que aquel remedio me era contrario, busqué el que creía muy provechoso, que era suplicar a la reina le suplicase al rey por la salvación de Laureola. Y yendo a ella con este acuerdo, como aquella que tanto participaba en el dolor de la hija, topela en una sala, que venía a hacer lo que yo quería decirle, acompañada de muchas generosas dueñas y damas, cuya autoridad bastaba para alcanzar cualquier cosa, por injusta y grave que fuera, cuanto más aquella, que no con menos razón el rey debiera hacerla que la reina pedirla. La cual, puestas las rodillas en el suelo, le dijo palabras así sabias para culparle como piadosas para amansarlo.

Decíale la moderación que conviene a los reyes, reprendíale la perseveranza de su ira, acordábale que era padre, hablábale razones tan discretas para notar como lastimadas para sentir, suplicábale que, si tan cruel juicio dispusiese, se quisiese satisfacer con matar a ella, que tenía los más días pasados, y dejase a Laureola, tan digna de la vida. Probábale que la muerte de la salva mataría la fama del juez, el vivir de la juzgada y los bienes de la que suplicaba. Mas tan endurecido estaba el rey en su propósito que no pudieron para con él las razones que dijo, ni las lágrimas que derramó. Y así se volvió a su cámara con poca fuerza para llorar y menos para vivir. Pues viendo que menos la reina hallaba gracia en el rey, llegué a él como desesperado, sin temer su saña, y díjele, porque su sentencia diese con justicia clara, que Leriano daría una persona que hiciese armas con los tres falsos testigos, o que él por sí lo haría, aunque bajase su merecer, porque mostrase Dios lo que justamente debiese obrar. Respondiome que me dejase de embajadas de Leriano, que en oír su nombre le crecía la pasión. Pues volviendo a la reina, como supo que en la vida de Laureola no había remedio, fuese a la prisión donde estaba y besándola diversas veces decíale tales palabras:

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