XXIV

 

Entretanto el dueño del castillo yacía en cama atormentado por los dolores que le ocasionaban sus heridas y por la angustia y despecho que más y más las irritaban. Ni siquiera tenía el recurso que aletarga el alma sin tranquilizarla, como el opio calma los dolores sin detener los progresos de la enfermedad, pero que, a lo menos, era preferible a las horrorosas agonías de la desesperación y de la rabia. La avaricia era el vicio dominante de "Frente de buey", y lejos de dar limosna a los establecimientos piadosos había muchas veces arrostrado la indignación de los eclesiásticos y usurpando sus haciendas y caudales. Más era llegado el momento en que la Tierra y todos sus tesoros iban a desvanecerse para siempre a sus ojos.

—¿Dónde están ahora —decía el Barón— esos curas? ¿Dónde están esos carmelitas, a quienes mi padre fundó un convento dándoles prados y tierra de labor? ¡Estarán sin duda a la cabecera de algún villano moribundo! ¡Y yo moriré como un perro; yo, hijo del que les dio el pan que comen! ¿No dicen que es bueno rezar? A lo menos para rezar no se necesita el favor ajeno; pero yo... rezar... ¡No me atrevo!

—¿No te atreves? ¿Cuándo has dicho otro tanto, "Frente de buey"? —exclamó junto a la cabecera del barón una voz trémula y aguda.

Trastornado por su mala conciencia y por la agitación de sus nervios "Frente de buey" creyó que aquella interrupción de su soliloquio procedía de alguno de aquellos ángeles perversos que habían acudido para distraer sus meditaciones y estorbarle pensar en el gran negocio de su salvación. Estremecióse, y miró por todas partes, y recogiendo todas sus fuerzas exclamo:

—¿Quién está ahí? ¿Quién repite mis palabras? ¿Quién eres tú que graznas en mis oídos? ¡Ponte delante de mí, para que yo pueda verte!

—¡Soy el Demonio que te persigue! —respondió la voz.

—Déjate ver en forma corpórea —dijo "Frente de buey"—, y verás como no te temo! ¡Por las cavernas del infierno, que si pudiera luchar con estos fantasmas que me atormentan como con un enemigo de carne y hueso, había de burlarme de ti y de todas tus legiones!

—Piensa en tus pecados —siguió la voz—: en la rebeldía, en la rapiña, en el asesinato. ¿Quién indujo al licencioso príncipe Juan a tomar las armas contra el anciano que le dio la vida, contra el generoso hermano que le prodigó tantos beneficios?

—¡Mientes, demonio, hechicero o quienquiera que seas! —respondió "Frente de buey". —¡Mientes como un villano! ¡No fui yo solo; fuimos cincuenta caballeros y barones, los mejores que han enristrado lanza, la flor de la Nobleza de Inglaterra! ¿He de responder yo de los pecados ajenos? ¡Falso tus morir enemigo, paz, si eres mortal, y si no lo eres, todavía no ha llegado tu hora!

—¡No morirás en paz! —repitió la voz—. ¡No, que tu muerte será emponzoñada por el recuerdo de tus homicidios, por el eco de los alaridos que han retumbado en estas bóvedas, por la sangre que ha inundado estos pavimentos!

—¡No me impones silencio con tus cargos! —respondió el Barón con amarga y violenta sonrisa—. ¡El judío ha experimentado la suerte que merece! Y por lo que hace a los sajones que han muerto a mis manos, eran enemigos de mi patria, de mi linaje y de mi soberano. Ya ves que estoy bien parapetado contra tus tiros. ¿Te has ido, o por qué callas?

—¡No, infame parricida! —repuso la voz—. ¡Acuérdate de tu padre y de su muerte; acuérdate de la sala del banquete, regada con su sangre, que acababa de verter la mano de su hijo!

—¡Ah! —exclamó el barón después de haberse parado algún rato—. ¡Yo creía que ese secreto estaba depositado sólo en mi pecho y en el de La que fue mi cómplice! Anda y busca a la bruja sajona Urfrida, que podrá decirte lo que sólo ella y yo vimos. Ella fue la que lavó las heridas, amortajó el cadáver y propagó la noticia de que el viejo había muerto de cólico; ella fue la que me puso en el resbaladero, y debe tener su parte en el castigo. ¡Anda y hazle saborear los tormentos precursores del Infierno!

—Ya los saboreó de antemano —dijo Urfrida poniéndose de pronto enfrente del barón. — Ya he apurado la copa, y sólo ha podido dulcificarme su amargura la esperanza de ver lo que estoy viendo ahora. ¿De qué te sirve apretar los dientes y echarme esas miradas furibundas? ¿De qué te sirven esos gestos de amenaza? ¡Esa mano, que, como la del padre que adquirió el nombre que llevas hubiera podido en otro tiempo partir la cabeza de un toro indómito, está ahora tan enervada y tan débil como la mía!

—¡Vil saco de huesos! —exclamó Frente de buey—, ¡Detestable lechuza! ¿Ahora vienes a deleitarte en las ruinas del edificio que has echado al suelo?

—¡Reginaldo "Frente de buey" —repuso la vieja— ésta es la hija del asesinado Torquil de Wolfgauger; ésta es la hermana de sus hijos degollados; ésta es la que te pide padre, familia, nombre, fama: todo lo que ha perdido a manos de un "Frente de buey"! ¡Tales son los males que he sufrido!... ¿Te atreverás a negarlo? Pues bien; si hasta ahora has sido el demonio de mi persecución, ahora lo soy yo de la tuya; ¡y te perseguiré y te atormentaré hasta el último momento de una infame existencia!

—¡Eso es lo que no verán tus ojos, furia aborrecible! —respondió "Frente de buey"— Hola, Gil, Clemente, Eustaquio, Esteban, Mauro; acudid y arrojad a esa maldita de cabeza por una tronera del castillo! ¡Nos ha vendido a los sajones! ¿Por qué tardáis, pícaros?

—Llámalos más recio —dijo Urfrida con sonrisa burlona—. Llama a todos tus vasallos y amenázales con el azote y el calabozo. Sabe, orgulloso caudillo —añadió mudando de tono— que ni te darán respuesta ni auxilio. Oye, oye esos espantosos sonidos —dijo, deteniéndose para que el Barón escuchase el rumor del combate, que estaba a la sazón en su mayor encarnizamiento—. Esos gritos son los precursores de la ruina de tu casa y de tu familia. El edificio de la prosperidad de "Frente de buey", cimentado en crímenes y en sangre, va a desmoronarse ante sus más despreciados enemigos. El Sajón, Reginaldo, el Sajón asalta tus murallas, y tú yaces amilanado en tu cama, mientras él se prepara a hollar tus timbres y tu soberbia.

—¡Que no tenga yo —dijo "Frente de buey"— un momento de vigor para ir a recibir a esos menguados como se merecen!

—No pienses en eso, noble y valiente guerrero —dijo Urfrida—. Tu muerte no será la del soldado: ¡morirás como la zorra en la guarida cuando los pastores ponen fuego a la maleza que la circunda!

—¡Execrable fantasma, mientes! —repuso "Frente de buey”

—¡Mis soldados pelean con brío; mis compañeros sostienen el honor de sus armas! Ya oigo desde aquí los gritos animosos de Bracy y del Templario, y yo te juro por mi honor que cuando encendamos la hoguera con que hemos de celebrar nuestro triunfo, sus llamas han de consumir tus huesos y tu pellejo. He de vivir con la satisfacción de haberte enviado del fuego terreno al fuego infernal, que nunca habrá consumido un ser más diabólico que tú.

—Vive en esa esperanza —dijo Urfrida— hasta que la realices. ¡Pero no! Quiero que sepas desde ahora la suerte que te aguarda; y aunque preparada por estas débiles y trémulas manos, no son parte a evitarla tu fuerza, tu poder ni tu valor. ¿No ves ese vapor espeso que se alza por todo el aposento? ¿Lo has atribuido quizás a la turbación? No, "Frente de buey", de otra causa procede. ¿Te acuerdas del pajar que está en el piso bajo de esta torre?

—¡Mujer! —exclamó furioso el Barón—. ¿Le has pegado fuego? ¡Pero sí... ya veo... ya veo las llamas!...

—Sí —dijo la vieja— ya suben, ya se acercan al sitio en que estás. Esas llamas sirven de aviso a los sajones para que vengan a apagarlas. Adiós, Frente de buey. Asístante en tu agonía Mista, Skogula y Zernebock, divinidades de mi pueblo. En sus manos te dejo; pero sabe, si esto puede servirte de consuelo, que Urfrida va a embarcarse contigo y a ser la compañera de tu castigo, como lo ha sido de tu culpa. ¡Adiós, parricida! Pluguiese al cielo que hubiera cien lenguas en cada piedra de este edificio y que no cesasen de repetir este dictado, durante los pocos instantes que te quedan de vida.

Dichas estas palabras salió del aposento, y "Frente de buey" oyó el tremendo ruido de los cerrojos y llaves que ella aseguraba con el mayor esmero a fin de quitarle hasta la más remota esperanza.

—¡Esteban, Mauro, Clemente, Gil! —exclamaba en los últimos extremos del terror y la desesperación—. ¡Venid, que me quemo! ¡Venid a mi ayuda, valiente Bois-Guilbert, intrépido Bracy! ¡"Frente de buey" os llama, traidores vasallos! ¡Vuestro amigo, perjuros y falsos caballeros! ¡Caigan sobre vosotros todas las maldiciones del Infierno si me dejáis perecer tan miserablemente! ¿No me oís? No, no pueden oírme. Ni voz se confunde en el estrépito de la batalla. El humo se agolpa cada vez más; las llamas calientan ya el piso. Venga un soplo de aire, aunque sea a costa de mi aniquilación.

El perverso, enajenado por el frenesí de su despecho, repetía los gritos de los combatientes, y después prorrumpía en maldiciones espantosas contra sí mismo, contra los hombres, contra todo lo más sagrado que ellos respetan.

—¡Las llamas me rodean! —gritaba—. ¡El demonio marcha contra mí en medio de su propio elemento! ¡Perverso espíritu, huye de aquí! ¡No, no me llevarás solo! ¡Vengan conmigo mis compañeros! ¡Todos son tuyos; tuyos son también los muros de mi fortaleza! ¿Han de quedarse aquí el inmoral templario, el licencioso Bracy? ¡Urfrida, vieja endemoniada, los hombres que me han ayudado en esta empresa, los perros sajones y los malditos judíos mis prisioneros, todos, todos iremos juntos! ¡Cómo hemos de divertirnos en el camino!

"Frente de buey", prorrumpió en ruidosas carcajadas, cuyos ecos resonaron en las bóvedas del aposento.

—¿Quién se ríe? —exclamó—. ¿Eres tú, Urfrida? ¡Habla, y te perdono! ¡Sólo tú o Satanás pueden reírse en ocasión como ésta!

Pero corramos el velo; sería una impiedad repetir las últimas palabras del blasfemo parricida.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook