Acto V

ESCENA I.

La misma.

Entran EL MERCADER y ANGELO.

ANGELO.

S

iento mucho, señor, haber retardado vuestra partida. Pero os protesto que la cadena le ha sido entregada por mí, aunque tenga la deshonra inconcebible de negarlo.

El mercader.—¿Cómo está considerado este hombre en la ciudad?

Angelo.—Goza de una reputación respetable, de un crédito sin límites; es muy querido; ningún ciudadano de esta ciudad es superior á él: su palabra, cuando él lo quisiera, respondería de toda mi fortuna.

El mercader.—Hablad bajo: creo que es él quien se pasea allí. (Entra Antífolo de Siracusa.)

Angelo.—Sí, es él: y lleva en su cuello esta misma cadena que por perjurio monstruoso ha jurado no haber recibido. Acercaos, señor, voy á hablarle.—(Á Antífolo.) Señor Antífolo, me asombra sobremanera que me hayáis causado esta vergüenza y este embarazo, no sin daño de vuestra propia reputación. ¡Negarme tan decididamente y con juramentos haber recibido esta cadena que lleváis ahora á la vista de todos! Además de la acusación, la vergüenza y el arresto, habéis perjudicado también á este honrado amigo, que á no haber tenido que aguardar el fallo de nuestro debate, se habría dado á la vela, y estaría actualmente en el mar. ¡Habéis recibido esta cadena de mí! ¡Habéis recibido esta cadena de mí! ¿Podéis negarlo?

Antífolo.—Creo que la he recibido de vos; no lo he negado jamás, señor.

Angelo.—¡Oh! lo habéis negado, señor, y aun habéis perjurado.

Antífolo.—¿Quién me ha oído negar y jurar lo contrario?

El mercader.—Yo, á quien conocéis, lo he oído con mis propias orejas. ¡Bah! ¡Miserable! Es una vergüenza que te sea permitido pasearte allí donde concurre la gente honrada.

Antífolo.—Eres un villano en insultarme así. Probaré mi honor y probidad contra vos dentro de un momento, si te atreves á hacerme frente.

El mercader.—Me atrevo, y te desafío como al vil que eres. (Sacan las espadas para batirse. Entran Adriana, Luciana, la cortesana y otros.)

Adriana.—(Corriendo.) Parad, no le hiráis; por el amor de Dios! Está loco. Que alguien se apodere de él; quitadle la espada. Atad á Dromio también, y conducidles á mi casa.

Dromio.—Huyamos, amo mío, huyamos; en nombre de Dios, entrad en alguna casa. He aquí una especie de convento: entremos, ó estamos perdidos. (Antífolo de Siracusa y Dromio entran en el convento: se presenta la abadesa.)

La abadesa.—Silencio, buenas gentes: ¿por qué os agrupáis aquí?

Adriana.—Vengo á llevar de aquí á mi pobre esposo que está loco. Entremos á fin de que podamos atarle con firmeza y conducirle á casa para que se cure.

Angelo.—Bien veía yo que no estaba en su entero juicio.

El mercader.—Me pesa ahora haber sacado la espada contra él.

La abadesa.—¿Desde cuándo está así poseído?

Adriana.—Toda esta semana ha estado melancólico, sombrío y triste; bien diferente de lo que era siempre; pero hasta este medio día, su enfermedad no había jamás estallado en tal extremo de rabia.

La abadesa.—¿No ha sufrido grandes pérdidas en un naufragio? ¿Ó enterrado algún amigo querido? ¿Sus ojos no han extraviado á su corazón en un amor ilegítimo? Es un pecado muy común en los jóvenes, quienes dan á sus ojos la libertad de verlo todo. ¿Á cuál de estos accidentes ha solido estar sujeto?

Adriana.—Á ninguno, si no es el último. Quiero decir, algún amorío que le alejaba frecuentemente de su casa.

La abadesa.—Deberíais haberle amonestado por ello.

Adriana.—Por cierto, lo he hecho.

La abadesa.—Quizás con escasa energía.

Adriana.—Con tanta como me lo permitía el pudor.

La abadesa.—Quizás en particular.

Adriana.—Y en público también.

La abadesa.—Sí, pero no lo suficiente.

Adriana.—Era el tema de todas nuestras conversaciones; en la cama, no podía él dormir, por lo mucho que de ello le hablaba. En la mesa, no podía comer por lo mucho que de ello le hablaba. Á solas, era el objeto de mis reconvenciones. En sociedad, aludía yo frecuentemente á ello, y aun le decía cuán malo y vergonzoso era.

La abadesa.—Y de ahí ha sucedido que este hombre se ha vuelto loco. Los clamores emponzoñados de una mujer celosa son un veneno más mortífero que el diente de un perro rabioso.—Parece que su sueño era interrumpido por tus querellas; he ahí lo que ha debilitado su cabeza. Dices que las comidas eran sazonadas con tus reproches; las comidas perturbadas hacen las malas digestiones, de donde nacen el fuego y el delirio de la fiebre. ¡Y qué cosa es la fiebre, sino un acceso de locura!—Dices que tu vehemencia ha interrumpido sus pasatiempos. Privando al hombre de una dulce recreación, ¿qué ha de venir? Una acerba y triste melancolía, análoga á la feroz é inconsolable desesperación; y en seguida una grande é infecta multitud de enfermedades, enemigas de la existencia.—Ser perturbado en sus alimentos, en su recreo, en el sueño conservador de la vida, bastaría para hacer que se volvieran locos hombres y bestias. La consecuencia es, pues, que vuestros accesos de celos son los que han privado á vuestro esposo del uso de su razón.

Luciana.—No le ha hecho sino dulces amonestaciones, cuando él se entregaba al ímpetu, á la brutalidad de arrebatos groseros. (Á su hermana.) ¿Por qué soportáis estos reproches sin responder?

Adriana.—Me ha entregado á los reproches de mi propia conciencia. Buenas gentes, entrad y apoderaos de él.

La abadesa.—No; nadie entra jamás en mi casa.

Adriana.—Entonces, que vuestros criados traigan á mi esposo.

La abadesa.—Eso no será tampoco; él ha tomado este lugar como un asilo sagrado; y éste lo garantizará de vuestras manos, hasta que yo lo haya devuelto al uso de sus facultades, ó haya perdido mi trabajo en intentarlo.

Adriana.—Quiero cuidar á mi esposo, ser su custodia, su enfermera, pues es mi obligación; y no quiero otro agente que yo misma. Así dejadme conducirle á mi casa.

La abadesa.—Tened paciencia; no lo dejaré salir de aquí hasta que no haya empleado los medios probados que poseo; jarabes, drogas saludables y santas oraciones, para restablecerle en el estado natural del hombre; es una parte de mi voto, un deber caritativo de mi orden; así retiraos y dejadle confiado á mis cuidados.

Adriana.—No me moveré de aquí, y no dejaré aquí á mi esposo. Sienta mal á vuestra santidad el separar al marido y la mujer.

La abadesa.—Calmaos y retiraos. Vos no lo tendréis.

(Sale la abadesa.)

Luciana.—Quejaos al duque de esta indignidad.

Adriana.—Vamos, venid: caeré prosternada á sus piés y no me levantaré hasta que mis lágrimas y mis ruegos hayan comprometido á Su Alteza á venir en persona al monasterio, para quitar por fuerza mi esposo á la abadesa.

El mercader.—El horario de este cuadrante creo que marca las cinco. Estoy seguro de que en este momento, el duque se dirige en persona hacia la triste llanura, lugar de muerte y de tristes ejecuciones, que está detrás de los fosos de esta abadía.

Angelo.—¿Y por qué causa va allí?

El mercader.—Para ver cortar públicamente la cabeza de un respetable mercader de Siracusa que ha tenido la desgracia de infringir las leyes y los estatutos de esta ciudad, abordando á esta bahía.

Angelo.—En efecto, helos aquí que vienen: vamos á asistir á la ejecución.

Luciana.—(A su hermana.) Arrojaos á los piés del duque, antes que haya pasado la abadía. (Entran el duque con su cortejo, Ægeón, con la cabeza descubierta, el verdugo, guardias y otros oficiales.)

El duque.—(A un pregonero público.) Proclamad públicamente una vez más, que si hay algún amigo que quiera pagar la suma por él, no morirá, pues nos interesamos en su suerte!

Adriana.—(Arrojándose á las rodillas del duque.) ¡Justicia contra la abadesa!

El duque.—Es una señora virtuosa y respetable: no es posible que os haya hecho mal.

Adriana.—Que Vuestra Alteza se digne oirme: Antífolo, mi esposo, á quien hice dueño de mi persona y de cuanto poseía, conforme á vuestras cartas presentes, ha sido atacado, en este día fatal, por un espantoso acceso de locura. Se ha lanzado furioso á la calle (y con él su esclavo que está loco también) ultrajando á los ciudadanos, entrando por fuerza en sus casas, llevándose sortijas, joyas, todo lo que agradaba á su capricho. He logrado hacerlo atar una vez y conducirlo á mi casa, mientras iba yo á reparar los perjuicios que su furia había causado aquí y allá en la ciudad. Sin embargo, no sé por qué medio ha podido escaparse; se ha desembarazado de los que le custodiaban, seguido de su esclavo, alienado como él; ambos, impulsados por una rabia desenfrenada, con las espadas desnudas, nos han encontrado y han venido á caer sobre nosotros y nos han puesto en fuga hasta que provistas de nuevos refuerzos hemos vuelto para detenerlos; entonces se han escapado á esta abadía, donde les hemos perseguido. Y he aquí que la abadesa nos cierra las puertas y no nos permite buscarle, ni hacerle salir, con el fin de que podamos llevarle. Así, muy noble duque, con vuestra autoridad, ordenad que lo traigan y lo lleven á su casa, para que allí sea auxiliado.

El duque.—Vuestro esposo ha servido ya en mis guerras y os he prometido mi palabra de príncipe, cuando lo admitisteis á compartir vuestro lecho, hacerle todo el bien que podría depender de mí. Id, alguno de vosotros, tocad á las puertas de la abadía y decid á la señora abadesa que venga á hablarme: quiero arreglar esto antes de pasar á otra cosa. (Entra un criado.)

El criado.—¡Oh! ama mía, ama mía, huíd, poneos en salvo! Mi amo y su esclavo se han escapado; han golpeado á las sirvientas una tras otra y amarrado al doctor y quemádole las barbas con tizones encendidos; y á medida que ardían, le han arrojado baldes de fango infecto para apagar el fuego de sus cabellos. Mi amo le exhorta á la paciencia, mientras que su esclavo le trasquila con tijeras como á un loco; y seguramente, si no enviáis socorro al instante, matarán al mágico entre los dos.

Adriana.—Calla; imbécil: tu amo y su criado están aquí; y todo lo que dices, no es más que un cuento.

El criado.—Ama, por mi vida, os digo la verdad. Desde que ví esta escena he corrido casi sin respirar. Grita contra vos, y jura que si puede cogeros, os tostará la cara y os desfigurará. (Se oyen gritos en el interior.) Escuchad, escuchad; ya le oigo; huíd, ama mía, escapaos!

El duque.—(A Adriana.) Venid, poneos junto á mí. No tengáis ningún temor. Guardadla con vuestras alabardas.

Adriana.—(Viendo entrar á Antífolo de Éfeso.) ¡Oh dioses! ¡Es mi esposo! Sed testigos, que reaparece aquí como un espíritu invisible. No hace sino un momento que le hemos visto refugiarse en esta abadía, y hele aquí ahora que llega por otro lado. ¡Esto sobrepuja la inteligencia humana!

(Entran Antífolo y Dromio de Éfeso.)

Antífolo.—¡Justicia, generoso duque! ¡Oh! ¡Aseguradme justicia! En nombre de los servicios que os he hecho en tiempos pasados, cuando os he cubierto con mi cuerpo en el combate y he recibido profundas heridas por salvar vuestra vida; en nombre de la sangre que perdí entonces por vos, acordadme justicia.

Ægeón.—Si el temor de la muerte no me ha trastornado la razón, es á mi hijo Antífolo á quien veo, y á Dromio.

Antífolo.—¡Justicia, buen príncipe, contra esta mujer que véis allí! Ella, á quien me habéis dado vos mismo por esposa, me ha ultrajado y deshonrado, con la más grande y la más cruel afrenta. La injuria que sin pudor me ha hecho hoy, sobrepuja la imaginación.

El duque.—Explicaos y me encontraréis justo.

Antífolo.—Hoy mismo, poderoso duque, ha cerrado para mí las puertas de mi casa, mientras que ella se regalaba allí con bribones infames.

El duque.—Grave falta; responde, mujer: ¿has obrado así?

Adriana.—No, mi digno señor. Yo, él y mi hermana, hemos comido hoy juntos. ¡Que caiga sobre mi alma la acusación, sí no es enteramente falsa!

Luciana.—¡Que jamás vuelva yo á ver la luz del día, ni á reposar en la noche, si ella no dice la pura verdad á Vuestra Alteza!

Angelo.—¡Oh mujer perjura! Una y otra juran en falso. Sobre este punto, el loco las acusa con justicia.

Antífolo.—Mi soberano, sé lo que digo. No estoy perturbado por los vapores del vino, ni extraviado por el desorden de la cólera, aunque las injurias que he recibido bastarían para hacer perder la razón á un hombre más prudente que yo. Esta mujer me ha impedido entrar hoy á mi casa para comer: este platero que véis, si no estuviese de acuerdo con ella, podría atestiguarlo, pues estaba conmigo entonces; me ha dejado para ir á buscar una cadena, prometiendo traérmela al Puerco-Espín, donde Baltasar y yo comimos juntos; terminada nuestra comida y no volviendo él, he ido á buscarle y le he encontrado en la calle en compañía de este caballero. Allí este platero perjuro me ha jurado descaradamente haberme entregado una cadena que ¡lo sabe Dios! no he visto jamás, ¡y por esta causa me ha hecho prender por un sargento! He obedecido y he enviado mi criado á mi casa á buscar algunos ducados. Volvió, pero sin dinero. Entonces rogué cortesmente al oficial que me acompañase él mismo hasta mi casa. En el camino hemos encontrado á mi esposa, su hermana y toda una caterva de viles cómplices; traían con ellos á un tal Pinch, un perdido, de cara flaca y aire de hambriento, un esqueleto descarnado, un charlatán, decidor de buena aventura, escamoteador remendado, un miserable necesitado, de ojos hundidos y mirada maliciosa, una momia ambulante. Este pillo peligroso ha osado hacerse pasar por mágico, mirándome los ojos, tomándome el pulso, despreciándome en mi presencia. Él, que apenas es un ente, ha exclamado que yo estaba loco. En seguida todos han caído sobre mí, me han amarrado, arrastrado y sumergido á mí y á mi criado, atados ambos, en una húmeda y tenebrosa cueva de mi casa. Al fin royendo mis lazos con los dientes, los he roto; he recobrado mi libertad y he corrido en seguida en busca de Vuestra Alteza; conjúrola que me haga dar una satisfacción amplia por estas indignidades y las afrentas inauditas que me han hecho sufrir.

Angelo.—Mi príncipe, en toda verdad, mi testimonio se acuerda con el suyo en que no ha comido en su casa sino que le han cerrado la puerta.

El duque.—¿Pero le habéis entregado ó no la cadena en cuestión?

Angelo.—La ha recibido de mí, Alteza; y cuando corría en esta calle, esta gente ha visto la cadena en su cuello.

El mercader.—Además, yo juraré que con mis propios oídos os he oído confesar que habíais recibido de él la cadena, después de haberlo negado con juramento en la plaza del Mercado. En esta ocasión es cuando saqué la espada contra vos: entonces os escapasteis en esta abadía, de donde creo habéis salido por milagro.

Antífolo.—Jamás he entrado en el recinto de esta abadía; jamás habéis sacado la espada contra mí; jamás he visto la cadena: ¡tomo por testigo al cielo! Y todo lo que me imputáis es mentira.

El duque.—¡Qué acusación tan enredada! Creo que habéis bebido todos en la copa de Circeo. Si hubiera entrado en esta casa, allí estaría aún; si estuviese loco, no defendería su causa con tanta sangre fría. Decís que ha comido en su casa; el platero lo niega. ¿Y tú, tunante, qué dices tú?

Dromio.—Príncipe, ha comido con esta mujer en el Puerco-Espín.

La cortesana.—Sí, mi príncipe, ha cogido de mi dedo esa sortija que le véis.

Antífolo.—Es verdad, mi soberano, es de ella de quien tengo esta sortija.

El duque.—(A la cortesana.) ¿Le habéis visto entrar en esta abadía?

La cortesana.—Tan seguro, mi príncipe, como lo es, que veo á Vuestra Gracia.

El duque.—Es extraño! Id á decir á la abadesa que se presente aquí: creo, verdaderamente, que estáis todos de acuerdo ó completamente locos.

(Uno de la gente del duque va á buscar á la abadesa.)

Ægeón.—Poderoso duque, acordadme la libertad de decir una palabra. Quizás veo aquí un amigo que salvará mi vida y pagará la suma que puede libertarme.

El duque.—Decid libremente, siracusano, lo que queráis.

Ægeón.—(Á Antífolo.) ¿Vuestro nombre, señor, no es Antífolo? ¿Y no es ese vuestro esclavo Dromio?

Dromio de Éfeso.—No hace aún una hora, señor, que era su esclavo: pero él, se lo agradezco, ha cortado mis cuerdas con sus dientes; y ahora soy Dromio y su servidor, pero ya no esclavo.

Ægeón.—Estoy seguro que los dos os acordáis de mí.

Dromio de Éfeso.—Nos acordamos de nosotros mismos, señor, en viéndoos; pues hace algunos instantes que estábamos ligados, como lo estáis vos ahora. ¿No sois un enfermo de Pinch, no es verdad, señor?

Ægeón.—(Á Antífolo.) ¿Por qué me miráis como á un extraño? Me conocéis bien.

Antífolo de Éfeso.—Jamás en mi vida os he visto, hasta este momento.

Ægeón.—¡Oh! la tristeza me ha cambiado desde la última vez que me habéis visto; mis horas de inquietud, y la mano destructora del tiempo han grabado extrañas alteraciones sobre mi rostro. Pero decidme aún ¿no reconocéis mi voz?

Antífolo de Éfeso.—Tampoco.

Ægeón.—¿Y tú, Dromio?

Dromio de Éfeso.—Ni yo, señor; os lo aseguro.

Ægeón.—Y yo estoy seguro que la reconoces.

Dromio de Éfeso.—¿Sí, señor? Y yo estoy seguro que no, y lo que un hombre os niega, estáis obligado ahora á creerlo.

Ægeón.—¡No reconocer mi voz! ¡Oh estrago del tiempo! ¡Has deformado y entorpecido á tal punto mi lengua, en el corto espacio de siete años, que mi hijo único no pueda ya reconocer mi débil voz que hacen vibrar desapacible los cuidados! Aunque mi rostro surcado de arrugas, esté oculto bajo la nieve del invierno que hiela la savia; aunque todos los canales de mi sangre estén helados; sin embargo, un resto de memoria reluce en la noche de mi vida; las antorchas medio consumidas de mi vista, despiden aún alguna pálida claridad; mis orejas ensordecidas me sirven aún para oir un poco; y todos estos viejos testigos (no, no puedo equivocarme) me dicen que eres mi hijo Antífolo.

Antífolo de Éfeso.—Nunca en mi vida he visto á mi padre.

Ægeón.—No hace aún siete años, joven, lo sabes, que nos hemos separado en Siracusa: pero puede ser, hijo mío, que tengas vergüenza de reconocerme en el infortunio.

Antífolo de Éfeso.—El duque, y todos los de la ciudad que me conocen, pueden atestiguar conmigo que eso no es verdad. No he visto jamás Siracusa, en toda mi vida.

El duque.—Te aseguro, siracusano, que desde ha veinte años que soy el protector de Antífolo, jamás ha visto Siracusa: veo que tu edad y tu peligro perturban tu razón. (Entra la abadesa, seguida de Antífolo y de Dromio de Siracusa.)

La abadesa.—Muy poderoso duque, he aquí un hombre cruelmente ultrajado. (Todo el mundo se aproxima y se apresura para ver.)

Adriana.—Veo dos maridos, ó mis ojos me engañan.

El duque.—Uno de estos dos hombres es sin duda el genio del otro; y lo mismo sucede con estos dos esclavos. ¿Cuál de los dos es el hombre natural y cuál el espíritu? ¿Quién puede distinguir al uno del otro?

Dromio de Siracusa.—Soy yo, señor, quien soy Dromio; ordenad á ese hombre que se retire.

Dromio de Éfeso.—Soy yo, señor, quien soy Dromio: permitid que me quede.

Antífolo de Siracusa.—¿No eres Ægeón, ó eres su fantasma?

Dromio de Siracusa.—¡Oh mi viejo amo! ¿Quién lo ha cargado aquí con estos lazos?

La abadesa.—Cualquiera que sea el que le ha encadenado, le libertaré de su cadena y ganaré un esposo. Hablad, viejo Ægeón, si sois el hombre que tuvo una esposa, hace tiempo, llamada Emilia, que os dió á la vez dos hermosos niños; ¡oh! ¡si sois el mismo Ægeón, hablad, y hablad á la propia Emilia!

Ægeón.—Si no sueño, eres Emilia; si eres Emilia dime ¿dónde está este hijo que flotaba contigo sobre aquella balsa fatal?

La abadesa.—Él y yo con el gemelo Dromio, fuímos recogidos por habitantes de Epidamno; pero un momento después, pescadores feroces de Corinto les quitaron por fuerza á Dromio y á mi hijo, y me dejaron con los de Epidamno. Lo que fué de ellos después, no puedo decirlo; á mí, la fortuna me ha colocado en el estado en que me véis.

El duque.—He aquí que principia á confirmarse la historia de esta mañana; ¡estos dos Antífolo, estos dos hijos tan parecidos, y estos dos Dromio tan semejantes! He aquí los padres de estos dos niños que la casualidad reune. Antífolo, ¿has venido primero de Corinto?

Antífolo de Siracusa.—No, príncipe; yo no: vine de Siracusa.

El duque.—Vamos, teneos separados; no puedo distinguiros uno de otro.

Antífolo de Éfeso.—Vine de Corinto, mi bondadoso señor.

Dromio de Éfeso.—Y yo con él.

Antífolo de Éfeso.—Conducido a esta ciudad por vuestro tío, el duque Menafón, guerrero tan famoso.

Adriana.—¿Cuál de los dos ha comido conmigo hoy?

Antífolo de Siracusa.—Yo, mi bella dama.

Adriana.—¿Y no sois vos mi esposo?

Antífolo de Éfeso.—No, á eso digo yo no.

Antífolo de Siracusa.—Y convengo con vos; aunque ella me haya dado este título...., y que esta bella señorita, su hermana, que he ahí, me haya llamado su hermano.—Lo que os he dicho entonces, espero tener un día la ocasión de probároslo, si todo lo que veo y oigo no es un sueño.

Angelo.—He aquí la cadena, señor, que habéis recibido de mí.

Antífolo de Siracusa.—Lo creo, señor, no lo niego.

Antífolo de Éfeso (á Angelo).—Y vos, señor, me habéis hecho prender por esta cadena.

Angelo.—Creo que sí, señor; no lo niego.

Adriana (á Antífolo de Éfeso.)—Os he enviado dinero, señor, para serviros de caución, por Dromio; pero creo que no os lo ha llevado. (Señalando á Dromio de Siracusa.)

Dromio de Siracusa.—No, yo no.

Antífolo de Siracusa.—He recibido de vos esta bolsa de ducados; y es Dromio, mi criado, quien me la ha traído: veo ahora que cada uno de nosotros ha encontrando el criado del otro; yo he sido tomado por él, y él por mí; y de aquí han provenido todas estas equivocaciones.

Antífolo de Éfeso.—Empeño aquí estos ducados por el rescate de mi padre, que he aquí.

El duque.—Es inútil; doy la vida á vuestro padre.

La cortesana (á Antífolo de Éfeso.)—Señor, es necesario que me volváis este diamante.

Antífolo de Éfeso.—Helo aquí, tomadle, y muchas gracias por vuestra buena carne.

La abadesa.—Ilustre duque, dignaos daros la molestia de entrar con nosotros en esta abadía; oiréis la historia entera de nuestras aventuras. Y vosotros todos, que estáis reunidos en este lugar y que habéis sufrido algún perjuicio por las equivocaciones recíprocas de este día, venid, acompañaduos, y tendréis plena satisfacción. Durante veinticinco años enteros, he sufrido los dolores del alumbramiento, á causa de vosotros, hijos míos, y no es sino en esta hora cuando estoy al fin desembarazada de mi penoso fardo. El duque, mi marido, mis dos hijos y vosotros que marcáis la fecha de su nacimiento, venid conmigo á una fiesta de puerperio; á tan largos dolores debe suceder tal natividad.

El duque.—Con todo mi corazón; quiero apadrinar esta fiesta. (Salen el duque, la abadesa, Ægeón, la cortesana, el mercader y el séquito.)

Dromio de Siracusa.—(A Antífolo de Éfeso.) Mi amo, ¿iré á tomar vuestro equipaje á bordo?

Antífolo de Éfeso.—Dromio, ¿qué equipaje á bordo has embarcado?

Dromio de Siracusa.—Todos vuestros efectos, señor, que teníais en el albergue del Centauro.

Antífolo de Siracusa.—Es á mí á quien quiere hablar: soy yo, quien soy tu amo, Dromio. Vamos, ven con nosotros: trataremos de arreglar eso más tarde: abraza á tu hermano y diviértete con él. (Los dos Antífolos salen.)

Dromio de Siracusa.—Hay en la casa de vuestro amo una amiga gorda, que hoy en la comida me ha ENCOCINADO tomándome por vos. En lo sucesivo será mi hermana y no mi esposa.

Dromio de Éfeso.—Me parece que sois mi espejo en lugar de ser mi hermano. Veo en vuestro rostro que soy un muchacho bonito. ¿Queréis entrar para ver su fiesta?

Dromio de Siracusa.—No es á mí, señor, á quien toca pasar el primero: sois el mayor.

Dromio de Éfeso.—Es una cuestión: ¿cómo la resolveremos?

Dromio de Siracusa.—Tiraremos á la paja corta para decidirla. Hasta entonces, pasa tú delante.

Dromio de Éfeso.—No, tengámonos así. Hemos entrado en el mundo como dos hermanos: entremos aquí mano en mano y no uno delante del otro. (Salen.)

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