Acto II

ESCENA I.

El huerto de Bruto, en Roma.

Entra Bruto.

BRUTO.

E

a, Lucio! ¡Hola!... No puedo calcular por la marcha de las estrellas lo que falta para el día. ¿Oyes, Lucio? Ya quisiera yo tener el defecto de dormir tan profundamente.—¿Hasta cuándo? Despierta! Despierta, digo.—Ea, Lucio! (Entra Lucio.)

Lucio.—¿Habéis llamado, mi señor?

Bruto.—Coloca una lámpara en mi estudio, y encendida que sea, vendrás aquí á llamarme.

Lucio.—Así lo haré, señor. (Sale.)

Bruto.—Tiene que ser por su muerte.—En cuanto á mí no tengo para menospreciarle ninguna causa personal, sino la de todos. Él desearía coronarse. Cómo pueda cambiar esto su naturaleza, he ahí el problema.—Es el día brillante el que hace salir á luz la serpiente, y esto aconseja caminar con cautela.—¿Coronarlo? Sea. —Y entonces, de seguro ponemos en él un estímulo por el cual pueda crear peligros á voluntad.—El abuso de la grandeza existe cuando esta separa del poder el remordimiento; y á decir verdad de César, nunca ha sabido que sus afectos hayan vacilado mas que su razón. Pero es prueba ordinaria que la humildad es para la joven ambición una escala, desde la cual el trepador vuelve el rostro; pero una vez en el más alto peldaño, da la espalda á la escala, alza la vista á las nubes y desdeña los bajos escalones por los cuales ascendió. Acaso lo haga César. Luego, so pena de que llegue á hacerlo, hay que evitarlo. Y pues la contienda no versará sobre lo que es él en sí, hay que darle esta forma: aumentando lo que él es, se precipitaría á estos y aquellos extremos; y, por lo tanto, se le debe considerar como al huevo de la serpiente, que incubado, llegaría á ser peligroso, como todos los de su especie; y hay que matarlo en el cascarón. (Vuelve á entrar Lucio.)

Lucio.—La lámpara, señor, está encendida en vuestro retrete.—Buscando una piedra de chispa en la ventana, hallé este papel, sellado como véis. Estoy seguro de que no estaba allí cuando fuí á acostarme.

Bruto.—Vuelve á tu lecho, aún no es de día. Dime ¿no son mañana los idus de Marzo?

Lucio.—No lo sé, señor.

Bruto.—Busca en el calendario y avísame.

Lucio.—Lo haré, señor.

Bruto.—Las exhalaciones que silban por los aires dan tanta luz que bien podría leer con ella. (Abre la carta y lee.)

«Bruto, estás dormido. Despierta y contémplate á ti mismo. Tendrá que permanecer Roma, etc.—Habla! Hiere! Haz justicia! Estás dormido, Bruto.—Despierta!»

Á menudo se han colocado instigaciones de esta clase allí donde he debido tomarlas.—«¿Tendrá que permanecer Roma, etc.?» Luego de todo ello debo desentrañar esto: «¿Tendrá que permanecer Roma bajo el terror de un hombre?» ¡Qué! ¡Roma! Mis antepasados arrojaron de las calles de Roma á Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla! ¡Hiere! ¡Haz justicia!» ¿Se me suplica pues para que hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe todo lo que pides de las manos de Bruto. (Vuelve á entrar Lucio.)

Lucio.—Señor, han pasado catorce días de Marzo.

(Se oye un golpe.)

Bruto.—Está bien. Vé á la puerta, alguien llama. (Sale Lucio.) Desde el momento en que Casio me excitó contra César, no he dormido. Entre la ejecución de una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un fantasma ó como un horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales, se confrontan entonces; y el estado del hombre, como un pequeño reino, adolece de la naturaleza de una insurrección. (Vuelve á entrar Lucio.)

Lucio.—Señor, es vuestro hermano Casio que está á la puerta y desea veros.

Bruto.—¿Está solo?

Lucio.—No, señor. Hay otros con él.

Bruto.—¿Los conoces?

Lucio.—No, señor. Tan enterrados llevan los sombreros y tan oculta en el embozo la mitad de la cara, que de modo alguno podría descubrirlos por sus fisonomías.

Bruto.—Hazlos entrar. (Sale Lucio.)—Son de la facción. ¡Oh conspiración! ¿Te avergüenzas acaso de mostrar tu peligroso ceño de noche, cuando en ella campea más libre el mal? ¿Ó bien dónde encontrarás de día una cueva bastante oscura para encubrir tu monstruosa faz? No la busques ¡oh conspiración! Pon sobre tu rostro una máscara de sonrisas y afabilidad; porque á dejarte ver con tu natural aspecto, ni el mismo Erebo sería bastante oscuro para sustraerte á la desconfianza. (Entran Casio, Casca, Decio, Cinna, Metelio Cimber y Trebonio.)

Casio.—Temo robaros el sueño con demasiado atrevimiento. Buenos días, Bruto, ¿os importunamos?

Bruto.—He estado en pié hasta ahora; despierto toda la noche. ¿Conozco á estos hombres que os acompañan?

Casio.—Sí, á cada uno de ellos. Y no hay uno solo entre todos que no os honre y venere; y cada cual desearía que tuviéseis de vos mismo la opinión que de vos tiene todo romano noble. Este es Trebonio.

Bruto.—Bien venido.

Casio.—Este, Decio Bruto.

Bruto.—Bien venido también.

Casio.—Este es Casca; éste, Cinna; y éste, Metelio Cimber.

Los conjurados, en el huerto de Bruto.


Bruto.—Bien venidos son todos. ¿Qué vigilantes cuidados ahuyentan el reposo de vuestra noche?

Casio.—¿Permitís una palabra? (Cuchichean.)

Decio.—Aquí está el Este. ¿No es aquí por donde despunta el día?

Casca.—No.

Cinna.—¡Oh! Perdonad, que sí; y aquellas líneas pardas que orlan las nubes son mensajeras del día.

Casca.—Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. El sol se levanta allí adonde apunto con mi espada, que es buen trecho hacia el Sur, considerando la temprana estación del año. Dentro de unos dos meses, presentará su fulgor más hacia el Norte; y el alto Oriente está, como el Capitolio, directamente aquí.

Bruto.—Dadme todos vuestra mano, uno por uno.

Casio.—Y juremos nuestra resolución.

Bruto.—No, nada de juramento.—Si las miradas de los hombres, si el sufrimiento de nuestras almas, si los abusos del tiempo, no son motivos bastante poderosos, dispersémonos, y que cada cual vuelva al ocioso descanso de su lecho. Así dejaremos á la tiranía previsora que escoja la mira, hasta que caiga á su turno el último hombre. Pero si estos tienen, como estoy seguro de ello, sobrado fuego para inflamar á los cobardes y para revestir de valor el ánimo desfalleciente de las mujeres; entonces, compatriotas, ¿qué habemos menester de más estímulo que nuestra propia causa para impulsarnos á hacer justicia? ¿Qué mejor lazo que el de secretos romanos que han dado su palabra y que no la burlarán? ¿Ni qué otro juramento que el compromiso de la honradez con la honradez, para realizar esto ó sucumbir por ello? Juren los sacerdotes y los cobardes, y los hombres recelosos, decrépitos, corrompidos, y las almas que en sus padecimientos buscan sendas torcidas.—Juren en pró de las malas causas aquellos miserables que inspiran dudas á los hombres; pero no manchéis la clara virtud de nuestra empresa, ni la inquebrantable altivez de nuestros ánimos, con el pensamiento de que ó nuestra causa ó su ejecución necesitaban ser juradas; siendo así que cada gota de la sangre que cada romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de bastardía si él quebrantara la más mínima parte de promesa alguna que hubiese hecho.

Casio.—¿Pero qué hacer respecto de Cicerón? ¿Le sondearemos? Pienso que estará resueltamente con nosotros.

Casca.—No lo dejemos fuera.

Cinna.—No: de ningún modo.

Metelio.—¡Oh! Tengámosle; porque sus cabellos canos nos harán adquirir buena opinión, y conseguirán que se levanten voces para encomiar nuestros hechos. Se dirá que nuestras manos han sido dirigidas por sus sentencias, y lejos de aparecer en lo menor nuestra juventud y fogosidad, desaparecerán por completo en su gravedad.

Bruto.—¡Oh! No mencionéis su nombre; pero no rompamos con él. Jamás seguirá cosa alguna principiada por otros.

Casio.—Entonces, dejadle fuera.

Casca.—En verdad no es hombre á propósito.

Decio.—¿No habrá de tocarse á hombre alguno, excepto César?

Casio.—Bien pensado, Decio. No juzgo oportuno que Marco Antonio, tan amado por César, le sobreviva. En él hallaríamos un astuto contendiente; y bien sabéis que si perfeccionase sus recursos, serían suficientes para fastidiarnos á todos. Pues para evitar esto, que César y Antonio caigan juntos.

Bruto.—Parecería demasiado sangriento nuestro plan, caro Casio, al cortar la cabeza y mutilar además los miembros. Sería algo como la ira en la muerte y la envidia después. Porque Antonio no es sino un miembro de César. Casio, seamos sacrificadores, no carniceros. Todos nos erguimos contra el espíritu de César; pero el espíritu de los hombres no tiene sangre. ¡Oh! si pudiésemos por ello dominar el espíritu de César, y no desmembrar á César! Pero ¡ay! César tiene por eso que derramar su sangre! Y, benévolos amigos, matémosle audazmente pero sin ira. Tratémosle como la vianda que se corta para los dioses, no como la osamenta que se arroja á los perros. Y hagan nuestros corazones lo que los amos astutos: excitar á sus sirvientes á un acto de furor, y después aparentar que se les reprueba. Así nuestro propósito aparecerá necesario, no envidioso. Y con tal apariencia á los ojos de las gentes, se nos llamará redentores, no asesinos.—Y en cuanto á Marco Antonio, no penséis en él, porque no tendrá más poder que el brazo de César cuando la cabeza de César esté cortada.

Casio.—Y sin embargo, le temo, á causa del profundo amor que tiene á César.

Bruto.—¡Ah, buen Casio! no penséis en él. Si ama á César, lo más que podrá hacer será reflexionar dentro de sí mismo, y morir por César.—Y harto sería que lo hiciera; porque es hombre dado á juegos y disipación y á muchos camaradas.

Trebonio.—No ofrece peligro. No hay para que muera, desde que gusta de vivir y ha de reirse de esto después.

(Suena el reloj.)

Bruto.—Silencio: contad la hora.

Casio.—Han dado las tres.

Trebonio.—Es tiempo de partir.

Casio.—Pero es de dudar, si vendrá hoy César, ó no, porque de algún tiempo á esta parte se ha vuelto supersticioso. Alguna vez tuvo sobre la fantasía, los sueños y las ceremonias, una opinión del todo diferente de la del vulgo; pero quizás estos prodigios aparentes, el extraño terror de esta noche y la persuasión de sus augures le hagan abstenerse de venir hoy al Capitolio.

Decio.—Perded cuidado. Si tal resolviera, yo prevalecería sobre él; porque se deleita en oir que se triunfa de los unicornios por medio de los árboles, de los osos por los espejos, de los elefantes por los fosos, y de los hombres por la adulación. Y cuando digo que él detesta á los aduladores, afirma que sí, porque esto le lisonjea más. Dejadme hacer; que ya daré á su humor la disposición conveniente, y le traeré al Capitolio.

Casio.—Allí estaremos todos para recibirlo.

Bruto.—Á la hora octava. ¿Es ese el último término?

Cinna.—Sea el último, y no faltéis entonces.

Metelio.—Cayo Ligario tiene mala voluntad á César, que lo reprendió por haber hablado bien de Pompeyo. Me admira que ninguno de vosotros se haya acordado de él.

Bruto.—Id en seguida á encontrarlo, buen Metelio. Me profesa un afecto verdadero y ya me he explicado con él. Enviadle aquí, que yo le apercibiré.

Casio.—La mañana se nos viene encima, y os dejaremos, Bruto. Amigos, dispersaos; pero recordad todos lo que habéis dicho, y haced ver que sois verdaderos romanos.

Bruto.—Buenos caballeros, poned risueños y alegres los semblantes, sin dejar que el aspecto revele los propósitos; antes bien llevadlos, como nuestros actores romanos, con entero aliento y con seria constancia. Y con esto os deseo buen día á cada uno. (Salen todos, menos uno.) ¡Muchacho! ¡Lucio! ¿Dormido como una piedra?—No importa. Goza el dulce y pesado rocío del sueño.—No tienes ni los cálculos ni las fantasías que el afanoso cuidado hace surgir en el cerebro de los hombres, y por eso tienes el sueño tan profundo.

(Entra Porcia.)

Porcia.—Bruto, mi señor.

Bruto.—Porcia ¿qué intentáis? ¿Y para qué os levantáis ahora? No es bueno para vuestra salud exponer vuestra delicada constitución al frío severo de la madrugada.

Porcia.—Tampoco lo es para la vuestra. Os habéis deslizado friamente de mi lecho; anoche durante la cena os levantasteis de repente y os pusisteis á pasear con los brazos cruzados, meditando y suspirando. Y cuando os pregunté lo que teníais, me mirasteis fijamente, con severidad. Insistí y os frotasteis la cabeza, y en un extremo de impaciencia golpeásteis el suelo con el pié. Volví á insistir de nuevo, y no me respondisteis, sino que con ademán encolerizado me hicisteis seña con la mano para que os dejara. Así lo hice, temiendo aumentar esa impaciencia que me parecía ya demasiado irritada; pero esperando á pesar de todo que no sería sino efecto del mal humor que á veces se apodera de todo hombre. Mas no os dejará comer, ni hablar, ni dormir; y si hubiera de hacer en vuestro semblante el mismo estrago que en vuestro ánimo, yo no podría conoceros. Bruto, señor y amado mío, dejadme saber la causa de vuestro pesar.

Bruto.—No estoy bien de salud: no es nada más.

Porcia.—Bruto es sensato, y á estar falto de salud, emplearía los medios de recobrarla.

Bruto.—Así lo hago. Buena Porcia, id á vuestra cama.

Porcia.—¿Bruto está enfermo? ¿Y es medicinal pasearse descubierto y absorber las emanaciones de la húmeda mañana? ¡Qué! ¿Está enfermo Bruto, y abandona su saludable lecho para afrontar los miasmas de la noche, exponerse al aire vaporoso é impuro, y agravar su enfermedad? No, Bruto mío. Es en vuestra alma donde hay alguna amarga dolencia, y yo por el derecho y virtud de mi puesto debo conocerla. Y os imploro de rodillas, en nombre de la belleza que algún día se elogiaba en mí; en nombre de vuestras protestas de amor y de aquel gran juramento que nos reunió haciendo de ambos uno solo; os imploro para que descubráis ante mí, pues soy vuestra mitad, pues soy vos mismo, el por qué estáis tan adusto; y qué hombres se han dirigido á vos esta noche, puesto que había seis ó siete de ellos que ocultaban sus rostros aun en medio de la oscuridad.

Bruto.—No os arrodilleis, gentil Porcia.

Porcia.—No lo necesitaría si Bruto fuera afable.—Decidme, Bruto: Dentro del vínculo del matrimonio ¿es de esperar que yo ignore secretos que os pertenecen? ¿Ó no soy parte de vos mismo sino de una manera limitada; sólo para acompañaros á la mesa, confortar vuestro lecho, y hablaros de vez en cuando? ¿No hay sitio para mí sino en los confines de vuestra condescendencia? Si no es más que esto, Porcia es la manceba de Bruto, no su esposa.

Bruto.—Sois mi verdadera y honorable esposa, tan querida para mí como las gotas de sangre que afluyen á mi triste corazón.

Porcia.—Si esto fuera verdad, sabría yo entonces este secreto. Mujer soy, es cierto; pero mujer á quien Bruto tomó por esposa. Soy mujer, es cierto; pero mujer bien conocida: hija de un Catón. ¿Pensáis que no seré más fuerte que mi sexo, teniendo tal padre y tal esposo? Decidme vuestros designios: no los revelaré. Harta prueba he dado de mi constancia, haciéndome voluntariamente una herida aquí en el muslo. ¿Puedo sobrellevar esto con paciencia, y no los secretos de mi esposo?

Bruto.—¡Oh dioses! ¡Hacedme digno de esta noble esposa! (Se oye golpear adentro.) Escucha, escucha; alguien llama. Retírate, Porcia, por un rato, y pronto compartirá mi corazón con el tuyo sus secretos. Te explicaré mis compromisos y todo el significado de mi tristeza. Vete aprisa. (Sale Porcia.Entran Lucio y Ligario.)—Lucio: ¿quién llama?

Lucio.—Hay aquí un hombre enfermo que desea hablaros.

Bruto.—(Aparte.) Es Cayo Ligario, de quien habló Metelio. Muchacho, apártate. (Sale Lucio.) Cayo Ligario?

Ligario.—Recibid el saludo matinal de una lengua débil.

Bruto.—¡Oh! ¡Qué tiempo habéis escogido, valeroso Ligario, para llevar pañuelo!—¡Cuánto desearía que no estuviéseis enfermo!

Ligario.—No estoy enfermo, si Bruto tiene en mano alguna proeza digna del nombre del honor.

Bruto.—La tengo, Ligario, si queréis oirla con sana disposición.

Ligario.—¡Por todos los dioses ante quienes se inclinan los romanos, aquí olvido mi dolencia! ¡Alma de Roma! ¡Valeroso hijo, nacido de dignos progenitores! Tú, como los exorcistas, has conjurado mi pesaroso espíritu. Pídeme ahora que éntre en acción, y procuraré lo imposible: más; lo venceré. ¿Qué debo hacer?

Bruto.—Una faena que tornará en hombres sanos á los enfermos.

Ligario.—Pero ¿no hay algunos sanos á quienes debemos tornar enfermos?

Bruto.—También tendremos que hacerlo. Os revelaré esto, Cayo mío, mientras vamos hacia aquel en quien se deba realizar.

Ligario.—Avanzad audazmente; que yo con el corazón de nuevo inflamado, os seguiré para hacer no sé qué; pero me basta estar guiado por Bruto.

Bruto.—Entonces, seguidme.

(Salen.)

ESCENA II.

Un cuarto en el palacio de César.

Los mismos.—Truenos y rayos.—Entra CÉSAR en traje de noche.

César.—Ni cielo ni tierra han estado en paz esta noche. Tres veces ha clamado Calfurnia durante su sueño: «¡Auxilio, oh! ¡Asesinan á César!»—¿Quién va?

(Entra un criado.)

Criado.—¿Señor?

César.—Vé á decir á los sacerdotes que ofrezcan el sacrificio y me traigan su opinión sobre los sucesos.

Criado.—Voy en el acto, señor. (Entra Calfurnia.)

Calfurnia.—César ¿qué intentáis? ¿Pensáis salir? No, no os moveréis hoy de vuestra casa.

César.—César saldrá. Jamás cosa alguna de cuantas me han amenazado, se me ha presentado de frente. Al ver el rostro de César, se desvanecen.

Calfurnia.—Nunca dí grande importancia á ritos y ceremonias; mas ahora me asustan. Fuera de las cosas que hemos oído y visto, cuéntanse las más horribles visiones como observadas por los guardias. Una leona ha dado nacimiento á sus cachorros en la calle; y se han entreabierto las tumbas y dejado salir los muertos. Feroces guerreros combatían airados entre las nubes, en filas, en escuadrones y en extricta forma militar, haciendo llover la sangre sobre el Capitolio.—El fragor de la batalla atronaba el aire, y se oía el relinchar de los caballos y el quejido de los hombres moribundos, y los espectros daban alaridos por las calles. ¡Oh César! Estas no son cosas usuales y me infunden temor.

César.—¿Cómo evitar que se cumpla aquello que los dioses hayan dispuesto? César saldrá; pues esas predicciones tanto se dirigen á César como á todo el mundo.

Calfurnia.—No es al morir los mendigos cuando se ve aparecer los cometas; pero los cielos mismos se inflaman para anunciar la muerte de los príncipes.

César.—Los cobardes mueren muchas veces antes de perder la vida. Los valientes no experimentan la muerte sino una vez. De todas las maravillas que he oído, la que más extraña me parece es el que los hombres tengan miedo; pues la muerte es un fin necesario y cuando haya de venir, vendrá. (Vuelve á entrar el criado.) ¿Qué dicen los augures?

Criado.—No querrían veros salir hoy. Sacando las entrañas de la víctima ofrecida en el sacrificio, no pudieron encontrarle en el pecho el corazón.

César.—Esto lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía. César sería una bestia sin corazón, si dejase de salir hoy por miedo. No, César no lo hará. Bien saben los peligros que César es más peligroso que ellos.—Somos leones gemelos; pero nací primero y soy el más terrible. ¡Y César saldrá!

Calfurnia.—¡Ay! ¡La confianza impone silencio á vuestra prudencia! No salgáis hoy, mi señor. Llamad temor mío, no vuestro, lo que os retiene en casa. Enviaremos á Antonio al Palacio del Senado y dirá que no estáis bien de salud. Dejad que os ruegue de rodillas el concederme esto.

César.—Marco Antonio dirá que no estoy bien y me quedaré en casa por complacerte. (Entra Decio.)—He aquí á Decio Bruto que les dirá así.

Decio.—Salud ¡oh César! Buenos días, digno César. Vengo á conduciros al Senado.

César.—Y llegáis muy á tiempo para llevar mi saludo á los senadores y decirles que no iré hoy. Que no puedo, sería falso; y que no me atrevo, más falso aún.—No iré hoy: decidles solamente esto.

Calfurnia.—Decid que está enfermo.

César.—¿César enviar una mentira? ¿He llevado tan lejos las conquistas de mi brazo, para que tema decir la verdad á unos cuantos ancianos? Decio, id á decir que César no irá.

Decio.—Dejadme alegar alguna causa, poderoso César, para que al dar el mensaje no se burlen de mí.

César.—La causa es mi voluntad.—No iré. Esto basta para satisfacer al Senado. Mas para vuestra satisfacción particular os haré saber, pues os tengo en afecto, que es mi esposa Calfurnia quien me retiene en casa. Soñó anoche haber visto mi estatua, de la cual manaba, como de una fuente de cien bocas, un raudal de sangre; y á muchos vigorosos romanos venir á empapar sus manos en ella. Y creyendo que esto significa pronósticos, portentos y peligros inminentes, me ha suplicado de rodillas que permanezca hoy en casa.

Decio.—Errada interpretación ha dado al sueño. Ha sido más bien una buena y afortunada visión.—Vuestra estatua manando sangre por cien partes, significa que la gran Roma recibirá por vos nueva sangre vivificadora; y que grandes hombres se apresurarán por obtener una tintura, una gota, un residuo.—He ahí lo que significa el sueño de Calfurnia.

César.—Habéis dado así una buena explicación.

Decio.—Mejor la encontraréis cuando hayáis oído lo que aún tengo que decir. Sabedlo ahora: el Senado ha resuelto dar hoy al poderoso César una corona. Si enviáis á decir que no iréis, podrían acaso variar de intento.—Además, sería un sarcasmo posible que alguno dijera: «Disolved el Senado hasta nueva ocasión, cuando la esposa de César tenga mejores sueños.» Si César se oculta ¿no susurrarán entre ellos «César tiene miedo?» Perdonadme, César; pero mi amor, mi profundo amor por vuestros actos me impele á decíroslo, y siempre mi razón ha sido dócil á mis afectos.

César.—¡Qué pueriles aparecen ahora tus temores, Calfurnia! Me avergüenzo de haber cedido ante ellos. Dame mi manto porque voy á ir. (Entran Publio, Bruto, Ligario, Metelio, Casca, Trebonio y Cinna.)—Y he aquí á Publio que viene á conducirme.

Publio.—Buenos días, César.

César.—Bienvenido, Publio. ¡Qué! ¿También habéis madrugado, Bruto? Buenos días, Casca.—Cayo Ligario, César nunca fué tan enemigo vuestro como esa fiebre que os trae tan extenuado.—¿Qué hora es?

Bruto.—César, han dado las ocho.

César.—Gracias por vuestra solicitud y cortesía. (Entra Antonio).—Ved: Antonio, á pesar de que se divierte hasta tarde en la noche, está en pié. Buenos días, Antonio.

Antonio.—Así los tenga el muy noble César.

César.—Invítalos á prepararse allá dentro. Hago mal en hacerme esperar así. Al momento, Cinna. Al momento, Metelio. ¡Qué! Trebonio, tengo en reserva para vos una hora de conversación. Acordaos de visitarme hoy. Colocaos cerca de mí para que lo recuerde.

Trebonio.—Lo haré, César (aparte), y tan cerca, que vuestros mejores amigos hubieran querido verme más lejos.

César.—Entrad, buenos amigos, y bebamos juntos un poco de vino; y como buenos amigos iremos en seguida todos juntos.

Bruto.—(Aparte.) ¡Oh César! El corazón de Bruto se contrista pensando que cada apariencia no es la misma realidad.

(Salen.)

ESCENA III.

Una calle cerca del Capitolio.—La misma.

Entra ARTEMIDORO leyendo un papel.

Artemidoro.—«César, desconfía de Bruto: vigila á Casio: no te acerques á Casca: observa á Cinna: no confíes en Trebonio: nota bien á Metelio Cimber: Decio Bruto no te ama: has ofendido á Cayo Ligario: todos estos hombres tienen un mismo pensamiento, y este pensamiento es contra César. Si no eres inmortal, precávete: la seguridad abre las puertas á la conspiración. Que los poderosos dioses te amparen.

»Tu admirador

Artemidoro.»

Me quedaré aquí hasta que pase César, y como uno del séquito, le daré esto. Mi corazón deplora que la virtud no pueda vivir libre de la mordedura de la envidia. Si lees esto, ¡oh César! podrás vivir. Si no, los hados se habrán conjurado con los traidores. (Sale.)

ESCENA IV.

Otra parte de la misma calle, delante de la casa de Bruto. La misma.

Porcia.—Corre, corre, muchacho, al palacio del Senado. No te detengas á responderme, vé al instante. ¿Á qué te detienes?

Lucio.—Para saber qué me encargais, señora.

Porcia.—Querría que pudieses ir y volver, aun antes de decirte lo que has de hacer allí. ¡Oh constancia! ¡Dame toda tu fuerza! Pon una montaña entera entre mi corazón y mi boca. Tengo la mente del hombre, pero la debilidad de la mujer. ¡Qué duro es para nosotras guardar secretos! ¿Todavía estás aquí?...

Lucio.—Pero ¿qué haré, señora? ¿Nada más que correr al Capitolio? ¿Y regresar lo mismo que he ido, y nada más?

Porcia.—Sí, y avísame si tu amo parece bien, porque se fué un poco enfermo; y observa bien lo que hace César, y qué séquito le rodea.—¡Escucha! ¿Qué ruido es ese?

Lucio.—No alcanzo a oir nada, señora.

(Entra el adivino.)

Porcia.—Acércate, mozo. ¿Por dónde has andado?

Adivino.—En mi propia casa, señora.

Porcia.—¿Qué hora es?

Adivino.—Cerca de las nueve, señora.

Porcia.—¿Ha ido ya César al Capitolio?

Adivino.—Todavía no, señora. Voy á tomar un sitio para verle pasar al Capitolio.

Porcia.—¿Tienes algún lugar en el séquito de César? ¿No es así?

Adivino.—Le tengo, señora; y si César quiere ser tan bueno para César, que me preste oído, le suplicaré que vele por sí propio.

Porcia.—¡Qué! ¿Sabes acaso que se intente hacerle algún mal?

Adivino.—Ninguno, que yo sepa; pero alguno muy grande que temo podría acontecerle. Aquí la calle es angosta y la muchedumbre de senadores, pretores y secuaces comunes que se agrupan tras de los pasos de César, oprimirán á un hombre débil, quizás hasta ahogarlo. Me iré á un sitio más despejado, y desde allí hablaré al gran César cuando pase.

Porcia.—Debo retirarme. ¡Ay de mí! ¡Qué débil cosa es el corazón de la mujer! ¡Oh Bruto! ¡Los cielos te amparen en tu empresa! Sin duda el muchacho me oyó decir: «Bruto tiene un séquito que no puede agradar á César.» ¡Oh, siento que me desmayo! Corre, Lucio, y hazme presente á mi señor: dile que estoy alegre, y vuelve pronto, y repíteme lo que te habrá dicho.

(Salen.)

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