Una calle en Venecia.
RODRIGO y YAGO.
RODRIGO.
O vuelvas á tocar esa cuestión, Yago: mucho me pesa que estés tan enterado de eso tú á quien confié mi bolsa, como si fuera tuya.
YAGO.
¿Por qué no me ois? Si alguna vez me ha pasado tal pensamiento por la cabeza, castigadme como os plazca.
RODRIGO.
¿No me dijiste que le aborrecias?
YAGO.
Y podeis creerlo. Más de tres personajes de esta ciudad le pidieron con la gorra en la mano que me hiciese teniente suyo. Yo sé si valgo como soldado y si sabria cumplir con mi obligacion. Pero él, orgulloso y testarudo se envuelve en mil retóricas hinchadas y bélicas metáforas, y acaba por decirles que no, fundado en que ya tiene su hombre. ¿Y quién es él? Un tal Miguel Casio, florentino, gran matemático, lindo y condenado como una mujer hermosa. Nunca ha visto un campo de batalla, y entiende tanto de guerra como una vieja. No sabe más que la teoría, lo mismo que cualquier togado. Habilidad y práctica ninguna. Á ese ha preferido, y yo que delante de Otelo derramé tantas veces mi sangre en Chipre, en Rodas y en otras mil tierras de cristianos y de gentiles, le he parecido inferior á ese necio sacacuentas. Él será el teniente del moro, y yo su alférez.
RODRIGO.
¡Ira de Dios! Yo mejor seria su verdugo.
YAGO.
Cosa inevitable. En la milicia se asciende por favor y no por antigüedad. Decidme ahora si hago bien ó mal en aborrecer al moro.
RODRIGO.
Pues entonces, ¿por qué no dejas su servicio?
YAGO.
Sosiégate: le sigo por mi interes. No todos podemos mandar, ni se encuentran siempre fieles criados. A muchos verás satisfechos con su condición servil, bestias de carga de sus amos, á quienes agradecen la pitanza, aunque en su vejez los arrojen á la calle. ¡Qué lástima de palos! Otros hay que con máscara de sumision y obediencia atienden sólo á su utilidad, y viven y engordan á costa de sus amos, y llegan á ser personas de cuenta. Éstos aciertan, y de éstos soy yo. Porque habeis de saber, Rodrigo, que si yo fuera el moro, no seria Yago, pero siéndolo, tengo que servirle, para mejor servicio mio. Bien lo sabe Dios: si le sirvo no es por agradecimiento ni por cariño ni obligación, sino por ir derecho á mi propósito. Si alguna vez mis acciones dieran indicio de los ocultos pensamientos de mi alma, colgarla de la manga mi corazón para pasto de grajos. No soy lo que parezco.
RODRIGO.
¡Qué fortuna tendría el de los labios gruesos, si consiguiera lo que desea!
YAGO.
Vete detrás del padre: cuenta el caso por las plazas: amotina á todos los parientes, y aunque habite en delicioso clima, hiere tú sin cesar sus oidos con moscas que le puncen y atormenten: de tal modo que su misma felicidad llegue á él tan mezclada con el dolor, que pierda mucho de su eficacia.
RODRIGO.
Hemos llegado á su casa. Le llamaré.
YAGO.
Llámale á gritos y con expresiones de angustia y furor, como si de noche hubiese comenzado á arder la ciudad.
RODRIGO.
¡Levantaos, señor Brabancio!
YAGO.
¡Levantaos, Brabancio! ¡Que los ladrones se llevan vuestra riqueza y vuestra hija! ¡Al ladrón, al ladrón!
(Aparece Brabancio en la ventana.)
BRABANCIO.
¿Qué ruido es ese? ¿Qué pasa?
RODRIGO.
¿Teníais en casa toda la familia?
YAGO.
¿Estaban cerradas todas las puertas?
BRABANCIO.
¿Por qué esas preguntas?
YAGO.
Porque os han robado. Vestios presto, por Dios vivo. Ahora mismo está solazándose con vuestra blanca cordera un macho negro y feo. Pedid ayuda á los ciudadanos, ó si no, os vais á encontrar con nietos por arte del diablo. Salid.
BRABANCIO.
¿Te has vuelto loco?
RODRIGO.
¿No me conocéis, señor?
BRABANCIO.
No te conozco. ¿Quién sois?
RODRIGO.
Soy Rodrigo, señor.
BRABANCIO.
Pues lo siento mucho. Ya te he dicho que no pasees la calle á mi hija, porque no ha de ser esposa tuya, y ahora sales de la taberna medio borracho, á interrumpir mi sueño con gritos é impertinencias.
RODRIGO.
¡Señor, señor!
BRABANCIO.
Pero has de saber que mi condicion y mi nobleza me dan fáciles medios de vengarme de ti.
RODRIGO.
Calma, señor.
BRABANCIO.
¿Qué decias de robos? ¿Estamos en despoblado o en Venecia?
RODRIGO.
Respetable señor Brabancio, la intencion que à vos me trae es buena y loable.
YAGO.
Vos, señor Brabancio, sois de aquellos que no obedecerian al diablo aunque él les mandase amar a Dios. ¿Asi nos agradeceis el favor que os hacemos? ¿O será mejor que del cruce de vuestra hija con ese cruel berberisco salgan potros que os arrullen con sus relinchos?
BRABANCIO.
¿Quién eres tú que tales insolencias ensartas? Eres un truhan.
YAGO.
Y vos... un consejero.
BRABANCIO.
Caro te ha de costar, Rodrigo.
RODRIGO.
Como querais. Sólo os preguntarė si consentisteis que vuestra hija, á hora desusada de la noche, y sin más compañía que la de un miserable gondolero, fuera á entregarse á ese moro soez. Si fué con noticia y con- sentimiento vuestro , confieso que os hemos ofendido, pero si fué sin saberlo vos, ahora nos reñis injusta- mente. ¿Cómo habia de faltaros al respeto yo, que al fin soy noble y caballero ? Insisto en que vuestra hija os ha hecho muy torpe engaño, á no ser que la hayais dado licencia para juntar su hermosura, su linaje y sus tesoros con los de ese infame aventurero, cuyo origen se ignora. Vedlo : averiguadlo; y si por casua- lidad la encontrais en su cuarto o en otra parte de la casa, podeis castigarme como calumniador, conforme lo mandan las leyes.
BRABANCIO.
¡Dadme una luz! Despierten mis criados. Sueño pa- rece lo que me pasa. El recelo basta para matarme. ¡Luz, luz! (Brabancio se quita de la ventana.)
YAGO.
Me voy. No me conviene ser testigo contra el moro. A pesar de este escándalo, no puede la Republica des- tituirle sin grave peligro de que la isla de Chipre se pierda. Nadie más que él puede salvarla, ni á peso de oro se encontraria otro hombre igual. Por eso, aunque le odio más que al mismo Lucifer, debo fingirme su- miso y cariñoso con él y aparentar lo que no siento. Los que vayan en persecucion suya, le alcanzarán de seguro en el Sagitario. Yo estaré con él. Adios. (Se va.)
Salen Brabancio y sus servidores con antorchas.
BRABANCIO.
Cierta es mi desgracia. Ha huido mi hija. Lo que me.resta de vida será una cadena de desdichas. Respóndeme, Rodrigo. ¿Dónde viste á mi niña? ¿La viste con el moro? Respondeme. ¡Ay de mi! ¿La conociste bien? ¿Quién es el burlador? ¿Te habló algo? ¡Luces, luces! ¡Levántense todos mis parientes y familiares! ¿Estarán ya casados? ¿Qué piensas tú?
RODRIGO.
Creo que lo estarán.
BRABANCIO.
¿Y cómo habrá podido escaparse? ¡Qué traicion más negra! ¿Qué padre podrá desde hoy en adelante tener confianza en sus hijas, aunque parezcan honestas? Sóbranle al demonio encantos y brujerias con que triunfar de su recato. Rodrigo, ¿no has visto en libros algo de esto?
RODRIGO.
Algo he leido.
BRABANCIO.
Despertad á mi hermano. ¡Ojalá que la hubiera yo casado con vos! Corred en persecucion suya, unos por un lado, otros por otro. ¿Dónde podríamos encontrarla á ella y al moro?
RODRIGO.
Yo los encontraré fácilmente, si me dais gente de brios que me acompañe.
BRABANCIO.
Id delante. Llamaremos todas las puertas, y si alguien se resiste, autoridad tengo para hacer abrir. Armas, y llamad á la ronda. Sigueme, Rodrigo: yo premiaré tu buen celo. (Se van.)