Sala del castillo.
OTELO, LUDOVICO, DESDÉMONA, EMILIA.
LUDOVICO.
Señor: no os molesteis en acompañarme.
OTELO.
No: me place andar en vuestra compañía.
LUDOVICO.
Adios, señora. Os doy muy cumplidas gracias.
OTELO.
Y yo me felicito de vuestra venida.
LUDOVICO.
¿Vamos, caballero? ¡Oh! aquí está Desdémona.
DESDÉMONA.
¡Esposo mio!
OTELO.
Retírate pronto á acostar. No tardaré en volver. Despide á la criada, y obedéceme.
DESDÉMONA.
Así lo haré, esposo mio.
(Vanse todos menos Emilia y Desdémona.)
EMILIA.
¿Qué tal? ¿Se ha amansado en algo el mal humor de tu marido?
DESDÉMONA.
Me prometió volver pronto, y me mandó que me acostase, despidiéndose en seguida.
EMILIA.
¿Y por qué dejarte sola?
DESDÉMONA.
Él lo mandó y sólo me toca obedecer, y no resistirme en nada. Dame la ropa de noche, y aléjate.
EMILIA.
¡Ojalá no le hubieras conocido nunca!
DESDÉMONA.
Nunca diré yo eso. Le amo con tal extremo que hasta sus celos y sus furores me encantan. Desátame las cintas.
EMILIA.
Ya está; ¿adorno vuestro lecho con las ropas nupciales como me dijisteis?
DESDÉMONA.
Lo mismo da. ¡Qué fáciles somos en cambiar de pensamientos! Si muero antes que tú, amortájame con esas ropas.
EMILIA.
¡Pensar ahora en morirte! ¡Qué absurdo!
DESDÉMONA.
Bárbara se llamaba una doncella de mi madre. Su amante la abandonó, y ella solia entonar una vieja cancion del sauce, que expresaba muy bien su desconsuelo. Todavía la cantaba al tiempo de morir. Esta noche me persigue tenazmente el recuerdo de aquella cancion, y al repetirla siento la misma tristeza que Bárbara sentia. No te detengas... ¡Es agradable Ludovico!
EMILIA.
Mozo gallardo.
DESDÉMONA.
Y muy discreto en sus palabras.
EMILIA.
Dama veneciana hay, que iria de buen grado en romería á Tierra Santa sólo por conquistar un beso de Ludovico.
DESDÉMONA (canta).
«Llora la niña al pié del sicomoro. Cantad el sauce: cantad su verdor. Con la cabeza en la rodilla y la mano en el pecho, llora la infeliz. Cantad el fúnebre y lloroso sauce. La fuente corria repitiendo sus quejas. Cantad el sauce y su verdor. Hasta las piedras se movian á compasion de oirla.»
Recoge esto.
«Cantad el sauce, cantad su verdor.»
Véte, que él volverá muy pronto. (Canta.) «Tejed una guirnalda de verde sauce. No os quejeis de él, pues su desden fué justo.»
No, no es así el cantar. Alguien llama.
EMILIA.
Es el viento.
DESDÉMONA.
(Canta.) «Yo me quejé de su inconstancia, y él ¿qué me respondió? Cantad el sauce, cantad su verdor. Si yo me miro en la luz de otros ojos, busca tú otro amante.»
Buenas noches. Los ojos me pican. ¿Será anuncio de lágrimas?
EMILIA.
No es anuncio de nada.
DESDÉMONA.
Siempre lo he oido decir. ¡Qué hombres! ¿Crees, Emilia, que existen mujeres que engañen á sus maridos de tan ruin manera?
EMILIA.
Ya lo creo que existen.
DESDÉMONA.
¿Lo harias tú, Emilia, aunque te diesen todos los tesoros del mundo?
EMILIA.
¿Y tú qué harias?
DESDÉMONA.
Nunca lo haria, te lo juro por esa luz.
EMILIA.
Yo no lo haria por esa luz, pero quizá lo haria á oscuras.
DESDÉMONA.
¿Lo harias, si te dieran el mundo entero?
EMILIA.
Grande es el mundo, y comparado con él, parece pequeño ese delito.
DESDÉMONA.
Yo creo que no lo harias.
EMILIA.
Sí que lo haria, para deshacerlo despues. No lo haria por un collar ni por una sortija ni por un manto, pero si me daban el mundo, y podia yo hacer rey á mi marido, ¿cómo habia de dudar?
DESDÉMONA.
Pues yo, ni por todo el mundo haria tal ofensa á mi marido.
EMILIA.
Es que el mundo no la juzgaria ofensa, y si os daban el mundo, como la ofensa era en vuestro mundo, fácil era convertirla en bien.
DESDÉMONA.
Pues yo no creo que haya tales mujeres.
EMILIA.
Más de una y más de veinte: tantas que bastarian para llenar un mundo. Pero la culpa es de los maridos. Si ellos van á prodigar con otras el amor que es nuestro, ó nos encierran en casa por ridículos celos, ó nos golpean, ó gastan malamente nuestra hacienda, ¿no hemos de enfurecernos tambien? Cierto que somos benignas de condicion, pero capaces de ira. Y sepan los maridos que las mujeres tienen sentidos lo mismo que ellos, y ven y tocan y saborean, y saben distinguir lo dulce de lo amargo. Cuando ellos abandonan á su mujer por otra, ¿qué es lo que buscan sino el placer a que les donnina sino la pasion? ¿qué les vence sino la flaqueza? ¿nosotras no tenemos tambien apetitos, pasiones y flaquezas? Conforme nos traten, así seremos.
DESDÉMONA.
Adios. El Señor me ampare, y haga que el meltrato de mi marido produzca en mi virtudes, y no vicios.