Capítulo 1 Del progreso natural de la riqueza

El comercio por excelencia de toda sociedad civilizada es el que se entabla entre los habitantes de la ciudad y los del campo. Consiste en el intercambio de productos primarios por productos manufacturados, sea directamente o a través de la moneda o de alguna clase de papel que la represente. El campo suministra a la ciudad los medios de subsistencia y las materias primas para la industria. La ciudad paga estos suministros con el envío a los habitantes del campo de una parte de los productos manufacturados. Puede apropiadamente decirse que la ciudad, donde ni hay ni puede haber reproducción de sustancia alguna, obtiene toda su riqueza y sus subsistencias del campo, pero no debemos por ello suponer que la ganancia de la ciudad es la pérdida del campo. Las ganancias de ambos son mutuas y recíprocas, y la división del trabajo resulta en este caso, como en todos los demás, ventajosa para todas las diversas personas empleadas en las distintas ocupaciones en las que se subdivide. Los habitantes del campo compran en la ciudad una cantidad mayor de bienes manufacturados, y con el producto de una cantidad mucho menor de su propio trabajo, que la que necesitarían si intentaran fabricarlos ellos mismos. La ciudad aporta un mercado para el producto excedente del campo, o lo que supera la manutención de los cultivadores, y los habitantes del campo lo intercambian allí por alguna otra cosa que necesitan. Cuando mayor es el número y el ingreso de los habitantes de la ciudad, más amplio es el mercado que proporciona a los del campo; y cuando más amplio es dicho mercado, resulta más ventajoso para un número mayor de personas. El cereal cultivado a una milla de la ciudad se vende al mismo precio que el que procede de una distancia de veinte millas. Pero el precio de éste último debe generalmente pagar no sólo el coste de cultivarlo y traerlo al mercado sino también proporcionar al granjero el beneficio corriente en la agricultura. Los propietarios y cultivadores de los campos próximos a la ciudad, en consecuencia, ganan en el precio de lo que venden, más allá de los beneficios ordinarios de la agricultura, todo el valor del transporte de la producción similar que proviene de lugares distantes, y además se ahorran el valor de este transporte en el precio de lo que compran. Si se compara el cultivo de las tierras cercanas a cualquier ciudad grande con el de las tierras más apartadas se comprende fácilmente en qué medida resulta el campo beneficiado por el comercio con la ciudad. Aun que se han lanzado ideas absurdas a propósito de la balanza comercial, jamás se ha pretendido que el campo pierde por su comercio con la ciudad, o la ciudad con el del campo.

Así como es natural que la subsistencia preceda a la comodidad o al lujo, el trabajo que produce la primera precede al que suministra los segundos. El cultivo y mejora del campo que suministra la subsistencia, entonces, debe ser necesariamente anterior al crecimiento de la ciudad, que sólo suministra comodidades y lujos. Es sólo el producto excedente del campo, o lo que supera a la manutención de los cultivadores, lo que constituye la subsistencia de la ciudad, que sólo puede expandirse cuando lo haga ese producto excedente. Es cierto que la ciudad no siempre deriva toda su subsistencia de los campos vecinos, y a veces ni siquiera de todo el territorio al que pertenece; y aunque esto no representa una excepción a la regla general, ha dado lugar a grandes variaciones en el progreso de la riqueza en diferentes épocas y naciones.

El orden de cosas que la necesidad impone en general, aunque no en todos los países, resulta en cada país concreto promovido por las inclinaciones naturales de las personas. Si las instituciones humanas no hubiesen nunca torcido esas inclinaciones, las ciudades jamás habrían crecido más allá de lo que podía permitir la roturación y cultivo del territorio donde se hallaban situadas, al menos hasta que ese territorio hubiese estado completamente roturado y cultivado. Si los beneficios son iguales, o prácticamente iguales, la mayoría de los hombres preferirán invertir sus capitales en la mejora y cultivo de la tierra que en las manufacturas o el comercio exterior. El hombre que invierte su capital en la tierra lo tiene más a la vista y controlado, y su fortuna es menos susceptible de accidentes que la del comerciante, que con frecuencia se ve obligado a ponerla al albur no sólo de los vientos y las olas sino de elementos aún más inciertos: la insensatez y la injusticia humanas, al conceder cuantiosos créditos en países lejanos a individuos cuya personalidad y cuyas condiciones rara vez conoce cabalmente. El capital del terrateniente, por el contrario, ceñido a la mejora de su tierra, parece estar tan seguro como la naturaleza de los asuntos humanos pueda admitir. Además, la belleza del campo, los placeres de la vida rural, la paz de espíritu que depara y la independencia que efectivamente proporciona, siempre que la injusticia de las leyes humanas no lo perturbe, tienen un encanto que atrae en mayor o menor medida a todo el mundo; y como el cultivo de la tierra fue el destino original del hombre, en cada etapa de su existencia parece conservar una predilección por esta actividad primitiva. Está claro que sin la ayuda de algunos artesanos el cultivo de la tierra sólo puede realizarse con grandes incomodidades y continuas interrupciones. El granjero necesita a menudo los servicios de herreros, carpinteros, fabricantes de ruedas y arados, albañiles y fabricantes de ladrillos, curtidores, zapateros y sastres. Estos artesanos también se necesitan a veces mutuamente; y como su residencia, al revés que la del granjero, no está necesariamente ligada a un lugar concreto, se agrupan naturalmente cerca unos de otros, formando así una pequeña ciudad o pueblo. Pronto se les unen el carnicero, el cervecero, el panadero y otros muchos artesanos y comerciantes minoristas, necesarios o convenientes para satisfacer sus demandas ocasionales, y que contribuyen a expandir aún más la ciudad. Los habitantes de la ciudad y los del campo se prestan un servicio recíproco. La ciudad es un mercado o feria permanente, a donde acuden los habitantes del campo para cambiar sus productos primarios por productos manufacturados. Este es el comercio que provee a los habitantes de la ciudad tanto de los materiales para su trabajo como de los medios para su subsistencia. La cantidad de artículos terminados que venden a los habitantes del campo necesariamente regula la cantidad de materiales y provisiones que compran. Por lo tanto, ni su actividad ni su subsistencia pueden aumentar si no es en proporción al aumento de la demanda por el campo de artículos terminados; y esta demanda sólo puede aumentar en proporción a la extensión de la roturación y el cultivo. De ahí que si las instituciones humanas no hubiesen perturbado el curso natural de las cosas, el desarrollo y enriquecimiento progresivo de las ciudades habría sido en toda sociedad política una consecuencia proporcionada a la mejora y cultivo de las tierras.

En nuestras colonias de América del Norte, donde todavía es fácil conseguir tierras sin roturar, no se han establecido aún en las ciudades industrias cuyos productos han de venderse muy lejos de ellas. Cuando un artesano en Norteamérica acumula un poco más de capital que lo que necesita para llevar a cabo su labor de abastecimiento de las regiones cercanas, nunca intenta utilizarlo para montar con él una industria para vender en mercados lejanos, sino que lo invierte en la compra y roturación de tierras incultas. Pasa de artesano a labrador, y ni los altos salarios ni la fácil subsistencia que ese país garantiza a los artesanos son capaces de seducirlo para que trabaje para otros en vez de para sí mismo. Siente que un artesano es un sirviente de sus clientes, de los que obtiene su subsistencia; pero que en cambio un cultivador que labra su propia tierra, y obtiene la subsistencia que necesita del trabajo de su propia familia, es en realidad un amo y señor, independiente del resto del mundo.

Por otro lado, en países donde no existe tierra inculta, o donde no se la puede conseguir fácilmente, todo artesano que acumule más capital del necesario para sus labores eventuales en las cercanías, trata de preparar artículos que puedan venderse más lejos. El herrero levanta una suerte de taller y el tejedor una industria de telas de hilo o paños de lana. Con el tiempo, estas manufacturas se van subdividiendo gradualmente, y así se mejoran y refinan de múltiples maneras fácilmente imaginables, y sobre las que por esa razón es innecesario abundar en explicaciones ulteriores.

En la búsqueda de empleo para un capital, y bajo condiciones de igualdad o práctica igualdad en los beneficios, la industria es naturalmente preferida al comercio exterior, por la misma razón que la agricultura es preferida a la industria. Igual que el capital del terrateniente o granjero está más seguro que el del industrial, así el capital del industrial, al estar siempre ante sus ojos y bajo su control, se halla más seguro que el del comerciante internacional. Es verdad que en cualquier etapa de cualquier sociedad, lo que sobre tanto de la producción bruta como de la elaborada debe ser remitida al extranjero para ser intercambiada por algo para lo que haya demanda en el país. Tiene muy poca importancia que el capital que transporta ese excedente al exterior sea nacional o extranjero. Si la sociedad no ha acumulado el capital suficiente para cultivar todas sus tierras y para manufacturar completamente todas sus materias primas, sería enormemente ventajoso que esas materias fuesen exportadas por un capital extranjero, para que todo el capital de la sociedad pueda ser invertido en actividades más útiles. La riqueza del antiguo Egipto, la de China y el Indostán demuestran claramente que una nación puede alcanzar un alto grado de opulencia aunque el grueso de su comercio de exportación sea realizado por extranjeros. El progreso de nuestras colonias de Norteamérica y las Indias Occidentales habría sido mucho menos rápido si en la exportación de su producción excedente no se hubiesen invertido otros capitales que los suyos propios.

Por lo tanto, según el curso natural de las cosas, la mayor parte del capital en toda sociedad que crece se dirige primero a la agricultura, después a la industria y por último al comercio exterior. Este orden es algo tan natural que se ha cumplido en cierto grado en todas las sociedades que han poseído algún territorio. Se debió cultivar una parte de sus tierras antes de que se pudieran establecer ciudades de alguna importancia, y se debió poner en marcha alguna clase de industria manufacturera rudimentaria antes de que pudieran empezar a pensar en dedicarse al comercio exterior.

Pero aunque este orden natural de las cosas debe haber regido en cierto grado en todas las sociedades, ha sido en muchos aspectos radicalmente invertido en los modernos estados de Europa. El comercio exterior de algunas de sus ciudades ha introducido todas sus manufacturas más refinadas, o que podían ser vendidas en lugares lejanos; y las industrias y el comercio exterior han ocasionado juntos las mejoras principales en la agricultura. Los usos y costumbres impuestos por la naturaleza de sus gobiernos primitivos, y que permanecieron cuando esos gobiernos fueron profundamente modificados, los forzaron necesariamente a seguir este orden antinatural y retrógrado.

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