Capítulo 10 De los salarios y los beneficios en los diferentes empleos del trabajo y el capital

Las ventajas y desventajas totales de los diversos empleos del trabajo y el capital en una misma zona deben o bien ser perfectamente iguales o tender constantemente hacia la igualdad. Si es un mismo lugar hubiese un empleo evidentemente mucho más o mucho menos ventajoso que los demás, habría tanta gente que invertiría en él en el primer caso, o que lo abandonaría en el segundo, que sus ventajas pronto retornarían al nivel de los demás empleos. Este sería el caso al menos en una sociedad donde se permitiese que las cosas siguieran su curso natural, donde hubiese total libertad, y donde cada persona fuese perfectamente libre tanto para elegir la ocupación que desee como para cambiarla cuantas veces lo juzgue conveniente. El interés de cada persona lo induciría a buscar el empleo más ventajoso y a rechazar el menos ventajoso.

Es verdad que los salarios y beneficios monetarios son en toda Europa extremadamente diferentes en los diversos empleos del trabajo y el capital. Pero esas diferencias surgen en parte de algunas circunstancias específicas de los empleos mismos que, sea en la realidad o sea en la imaginación de los hombres, justifican una ganancia pequeña en algunos y compensan una ganancia grande en otros; y en parte dichas diferencias provienen de la política de Europa, que en ninguna parte deja que las cosas se desenvuelvan con completa libertad.

La consideración particular de dichas circunstancias y de dicha política dividirá a este capítulo en dos partes.

Parte 1

Desigualdades que derivan de la naturaleza misma de los empleos

Hasta donde he podido observar las principales circunstancias que justifican una ganancia pecuniaria pequeña en algunos empleos y compensan una grande en otros son cinco: primero, si los empleos son agradables o desagradables; segundo, si el aprenderlos es sencillo y barato o difícil y costoso; tercero, si son permanentes o temporales; cuarto, si la confianza que debe ser depositada en aquellos que los ejercitan es grande o pequeña; y quinto, si el éxito en ellos es probable o improbable.

En primer lugar, los salarios varían con la sencillez o dificultad, con la limpieza o la suciedad, con lo honroso o deshonroso que sea el empleo. Así, tomando un año en su conjunto, en la mayor parte de los lugares un peón de sastre gana menos que un jornalero tejedor. Su trabajo es mucho más sencillo. Un tejedor gana menos que un herrero. Su trabajo no siempre es más sencillo, pero es mucho más limpio. Un herrero, aunque sea un artesano, rara vez gana tanto en doce horas como un minero, que sólo es un trabajador, en ocho horas. Su trabajo no es tan sucio, es menos peligroso y es realizado a la luz del día y en la superficie. El prestigio representa una gran parte de la remuneración de cualquier profesión respetable. En lo relativo a las ganancias pecuniarias, y considerando todas sus particularidades, están normalmente mal recompensadas, como demostraré más adelante. Y la deshonra tiene el efecto contrario. El oficio del carnicero es brutal y odioso, pero en casi todas partes es más rentable que el grueso de los trabajos comunes. El más detestable de todos los empleos, el del verdugo, resulta ser el oficio de lejos mejor pagado, en proporción a la cantidad de trabajo realizada.

La caza y la pesca, los empleos más importantes de la humanidad en el estado rudo de la sociedad, se transforman en su estado avanzado en los entretenimientos más gratos, y los seres humanos persiguen por placer lo que antes era una necesidad. En el estado avanzado de la sociedad, por consiguiente, son muy pobres aquellos que tienen como oficio lo que para otras personas es un pasatiempo. Los pescadores lo han sido desde los tiempos de Teócrito. Un cazador furtivo en Gran Bretaña es en todas partes un hombre pobre. En países donde el rigor de la ley no tolera a los furtivos, el cazador con licencia no se halla en una condición mucho mejor. El gusto natural por estas actividades hace que las practiquen muchas más personas que las que podrían vivir cómodamente de ellas, y el producto de su trabajo, en proporción a la cantidad del mismo, viene al mercado a un precio siempre tan bajo que no proporciona a los trabajadores apenas nada más que la mínima subsistencia.

El desagrado y la deshonra afectan a los beneficios de igual forma que a los salarios. El tabernero o posadero, que nunca se siente amo de su propia casa, y que está expuesto a la brutalidad de cualquier borracho, no ejerce un negocio grato ni bien conceptuado. Pero casi no hay otro negocio en donde un capital tan pequeño rinda un beneficio tan abultado.

En segundo lugar, los salarios varían según lo sencillo y barato, o difícil y caro que sea el aprendizaje del trabajo. Cuando se construye una costosa máquina, se debe esperar que el trabajo extra que va a desarrollar antes de que deje de funcionar repondrá el capital invertido en ella, con al menos los beneficios corrientes. Una persona que se ha educado con la inversión de mucho tiempo y trabajo en cualquier ocupación que requiere una destreza y habilidad extraordinarias puede ser comparada con una de esas costosas máquinas. La labor que aprende a realizar le repondrá, más allá y por encima de los salarios normales, el gasto total de su educación, con al menos los beneficios comunes para un capital igualmente valioso. Deberá hacer esto además en un período razonable, considerando la muy incierta duración de la vida humana, en comparación a la más cierta duración de una máquina.

Sobre este principio se basa la diferencia entre los salarios del trabajo cualificado y del trabajo ordinario.

En Europa se aplica la política de considerar a todos los que se dedican a la mecánica, la artesanía y la manufactura como trabajadores especializados; y a los que trabajan en el campo como trabajadores comunes. Se supone que aquella labor es más sutil y delicada que ésta. Quizás sea así en algunos casos, pero en la mayoría de ellos sucede todo lo contrario, como demostraré más adelante. Las leyes y costumbres de Europa, en consecuencia, para autorizar el ejercicio de aquellos trabajos, imponen la obligación del aprendizaje, aunque con un rigor que varía según los lugares. Y dejan a los otros trabajos libres y abiertos a todos. Mientras dura el aprendizaje, todo el trabajo del aprendiz pertenece a su patrono. En ese tiempo debe ser en muchos casos mantenido por sus padres o familiares y en casi todos los casos vestido también por ellos. E incluso se entrega habitualmente al patrono una suma de dinero por enseñarle el oficio. Los que no pueden entregar dinero entregan tiempo, o quedan atados al aprendizaje durante más tiempo que el habitual; algo que aunque no siempre es ventajoso para el patrono, dada la usual holgazanería de los aprendices, es siempre desventajoso para éstos. En las labores agrícolas, por el contrario, el trabajador, mientras está ocupado en los menesteres más sencillos, aprende la parte más complicada de su trabajo, y su propio esfuerzo lo mantiene durante todas las diversas etapas de su empleo. Es por ello razonable que en Europa los salarios de los mecánicos, artesanos y manufactureros serán algo superiores a los de los trabajadores comunes. Lo son, efectivamente, y estas ganancias mayores hacen que sean considerados en casi todas partes como gente de una clase más alta. Sin embargo, la superioridad de sus salarios es generalmente muy pequeña; la ganancia diaria o semanal de los obreros en las manufacturas más comunes, como las de los paños ordinarios de lino y lana, es en promedio en la mayoría de los sitios apenas muy poco superior que el jornal de los peones ordinarios. Su empleo es ciertamente más estable y regular, y la superioridad de su remuneración, tomando el año en su conjunto, quizás sea un poco más amplia. Pero es evidente que no lo es tanto como para compensar el mayor gasto en su educación.

La formación en las artes más especializadas y en las profesiones liberales es todavía más fatigosa y más cara. La recompensa pecuniaria de los pintores y escultores, de los abogados y los médicos, debería por lo tanto ser más abultada. Y lo es.

Los beneficios del capital parecen ser muy poco afectados por la sencillez o dificultad de aprender el oficio en el que se emplea dicho capital. Todas las formas diferentes en las que el capital se invierte habitualmente en las grandes ciudades parecen ser de un aprendizaje igualmente fácil o difícil. Una rama del comercio, sea interior o exterior, no puede ser mucho más intrincada que otra.

En tercer lugar, los salarios en las distintas ocupaciones varían según que el empleo sea permanente o temporal.

El trabajo es mucho más constante en algunos sectores que en otros. En la mayor parte de las manufacturas, un jornalero puede estar seguro de que tendrá trabajo casi todos los días del año que sea capaz de trabajar. Un albañil, por el contrario, no puede trabajar en una helada o con mal tiempo, y su trabajo depende en el resto del tiempo del llamado ocasional de sus clientes. Está expuesto, por consiguiente, a estar a menudo sin ocupación. Entonces, lo que gane cuando trabaje no debe sólo permitirle mantenerse cuando no lo haga, sino también compensarle por todos aquellos momentos de angustia y desesperación que su precaria situación a veces debe suscitar. Así como los ingresos registrados de la mayor parte de los obreros industriales son muy similares a los de los peones ordinarios, los de los albañiles son una mitad más y hasta el doble que aquéllos. Donde los trabajadores corrientes ganan cuatro y cinco chelines por semana, los albañiles a menudo ganan siete y ocho; donde aquéllos ganan seis, éstos ganan nueve y diez; y donde aquéllos ganan nueve y diez, como ocurre en Londres, éstos ganan normalmente quince y dieciocho. Parece, no obstante, que ningún trabajo especializado es más fácil de aprender que el del albañil. Se dice que a veces, durante el verano, se emplea como albañiles en Londres a los porteadores de sillas. Los elevados salarios de esos trabajadores, entonces, no constituyen tanto la remuneración por su habilidad como la compensación por la inconstancia de su empleo.

Un carpintero parece ejercer un oficio de más cuidado e ingenio que un albañil. Pero en muchos lugares, aunque no en todos, sus salarios son algo menores. Su empleo, si bien depende mucho del llamado ocasional de sus clientes, no depende tan completamente de ello, y tampoco está expuesto a ser interrumpido por el clima.

Cuando las actividades que proporcionan en general un empleo fijo no lo hacen en algunos lugares, los salarios de los trabajadores siempre suben allí muy por encima de su proporción habitual con los del trabajo corriente. En Londres casi todos los artesanos son susceptibles de ser contratados y despedidos por sus patronos en el mismo día o la misma semana, igual que ocurre con los jornaleros en otros sitios. Por eso los artesanos más modestos, los peones de sastre, ganan media corona por día, mientras que los salarios corrientes son de dieciocho peniques. En las ciudades y pueblos más pequeños, los salarios de los peones de sastre a menudo son casi iguales a los de los trabajadores no especializados, pero en Londres están muchas veces varias semanas sin empleo, particularmente durante el verano.

Cuando la eventualidad en el empleo se combina con la dureza, el desagrado y la suciedad, ello incrementa en ocasiones los salarios del trabajo más común por encima de los de los artesanos más expertos. Un minero que trabaja a destajo en Newcastle gana normalmente el doble y hasta el triple del salario de los trabajadores no cualificados en muchas partes de Escocia. Su alto salario deriva totalmente de lo duro, desagradable y sucio de su labor. Su empleo es en la mayoría de los casos tan permanente como él quiera. Los cargadores de carbón en Londres ejercen un oficio que es tan fatigoso, sucio e ingrato como el de los mineros; y por la ineludible irregularidad del arribo de los barcos carboneros, el empleo de la mayoría de ellos es necesariamente muy inconstante. Si los mineros, por tanto, ganan normalmente el doble y el triple de los salarios del trabajo no especializado, no sería irrazonable que los cargadores de carbón obtuviesen en ocasiones unos salarios cuatro o cinco veces más altos. En una investigación sobre sus condiciones de trabajo, llevada a cabo hace unos pocos años, se descubrió que a la tasa a la que se les pagaba podían ganar de seis a diez chelines por día. Seis chelines es aproximadamente cuatro veces el salario del trabajo ordinario en Londres, y en cualquier oficio concreto las ganancias mínimas son las que corresponden al mayor número de personas. Por más copiosos que puedan parecer esos ingresos, si fueran más que suficientes para contrapesar todas las circunstancias desagradables de la tarea, pronto acudiría una cantidad tan abundante de competidores que, en una actividad que no tiene privilegios de exclusión, los empujarían rápidamente a una tasa menor.

La fijeza o eventualidad de los empleos no puede afectar a los beneficios corrientes del capital en ningún sector en particular. Si el capital está empleado constantemente o no, eso no depende del negocio sino del negociante.

En cuarto lugar, los salarios varían según la menor o mayor confianza que se deposite en los trabajadores.

Los salarios de los orfebres y joyeros son en todas partes mayores a los que muchos otros trabajadores no sólo de igual sino de muy superior destreza; ello se debe a los preciosos materiales que se les confían.

Depositamos nuestra salud en manos del médico; nuestra fortuna y en ocasiones nuestra vida en manos del abogado y el procurador. Tal confianza no puede ser entregada a personas de baja y humilde condición. Su remuneración, en consecuencia, debe otorgarles el rango social que esa responsabilidad exige. El abundante tiempo y gasto invertidos en su formación, combinado con dicha circunstancia, necesariamente expande todavía más el precio de su trabajo.

Cuando una persona emplea en su oficio sólo su propio capital, no hay confianza; y el crédito que pueda conseguir de otras personas depende no de la naturaleza de su labor sino de la opinión de esas personas acerca de su fortuna, probidad y prudencia. Las distintas tasas de beneficio en las varias ramas de los negocios no dependen, entonces de los diferentes grados de confianza depositados en los negociantes.

En quinto lugar, los salarios en los diversos empleos varían según que el éxito en ellos sea probable o improbable.

La probabilidad de que una persona concreta pueda llegar a ser apta para el empleo en el que se ha formado es muy diversa según la ocupación de que se trate. En la mayor parte de los oficios mecánicos, el éxito es casi seguro; es en cambio muy incierto en las profesiones liberales. Si uno pone a su hijo de aprendiz de zapatero, no hay duda de que aprenderá a hacer un par de zapatos. Pero si uno lo envía a estudiar derecho habrá apenas una probabilidad entre veinte de que pueda ganarse la vida en esa profesión. En una lotería sin trampa alguna, los que obtienen premios ganan lo que los otros pierden. En una profesión donde por uno que triunfa fracasan veinte, ese uno debería ganar todo lo que podrían haber ganado los veinte derrotados. Un abogado que a los cuarenta años empieza a conseguir algo de su profesión debería recibir la retribución no sólo por su cansadora y onerosa formación sino también por la de la veintena de otros que probablemente nunca obtendrán nada de ella. Por más disparatados que puedan parecer los honorarios de los abogados, su remuneración real jamás alcanza a cubrir eso. Si se calcula en cualquier sitio lo que probablemente ganan y gastan anualmente los diferentes trabajadores de un mismo oficio, como los zapateros o los tejedores, se verá que la primera suma generalmente excede a la segunda. Pero si se realiza el mismo cómputo con los abogados y estudiantes de derecho se comprobará que sus ganancias anuales guardan una proporción muy pequeña con sus gastos anuales, aunque se estime a las primeras tan alto y a los segundos tan bajo como sea posible. La lotería del derecho, entonces, está lejos de ser perfectamente justa; y esa actividad, como muchas otras profesiones liberales y honorables, está en lo relativo a las ganancias pecuniarias evidentemente poco remunerada.

No obstante, esas profesiones se mantienen a la par con otras ocupaciones, y a pesar de esos inconvenientes hay muchos espíritus liberales y generosos que se afanan por apiñarse dentro de ellas. Hay dos causas distintas que las vuelven atractivas. Primero, el deseo de alcanzar la reputación que deriva de lograr una gran excelencia en cualquiera de ellas; y segundo, la mayor o menor confianza natural que toda persona tiene no en sus propias capacidades sino en su buena suerte.

Pero destacarse en cualquier profesión, en la que incluso son pocos los mediocres, es la señal más elocuente de lo que se denomina genio o talentos superiores. La admiración pública otorgada a esas habilidades tan distinguidas forma parte siempre de su remuneración; una parte grande o pequeña en proporción al nivel de distinción. Es una parte muy considerable en la remuneración de los médicos; es quizás mayor en la de los abogados; y es casi la totalidad de la remuneración de los poetas y filósofos.

Hay talentos gratos y hermosos cuya posesión suscita una cierta dosis de admiración, pero cuyo ejercicio con fines de lucro es considerada, con razón o por un prejuicio, como una suerte de prostitución pública. Por lo tanto, la recompensa pecuniaria de los que así la ejercen debe ser suficiente para pagar no sólo el tiempo, trabajo y coste de adquirir esos talentos, sino también el descrédito que conlleva su empleo como medio de vida. Los exorbitantes sueldos de los actores, cantantes de ópera, bailarines, etc., derivan de esos dos principios; la rareza y belleza de los talentos y el descrédito de emplearlos de esa forma. Parece a primera vista absurdo que despreciemos a sus personas y sin embargo remuneremos tan profusamente a sus talentos. Sin embargo, al hacer lo uno debemos necesariamente hacer lo otro. Si un día cambia la opinión o el prejuicio del público con respecto a estas ocupaciones, su retribución pecuniaria bajaría rápidamente. Habría más candidatos a ejercerlas, y la competencia pronto deprimiría el precio de su trabajo. Aunque esos talentos no son comunes, no resultan en absoluto tan raros como se cree. Hay muchas personas que los poseen en un alto grado de perfección, pero que desdeñan el emplearlos de ese modo; y muchas más serían capaces de adquirirlos si se pudiese hacer con ellos algo honorable.

La petulante presunción que el grueso de los hombres tiene sobre sus propias capacidades es un mal de vieja data, subrayado desde siempre por filósofos y moralistas. La ridícula confianza en su buena suerte, en cambio, ha sido menos destacada. Y sin embargo es, si cabe, todavía más universal. No existe hombre alguno que no participe de ella, si está en condiciones aceptables de salud y de ánimo. Todo hombre sobrevalora en cierta medida sus posibilidades de éxito y la mayoría subvalora sus posibilidades de fracaso; casi ningún hombre en su estado normal asigna a estas últimas posibilidades un valor mayor que el que en realidad tienen.

El amplio éxito de las loterías demuestra que la probabilidad de ganar es naturalmente sobrevaluada. El mundo no ha visto nunca ni verá jamás una lotería perfectamente justa, una en donde las ganancias totales compensen las pérdidas totales: el empresario de la lotería no obtendría en tal caso beneficio alguno. En las loterías públicas los billetes realmente no valen el precio que pagan los suscriptores originales, y sin embargo se venden en el mercado por un veinte, un treinta y a veces hasta un cuarenta por ciento más. La única explicación de esta demanda es la vana esperanza de acertar alguno de los grandes premios. Hay gente muy prudente que no considera una tontería el pagar una pequeña suma por la probabilidad de ganar diez o veinte mil libras, aunque saben que incluso esa pequeña suma vale el veinte o el treinta por ciento más que lo que vale esa probabilidad. Los billetes de una lotería en donde ningún premio fuese superior a veinte libras, aunque en otros aspectos se aproximaría más a una lotería justa que las loterías estatales normales, no suscitarían la misma demanda. Para lograr una posibilidad mayor de acertar uno de los premios mayores, algunas personas compran varios billetes y otras compran participaciones en un número todavía mayor. Sin embargo, no hay proposición matemática más cierta que cuanto más billetes se compran, más probabilidades hay de perder. Si se compran todos los billetes, entonces la pérdida es segura; y cuantos más se adquieran más se aproxima uno a esa certeza.

El que las posibilidades de perder son frecuentemente infravaloradas, y casi nunca ponderadas por más de lo que valen, se demuestra mediante los muy moderados beneficios de los aseguradores. Para que el seguro, sea contra riesgos de incendio o marítimos, exista como actividad, las primas comunes deberán ser suficientes para compensar las pérdidas normales, pagar los gastos de administración y proporcionar un beneficio como el que podría recogerse de un capital similar invertido en cualquier otro negocio. La persona que paga eso y nada más, evidentemente paga nada más que el valor real del riesgo, o el precio mínimo al que puede razonablemente asegurarse contra él. Pero aunque muchas personas han hecho algo de dinero con los seguros, muy pocas han amasado una vasta fortuna; esta sola consideración basta para que resulte nítido que el equilibrio normal entre beneficios y pérdidas no es más ventajoso en este negocio que en los otros donde tanta gente acumula fortunas. Y es que por moderada que habitualmente sea la prima de los seguros, numerosas personas desprecian tanto el riesgo que no quieren pagarla. Tomando la media de todo el reino, diecinueve de cada veinte casas, o quizás noventa y nueve de cada cien, no están aseguradas contra incendios. Los riesgos marítimos son más alarmantes para la mayoría de las personas, y la proporción de barcos asegurados con respecto a los que no lo están es bastante mayor. Muchos de ellos, empero, se dan a la mar en todas las estaciones, e incluso en tiempo de guerra, sin seguro alguno. En algunos casos esto puede no ser imprudente. Cuando una gran compañía, o un gran comerciante, tiene veinte o treinta barcos en el mar, ellos pueden asegurarse mutuamente, por así decirlo. Las primas que entre todos se ahorran pueden más que compensar las pérdidas que puedan padecer en circunstancias normales del azar. Pero en la mayor parte de los casos el descuido en el seguro marítimo es, igual que en el seguro de las casas, consecuencia no de prolijos cálculos sino del insensato, temerario y presuntuoso desprecio del riesgo.

Ese desprecio por el riesgo y esa petulante confianza en el éxito nunca están más activos que en aquel período de la vida en que los jóvenes escogen sus carreras. La escasa medida en que el temor al fracaso contrarresta la esperanza en la buena suerte aparece más claramente aún en la disposición del pueblo llano a enrolarse como soldados, o a hacerse a la mar, que en el afán de las personas de clases más altas para ingresar en las denominadas profesiones liberales.

Lo que un soldado raso puede perder es bastante evidente. Sin embargo, olvidando el peligro, nunca los voluntarios jóvenes se alistan con tanto entusiasmo como cuando comienza una nueva guerra; y aunque las posibilidades de ascenso son muy escasas se figuran en sus juveniles fantasías que tropezarán con mil ocasiones para adquirir honores y distinciones, que jamás se harán realidad. Estas románticas aspiraciones constituyen todo el precio de su sangre. Su paga es menor que la de un peón ordinario y sus fatigas durante el servicio son mucho mayores.

La lotería del mar no es tan desventajosa como la del ejército. El hijo de un trabajador o artesano acreditado puede a menudo hacerse a la mar con el consenso de su padre; pero si se alista como soldado, lo hará frecuentemente sin él. En el primer caso, algunas personas creerán que tiene alguna posibilidad de avanzar en esa actividad; en el segundo caso, lo creerá sólo él. El gran almirante es objeto de menor admiración pública que el gran general, y el máximo éxito en el mar asegura una fortuna y una reputación menos brillantes que un éxito similar en tierra. La misma diferencia existe en todos los rangos inferiores. Con arreglo a la jerarquía, un capitán en la marina tiene el mismo rango que un coronel en el ejército: pero no gozan del mismo aprecio general. Si los grandes premios en la lotería son pocos, los pequeños deben ser más numerosos. Los marineros, así, consiguen alguna fortuna y ascenso más a menudo que los soldados; y la esperanza de conseguirlos es lo que hace atractivo a este quehacer. Aunque su habilidad y destreza es muy superior a la de casi cualquier artesano, y aunque toda su vida es un escenario continuo de fatigas y peligros, sin embargo, a pesar de toda esa habilidad y destreza, de todos estos peligros y fatigas, no reciben mientras no ascienden otra remuneración que el placer de ejercitar las primeras y superar los segundos. Sus salarios no son mayores que los de los peones comunes de puerto, que sirven para regular la tasa de los sueldos de los hombres de mar. Como están permanentemente yendo de un puerto a otro, la paga mensual de aquellos que parten de todos los diversos puertos de Gran Bretaña está más a la par que la de cualesquiera otros trabajadores en esos sitios diferentes; y la tasa del puerto hacia y desde donde navega la mayoría, es decir, el puerto de Londres, regula la de los demás. En Londres los salarios de la mayoría de los trabajadores es aproximadamente el doble de lo que cobran las mismas clases en Edimburgo, pero los marineros que zarpan del puerto de Londres rara vez gana tres o cuatro chelines por mes más que los que zarpan del puerto de Leith, y la diferencia es a menudo menor. En tiempos de paz, y en el servicio comercial, el precio en Londres es de entre una guinea y unos veintisiete chelines al mes. Un peón corriente en Londres, a una tasa de nueve o diez chelines semanales puede ganar al mes entre cuarenta y cuarenta y cinco chelines. Es verdad que el marinero recibe, además de su paga, los alimentos. El valor de éstos, sin embargo, puede que no siempre exceda a la diferencia entre su paga y la del trabajador ordinario; y aunque a veces lo haga, el exceso no será una ganancia clara para el marinero, porque no podrá compartirla con su mujer y su familia, a las que deberá mantener en casa con su salario.

Los peligros y escapes por los pelos que caracterizan a una vida de aventuras, en lugar de desanimar a los jóvenes, a menudo la vuelven más atractiva para ellos. Entre las clases más bajas del pueblo, a una madre cariñosa le atemorizará el enviar a su hijo a la escuela en una ciudad costera, no vaya a ser que el espectáculo de los barcos y la conversación y aventuras de los marineros lo inciten a hacerse a la mar. La perspectiva de peligros distantes, de los que podemos esperar librarnos con coraje y decisión, no nos es desagradable y no incrementa los salarios en ningún empleo. Lo contrario sucede en aquellos en donde el coraje y la decisión no sirven para nada. En oficios reconocidamente insalubres los salarios siempre son asombrosamente elevados. La insalubridad es algo desagradable, y sus efectos sobre los salarios corresponden a esta categoría general.

En todos los campos de empleo del capital la tasa corriente de beneficio varía más o menos con la certidumbre o incertidumbre de los rendimientos. Éstos son en general menos inciertos en el comercio interior que en el exterior, y menos en algunas ramas del comercio exterior que en otras; en el comercio con América del Norte, por ejemplo, que en el comercio con Jamaica. La tasa corriente de beneficio siempre aumenta más o menos con el riesgo. No parece, sin embargo, aumentar en proporción, o de forma de compensarlo totalmente. Las bancarrotas son más frecuentes en las actividades más peligrosas. La más peligrosa de todas, el contrabando, es el camino infalible hacia la bancarrota, aunque cuando la aventura tiene éxito es, de la misma forma, la más rentable. La presuntuosa confianza en el éxito parece actuar aquí como en todas las demás ocasiones, e incitar a muchos aventureros a estos oficios tan riesgosos, de tal forma que su competencia reduce los beneficios por debajo de lo suficiente para compensar el riesgo. Para compensarlo totalmente los rendimientos comunes deberían cubrir, más allá de los beneficios habituales del capital, no sólo todas las pérdidas ocasionales sino también un beneficio extra para los aventureros, de la misma naturaleza que el beneficio de los aseguradores. Pero si los rendimientos habituales fueran suficientes para todo esto, entonces las bancarrotas no serían más frecuentes en estos sectores que en otros.

Por lo tanto, de las cinco circunstancias que influyen sobre los salarios sólo dos afectan a los beneficios: lo agradable o desagradable del negocio y el riesgo o seguridad con que se lleva a cabo. En lo que hace a lo agradable o desagradable, hay poca o ninguna diferencia en la mayoría de los empleos del capital, pero una gran diferencia en los del trabajo; y el beneficio corriente, aunque aumenta con el riesgo, no siempre lo hace proporcionalmente. De todo esto se seguiría que en una misma sociedad o zona las tasas de beneficio ordinarias o medias en los diversos empleos del capital deberían estar más a la par que los salarios pecuniarios de los diversos tipos de trabajo. Y así ocurre efectivamente. La brecha entre los ingresos de un trabajador corriente y los de un abogado o un médico bien situados es evidentemente mucho más acusada que la que existe entre los beneficios corrientes de dos ramas distintas de la economía. Asimismo, la aparente separación entre los beneficios de los negocios es generalmente producto de nuestra confusión por no distinguir siempre entre lo que debe considerarse como salarios y lo que debe considerarse como beneficio.

El beneficio de los boticarios se ha convertido en un lugar común para designar algo extraordinariamente copioso. Sin embargo, este abultado beneficio aparente es a menudo nada más que un salario razonable. La destreza de un boticario es un asunto mucho más prolijo y delicado que la de cualquier artesano; y la confianza en él depositada es de una importancia incomparablemente mayor. En todos los casos él es el médico de los pobres, y cuando el mal o el peligro no es muy acusado también lo es de los ricos. Su retribución, por lo tanto, debe ser adecuada a su habilidad y su responsabilidad, y deriva generalmente del precio al que vende sus medicamentos. Pero la totalidad de los remedios que el mejor boticario de una gran ciudad vende en un año puede que no le hayan costado más de treinta o cuarenta libras. Aunque los venda con un beneficio del trescientos, o cuatrocientos o mil por ciento, esto será con frecuencia poco más que el salario razonable de su trabajo, cobrado de la única forma en que puede cobrarlo: cargándolo sobre el precio de sus medicamentos. El grueso de su beneficio aparente es en realidad salario disfrazado bajo la indumentaria de beneficio.

En una pequeña ciudad que sea puerto de mar, un modesto tendero cosechará un beneficio del cuarenta o cincuenta por ciento sobre un capital de sólo cien libras, mientras que un importante mayorista en el mismo sitio apenas conseguirá un ocho o un diez por ciento sobre un capital de diez mil. El comercio del tendero puede ser necesario para la comodidad de los habitantes, y la estrechez del mercado puede impedir el empleo en el negocio de un capital mayor. El hombre deberá no sólo vivir de su tienda sino además en consonancia con la calificación que su negocio requiere. Además de contar con un pequeño capital, deberá ser capaz de leer, escribir y contar, y deberá también conocer adecuadamente quizás cincuenta o sesenta tipos de bienes diferentes, sus precios, calidades y los mercados donde pueden ser adquiridos a mejor precio. Deberá en suma atesorar todo el conocimiento necesario para ser un gran mercader, algo en lo que nada le impide convertirse, salvo la falta de un capital suficiente. Treinta o cuarenta libras por año no pueden ser consideradas una remuneración demasiado voluminosa por el trabajo de una persona tan preparada. Si se restan de los aparentemente tan abultados beneficios de su capital, entonces quedará probablemente muy poco más que los beneficios corrientes. El grueso del beneficio aparente es, también en este caso, verdaderamente salarios.

La diferencia entre el beneficio aparente en el comercio minorista y mayorista es mucho menor en la capital que en las ciudades y pueblos pequeños. Donde se pueden invertir diez mil libras en una tienda, los salarios del tendero constituirán un añadido insignificante a los beneficios de un capital tan grande. Los beneficios aparentes del detallista acaudalado, entonces, serán allí más parecidos a los del comerciante mayorista. Por eso los bienes vendidos al por menor son generalmente tan baratos y a menudo mucho más baratos en la capital que en los pueblos. Los ultramarinos, por ejemplo, son usualmente mucho más baratos; el pan y la carne frecuentemente igual de baratos. No cuesta más llevar ultramarinos a una gran ciudad que a una aldea, pero cuesta mucho más llevar cereales y ganado, porque el grueso de los mismos deberá ser transportado desde una distancia mucho mayor. Como el coste primario de los ultramarinos es el mismo en los dos lugares, resultan más baratos cuando se carga sobre ellos un beneficio menor. El coste primario del pan y la carne es mayor en una gran ciudad que en un pueblo rural, y aunque el beneficio es menor no son siempre más baratos allí, sino frecuentemente igual de baratos. En los artículos como el pan y la carne, la misma causa que disminuye el beneficio aparente, incrementa el coste primario. La extensión del mercado, al permitir la inversión de más capital, reduce el beneficio aparente; pero al requerir suministros desde mayores distancias, eleva el coste primario. En la mayoría de los casos esa reducción y esa elevación parecen compensarse recíprocamente; lo que probablemente es la razón por la cual aunque los precios del cereal y del ganado son normalmente muy distintos en las diversas partes del reino, los del pan y la carne son generalmente los mismos en casi todas partes.

Aunque los beneficios en el comercio mayorista y minorista son generalmente menores en la capital que en los pueblos, se acumulan en la primera notables fortunas a partir de comienzos modestos, lo que casi nunca sucede en los segundos. En los pueblos y las aldeas rurales, debido a la estrechez del mercado, el comercio no siempre puede ampliarse a medida que lo hace el capital. En esos lugares, entonces, aunque la tasa de los beneficios de una persona particular pueda ser muy alta, la suma de ellos nunca será muy voluminosa, ni consecuentemente lo será la de su acumulación anual. En las grandes ciudades, por el contrario, la actividad puede extenderse junto con el capital, y el crédito de una persona frugal y próspera crece mucho más rápido que su capital. Su negocio crece en proporción a la suma de ambos, y el monto de sus beneficios guarda proporción con la extensión de su negocio, y su acumulación anual con la suma de sus beneficios. Pocas veces ocurre, sin embargo, que se amasen caudalosas fortunas incluso en las grandes ciudades en labores normales, establecidas y bien conocidas, si no es como consecuencia de toda una vida de esfuerzo, frugalidad y concentración en el negocio. Es verdad que en esos lugares a veces se cosechan fortunas súbitamente, por lo que se llaman negocios de especulación. El comerciante especulador no cultiva un quehacer normal, establecido y bien conocido. Es un negociante de cereales este año, de vinos el año siguiente, y de azúcar, tabaco o té el siguiente. Entra en cualquier negocio cuando prevé que puede ser más rentable de lo corriente, y lo abandona cuando estima que es probable que sus beneficios regresen al mismo nivel que los de las demás actividades. Sus beneficios y pérdidas, en consecuencia, no pueden guardar ninguna proporción regular con los de ninguna rama de los negocios establecida y conocida. Un empresario audaz puede a veces adquirir una fortuna colosal mediante dos o tres especulaciones acertadas; pero eso es tan probable como que la pierda mediante dos o tres desacertadas. Esta actividad sólo puede ser llevada a cabo en las grandes ciudades. La información necesaria para desarrollarla sólo existe en lugares donde el comercio y las comunicaciones tienen una amplitud máxima.

Las cinco circunstancias mencionadas, aunque generan notables desigualdades en los salarios del trabajo y los beneficios del capital, no provocan ninguna en el conjunto de las ventajas o desventajas, reales o imaginarias, de los diversos empleos de ambos. La naturaleza de esas circunstancias es tal que compensan una pequeña ganancia pecuniaria en algunos casos, y contrarrestan una ganancia mayor en otros.

No obstante, para que esta igualdad pueda establecerse en el conjunto de sus ventajas o desventajas son necesarios tres requisitos incluso allí donde exista plena libertad. Primero, los empleos deben ser bien conocidos y estar arraigados en la comunidad desde tiempo atrás; segundo, deben estar en su estado ordinario, o que podría llamarse su estado natural; y tercero, deberán ser la única o principal ocupación de quienes a ellos se dedican.

Primero, esta igualdad sólo puede existir en aquellos empleos bien conocidos y durante mucho tiempo asentados en la comunidad.

Si las demás circunstancias permanecen iguales, los salarios generalmente son mayores en los negocios nuevos que en los viejos. Cuando un empresario intenta establecer una nueva industria, debe primero atraer a sus trabajadores con salarios más altos de los que cada uno gana en su propio puesto, o de lo que la naturaleza de su trabajo exigiría en otro caso, y debe transcurrir un período de tiempo considerable antes de que pueda reducirlos hasta el nivel normal. Las manufacturas cuya demanda proviene totalmente de la moda y el capricho están cambiando continuamente, y rara vez duran lo suficiente como para ser consideradas como las industrias largamente asentadas. Aquellas, por el contrario, cuya demanda deriva fundamentalmente de la utilidad o la necesidad están menos expuestas al cambio, y el mismo diseño o artículo puede ser demandado durante siglos enteros. Por lo tanto, los salarios serán probablemente más elevados en las primeras manufacturas que en las segundas.

Birmingham tiene principalmente industrias de la primera clase y Sheffield de la segunda; y se cree que los salarios en ambas ciudades se adaptan a esta diferencia en la naturaleza de sus manufacturas.

El establecimiento de cualquier industria nueva, cualquier rama nueva del comercio, o cualquier procedimiento nuevo en la agricultura, es siempre una especulación, por la que el empresario se promete a sí mismo copiosos beneficios. Estos beneficios son a veces muy grandes y a veces, más a menudo quizás, son más bien lo opuesto; pero en general no guardan proporción regular alguna con los de los negocios antiguos de la zona. Si el proyecto tiene éxito, son normalmente muy altos al principio. Cuando el negocio se consolida y llega a ser conocido, la competencia los reduce al nivel de las demás actividades.

Segundo, esa igualdad en el conjunto de las ventajas y desventajas de los diversos empleos del trabajo y el capital tiene lugar sólo en el estado ordinario, o lo que podría denominarse estado natural de dichos empleos.

La demanda de casi todas las clases de trabajo es en ocasiones más alta y en ocasiones más baja de lo normal. En el primer caso las ventajas del empleo suben por en cima, y en el otro caen por debajo de su nivel corriente. La demanda de trabajo agrícola es mayor en el momento de la recogida del heno y de la cosecha que durante la mayor parte del año; y los salarios suben con la demanda. En tiempos de guerra, cuando cuarenta o cincuenta mil marineros son forzados a desplazarse de la marina mercante a la armada real, la demanda de marineros para los buques mercantes sube necesariamente debido a su escasez, y en tales ocasiones los salarios habitualmente aumentan de entre una guinea y veintisiete chelines hasta entre cuarenta chelines y tres libras por mes. En una industria decadente, por el contrario, muchos obreros prefieren no abandonar su viejo trabajo, y están dispuestos a aceptar un salario menor al que correspondería en otro caso a la naturaleza de su empleo.

Los beneficios del capital varían con el precio de las mercancías en las que se invierte. En la medida en que el precio de cualquier mercancía se eleva sobre la tasa ordinaria o media, los beneficios al menos de una parte del capital invertido en traerla al mercado aumentan por encima de su nivel normal, y caen por debajo de dicho nivel cuando lo hace el precio. Todas las mercancías son más o menos susceptibles de cambios en sus precios, pero algunas lo son mucho más que otras. En todas las mercancías producidas mediante el trabajo humano, la cantidad de trabajo empleada anualmente es determinada necesariamente por la demanda anual, de tal manera que la producción anual media sea, en la medida de lo posible, igual al consumo anual medio. Ya ha sido señalado que en algunas actividades la misma cantidad de trabajo producirá siempre la misma o casi la misma cantidad de mercancías. En las manufacturas de lino o lana, por ejemplo, el mismo número de manos elaborará anualmente casi la misma cantidad de paños de lana o hilo. Las variaciones en el precio de mercado de esas mercancías, por lo tanto, sólo pueden originarse por variaciones accidentales en la demanda. Un luto nacional eleva el precio de las telas negras. Pero como la demanda de la mayor parte de los paños y lienzos es bastante uniforme, también lo es su precio. Ahora bien, hay otros empleos en donde la misma cantidad de trabajo no siempre producirá la misma cantidad de mercancías. La misma cantidad de trabajo, por ejemplo, producirá en años diferentes cantidades marcadamente diferentes de cereales, vino, lúpulo, azúcar, tabaco, etc. El precio de tales mercancías, entonces, varía no sólo ante cambios en la demanda sino con las mucho más agudas y frecuentes variaciones en la cantidad, y es por ello extremadamente oscilante. Pero el beneficio de algunos de los comerciantes necesariamente fluctuará con el precio de las mercancías. Las operaciones de un mercader especulador se concentran principalmente en este tipo de mercancías. Procura adquirirlas cuando prevé que su precio va a subir, y venderlas cuando estima que va a bajar.

Tercero, esa igualdad en el conjunto de las ventajas y desventajas de los diversos empleos del trabajo y el capital sólo puede existir en aquellas labores que sean la ocupación única o principal de quienes a ellas se dedican.

Cuando una persona se gana la vida con un sólo trabajo que no le absorbe la mayor parte de su tiempo, muchas veces sucede que está dispuesta a ocupar sus ratos de ocio en otro trabajo por un salario menor al que correspondería en otro caso a la naturaleza del empleo.

Todavía subsisten en muchas partes de Escocia unas personas llamadas cottagers, si bien en menor número que hace algunos años. Son una especie de sirvientes eventuales de los terratenientes y granjeros. La remuneración habitual que reciben de sus patronos es una casa, un pequeño huerto para legumbres, una cantidad de pasto como para alimentar una vaca, y quizás un acre o dos de mala tierra cultivable. Cuando el patrono necesita su trabajo les da, además, dos pecks de harina de avena por semana, que valen unos dieciséis peniques esterlinas. Durante buena parte del año casi no los necesita, y el cultivo de su pequeña posesión no es suficiente para ocupar todo su tiempo disponible. Cuando estos ocupantes eran mucho más numerosos que ahora, estaban dispuestos a entregar su tiempo libre a cualquiera por una magra retribución, y a trabajar por menos salario que los demás trabajadores. En épocas antiguas había muchos en toda Europa. En países mal cultivados y poco poblados, la mayoría de los terratenientes y granjeros no tenían otra forma de asegurarse la mano de obra extraordinaria que las labores rurales exigen en determinadas estaciones. La remuneración diaria o semanal que estos trabajadores recibían de sus patronos no era evidentemente todo el precio de su trabajo. Su pequeño asentamiento constituía una buena parte del mismo. No obstante, su remuneración diaria o semanal ha sido considerada como su salario total por muchos autores que han recopilado los precios del trabajo y las provisiones en tiempos antiguos, y se han complacido en presentarlos a ambos como extraordinariamente bajos. El producto de un trabajo de ese tipo llega a menudo al mercado más barato de lo que correspondería en otro caso a su naturaleza. Las medias son tejidas en muchas partes de Escocia a un precio menor del que cuesta hacerlas en los telares de cualquier otro sitio. Son obra de sirvientes y trabajadores que obtienen la parte principal de su subsistencia en otros empleos. En Leith se importan por año más de mil pares de medias de Shetland, al precio de entre cinco y siete peniques el par. Me han asegurado que en Learwick, la pequeña capital de las islas Shetland, el salario corriente es de diez peniques por día. En las mismas islas se tejen medias de punto de lana por una guinea el par e incluso más caras.

El hilado de la fibra de lino se realiza en Escocia casi de la misma forma que el tejido de las medias, es decir, por sirvientes que trabajan esencialmente en otras ocupaciones. Aquellos que pretenden ganarse la vida sólo con una de esas labores reciben apenas lo necesario para subsistir pobremente. En la mayor parte de Escocia sólo una buena hilandera puede ganar veinte peniques por semana.

En los países ricos el mercado es generalmente tan amplio que cualquier actividad es suficiente para emplear todo el trabajo y todo el capital de quienes a ella se dedican. Los casos de personas que vivan con un empleo y al mismo tiempo obtengan alguna ventaja de otro, tienen lugar básicamente en países pobres. El ejemplo siguiente, sin embargo, de un caso de este tipo, corresponde a la capital de uno muy rico. Creo que no hay ciudad en Europa donde las rentas urbanas sean tan caras como en Londres, y a pesar de ello no conozco ninguna capital en donde el alquiler de un apartamento amueblado sea tan barato. Las habitaciones amuebladas no son sólo más baratas en Londres que en París; son más baratas que en Edimburgo para calidades similares; y lo que podrá parecer notable es que la carestía de los alquileres es la causa de la baratura de las habitaciones amuebladas. El elevado precio de la renta de las casas en Londres se origina no sólo por las causas que lo elevan en todas las grandes capitales, a saber: el alto precio del trabajo, de los materiales de la construcción que deben ser generalmente transportados desde una gran distancia, y sobre todo la carestía de la renta del suelo, al actuar cada terrateniente como un monopolista y cobrar a menudo por un acre de mala tierra en la ciudad lo mismo que por cien de la mejor tierra en el campo; sino que se origina en parte por los usos y costumbres peculiares de la gente, que fuerzan a cada padre de familia a alquilar una casa completa, desde la base hasta el tejado. Una vivienda en Inglaterra quiere decir todo lo contenido bajo el mismo techo. En Francia, Escocia y muchas otras partes de Europa, a menudo quiere decir sólo un piso. Un comerciante en Londres se ve obligado a alquilar una casa completa en aquella parte de la ciudad donde viven sus clientes. En el bajo está la tienda; él y su familia duermen en la buhardilla; y para pagar una parte del alquiler subarrienda los dos pisos intermedios a otros inquilinos. Confía en mantener a su familia gracias a su negocio, no gracias a estos inquilinos. En cambio en París y en Edimburgo, las personas que tienen viviendas para alquilar suelen no contar con otros medios de vida, con lo cual el precio del alquiler debe pagar no sólo la renta de la casa sino todos los gastos de la familia.

Parte II

Desigualdades producidas por la política de Europa

Las desigualdades mencionadas hasta aquí en el conjunto de las ventajas y desventajas de los diferentes empleos del trabajo y el capital, derivan de la falta de alguno de los tres requisitos indicados y surgen incluso cuando existe plena libertad. Pero la política de Europa, al no dejar a las cosas en perfecta libertad, da lugar a otras desigualdades mucho más importantes.

Y lo hace fundamentalmente de tres maneras. Primero, al restringir la competencia en algunos sectores a un número menor de personas de las que estarían dispuestas a entrar en ellos en otra circunstancia; segundo, al incrementar en otros ese número más allá de lo que sería natural; y tercero, al obstruir la libre circulación del trabajo y el capital, tanto de un empleo a otro como de un lugar a otro.

Primero, la política de Europa ocasiona una notable desigualdad en las ventajas y desventajas totales de los diversos empleos del trabajo y el capital al restringir la competencia en algunas actividades a un número menor de personas de las que estarían dispuestas a entrar en ellas en otro caso.

El medio principal del que se sirve para este propósito son los privilegios exclusivos de las corporaciones o gremios.

El privilegio exclusivo otorgado a un oficio corporativo necesariamente restringe la competencia, en la ciudad donde se establece, a aquellos que pueden ejercer el oficio. Normalmente, el requisito indispensable para ejercerlo es haber trabajado como aprendiz en la ciudad, a las órdenes de un maestro debidamente cualificado. Los estatutos del gremio regulan a veces el número de aprendices que puede tener un maestro, y casi siempre el número de años que debe trabajar cada aprendiz. El objetivo de ambas regulaciones es limitar la competencia a un número de personas mucho menor que el que estaría dispuesto a entrar en el oficio en otro caso. El número máximo de aprendices lo limita directamente. Y un aprendizaje prolongado lo limita indirectamente, pero de forma igualmente efectiva, al incrementar el coste de la educación.

En Sheffield los estatutos corporativos impiden que un maestro cuchillero tenga más de un aprendiz al mismo tiempo. En Norfolk y Norwich ningún maestro tejedor puede contar con más de dos aprendices, bajo multa de cinco libras al mes al Tesoro. Ningún maestro puede tener más de dos aprendices en cualquier parte de Inglaterra, o en las plantaciones inglesas, bajo multa de cinco libras mensuales, a pagar la mitad al Tesoro y la mitad a la persona que lo denuncie ante los tribunales. Ambas regulaciones, aunque han sido confirmadas por una ley del reino, responden evidentemente al mismo espíritu corporativo que promulgó los estatutos de Sheffield. No había pasado casi un año desde que los tejedores de seda de Londres se agruparon en un gremio, cuando impusieron un estatuto que prohibía a cada maestro tener más de dos aprendices a un mismo tiempo. Para derogar este reglamento fue precisa una ley específica del parlamento.

Antiguamente el plazo normal de duración del aprendizaje era de siete años en los gremios de toda Europa. Todas estas corporaciones eran llamadas entonces universidades, que es realmente el nombre latino más adecuado para cualquier gremio. La universidad de los herreros, la universidad de los sastres, etc., son expresiones que encontramos frecuentemente en los fueros de las ciudades antiguas. Cuando se fundaron esos gremios concretos que se llaman hoy universidades, el número de años que era menester estudiar para obtener el grado de maestro en artes se copió del plazo del aprendizaje en los oficios comunes, cuyos gremios eran mucho más antiguos. Como siete años de trabajo con un maestro debidamente cualificado eran necesarios para que cualquier persona pudiese ser un maestro, y tener a su vez aprendices de un oficio común, resultó que también fueron necesarios siete años de estudio con un maestro debidamente cualificado para llegar a ser un maestro, profesor o doctor (palabras que antiguamente eran sinónimos) en las artes liberales, y tener entonces discípulos o aprendices (que también eran sinónimos antes).

Por el comúnmente llamado Estatuto del Aprendizaje, del año quinto de la reina Isabel, se dispuso que ninguna persona podría ejercer en el futuro ningún oficio, arte o profesión en Inglaterra si no había trabajado antes en dicho quehacer como aprendiz durante al menos siete años; y lo que antes había sido el estatuto de varias corporaciones concretas se transformó en la ley pública y general para todos los oficios de las ciudades con mercado de Inglaterra. Porque aunque el texto del Estatuto es muy general, y parece claro que se refiere a la totalidad del reino, su ámbito ha sido interpretado como limitado a las ciudades mercantiles, y se daba por supuesto que en los pueblos rurales una persona podía ejercer diversos oficios aunque no hubiese pasado siete años de aprendizaje en cada uno, dado que eran oficios necesarios para la comodidad de los habitantes y dado que a menudo no era suficiente el número de personas para suministrar mano de obra específica para cada actividad.

Mediante una interpretación literal del texto, la jurisdicción del Estatuto ha sido restringida a los oficios que se habían establecido en Inglaterra antes del quinto año del reinado de Isabel, y nunca ha sido extendida a los que han sido introducidos desde entonces. Esta restricción ha dado lugar a una prolija casuística que, considerada como un conjunto de reglas de política, es lo más disparatado que imaginarse pueda. Se ha estimado, por ejemplo, que un fabricante de coches no podía ni hacer las ruedas de sus coches ni emplear a jornaleros para que las hiciesen, sino que debía comprarlas a un maestro fabricante de ruedas, puesto que este oficio existía en Inglaterra antes del año quinto de Isabel. Pero un fabricante de ruedas, aunque nunca hubiese sido aprendiz de fabricante de coches, sí podía fabricarlos o emplear a jornaleros para que los hicieran; porque el oficio de fabricante de coches no caía bajo el Estatuto por que no se ejercía en Inglaterra cuando aquél fue promulgado. Las manufacturas de Manchester, Birmingham y Wolverhampton caen en muchos casos también fuera del Estatuto, porque no existían en Inglaterra antes del año quinto de la reina Isabel.

En Francia la duración del aprendizaje varía según las ciudades y los oficios. En París, en la mayor parte de ellos se exigen cinco años; pero antes de que cualquier persona pueda ser cualificada para ejercer el oficio como un maestro deberá, en muchos casos, trabajar cinco años más como jornalero. Durante este segundo plazo se le denomina el «compañero» del maestro, e incluso el plazo mismo recibe el nombre «de compañía».

En Escocia no hay una ley general que regule la duración del aprendizaje. El plazo varía según las diversas corporaciones. Cuando es prolongado, una parte del mismo puede generalmente redimirse mediante el pago de una pequeña cantidad. En la mayor parte de las ciudades con una prima muy pequeña se puede adquirir la licencia de cualquier gremio. Los tejedores de lino y cáñamo, la principal industria del país, así como los demás artesanos auxiliares suyos como los fabricantes de ruedas y devanaderas, pueden ejercer su oficio en cualquier ciudad gremial sin pagar tasa alguna. En todas las ciudades gremiales cualquier persona es libre de vender carne en los días de la semana permitidos. Un plazo normal de aprendizaje en Escocia es tres años, incluso en algunos de los oficios más delicados, y en general no conozco ningún país europeo donde las leyes gremiales sean tan poco opresivas.

Así como la propiedad que cada persona tiene de su trabajo es la base fundamental de todas las demás propiedades, también es la más sagrada e inviolable. El patrimonio de un hombre pobre estriba en la fuerza y destreza de sus manos; el impedir que emplee esa fuerza y esa destreza de la forma en que él crea más conveniente sin perjudicar a nadie es una violación flagrante de la más sagrada de las propiedades. Es una manifiesta usurpación de la justa libertad tanto del trabajador como de los que podrían estar dispuestos a emplearlo. Así como impide que uno trabaje en lo que cree más adecuado, impide también a los otros el emplearlo en lo que ellos creen más conveniente. El juicio sobre si ese hombre está en condiciones de ser empleado debe ciertamente ser dejado a la discreción de los empleadores, a cuyo interés concierne mucho. La inquietud artificial del legislador para evitar que empleen a personas inadecuadas es tan impertinente como opresiva.

La institución de los aprendizajes prolongados no es garantía de que no se presenten a la venta al público objetos insuficientemente trabajados. Cuando esto ocurre se debe generalmente al fraude, no a la incapacidad. Para prevenir tales abusos se precisan reglamentaciones muy distintas. La marca esterlina en los utensilios de plata, y los sellos en los lienzos y los paños proporcionan al comprador una seguridad mucho mayor que ningún estatuto de aprendizaje. El cliente apreciará esas marcas, pero jamás pensará que es importante averiguar si el trabajador ha cumplido los siete años de aprendizaje.

Los aprendizajes largos no tienden a formar jóvenes laboriosos. Es probable que un jornalero a destajo sea trabajador, porque obtiene un beneficio al serlo. Es probable que un aprendiz sea perezoso, y casi siempre lo es, porque no tiene un interés inmediato en actuar de otra manera. En los oficios inferiores, el placer del trabajo consiste exclusivamente en su remuneración. Aquellos que estén antes en condiciones de disfrutar de ese placer, antes le tomarán el gusto al trabajo y adquirirán el hábito de la laboriosidad. Todo joven que durante mucho tiempo no haya obtenido beneficio alguno de su esfuerzo desarrollará una aversión natural al trabajo. Los muchachos que proceden de los asilos públicos suelen ser aprendices durante más tiempo de lo normal, con lo que generalmente se vuelven holgazanes e inservibles.

En la antigüedad el aprendizaje era algo totalmente desconocido. En toda legislación moderna hay numerosos artículos referidos a las obligaciones recíprocas de maestro y aprendiz. Nada de eso hay en el derecho romano. No conozco ninguna palabra griega ni latina (me atrevo a afirmar que no existe ninguna) que exprese la idea que reflejamos hoy con la palabra aprendiz, un sirviente obligado a trabajar en una actividad particular en beneficio del maestro durante un plazo determinado, a condición de que el maestro le enseñe el oficio.

Los aprendizajes prolongados son totalmente innecesarios. Las artes que son muy superiores a los oficios comunes, como la fabricación de relojes, no albergan tantos misterios como para requerir un extenso curso de instrucción. La primera invención de esas bellas máquinas e incluso de algunos de los instrumentos utilizados en su fabricación debió sin duda haber requerido reflexiones muy profundas y mucho tiempo, y bien puede ser considerada como uno de los esfuerzos más felices del ingenio humano. Pero cuando ambos han sido ya inventados y son bien comprendidos, el explicar a un joven de manera detallada cómo aplicar los instrumentos y cómo construir las máquinas no puede exigir más de unas pocas semanas de lecciones: quizás sean suficientes unos pocos días. En los oficios mecánicos más comunes bastan sin duda unos días. Es cierto que la destreza manual, incluso en las labores más comunes, no puede ser adquirida sin mucha práctica y experiencia. Pero un joven se aplicaría con mucha más diligencia y atención si desde el principio trabajara como un jornalero, si se le pagara en proporción al poco trabajo que pudiese ejercitar, y si pagara él a su vez por los materiales que en ocasiones pudiese estropear por su torpeza e inexperiencia. De esta manera su educación sería generalmente más eficaz y siempre menos fatigosa y costosa. El maestro perdería, sin duda. Perdería durante siete años todos los salarios del aprendiz, que hoy se ahorra. Es posible que al final el propio aprendiz perdiese. En un oficio fácil de aprender tendría más competidores, y cuando llegase a ser un trabajador hecho y derecho sus salarios serían menores que los actuales. El mismo incremento de la competencia reduciría los beneficios de los maestros y los salarios de los trabajadores. Los oficios, las artes y las profesiones, todos perderían. Pero ganaría el público, porque el trabajo de todos los artesanos llegaría al mercado a un precio mucho menor.

El prevenir esta reducción en el precio, y consecuentemente en los salarios y los beneficios, es el propósito por el que han sido promulgadas la mayor parte de las leyes corporativas, cuyo objetivo es restringir la libre competencia que inevitablemente ocasionaría ese abaratamiento. En la antigüedad, para establecer un gremio en muchas partes de Europa no se requería más autoridad que la de la ciudad. Es verdad que en Inglaterra era necesaria una autorización del rey, pero esta prerrogativa real tenía como objetivo arrancar dinero de los súbditos y no defender la libertad general contra tan opresivos monopolios. Mediante el pago de una suma al rey, la autorización era otorgada con facilidad; y cuando una clase particular de artesanos o comerciantes se decidía a actuar como un gremio sin permiso real, dichas corporaciones clandestinas, como entonces se las llamaba, no siempre perdían por ello su franquicia sino que se las obligaba a pagar una prima anual al rey para ejercer los privilegios que habían usurpado. La inspección inmediata de todos los gremios, y de los estatutos que estimaban conveniente promulgar para su propio gobierno, corría a cargo del ayuntamiento de la ciudad donde se establecían; y cualquier disciplina jurisdiccional que se les imponía no provenía normalmente del rey sino de aquella otra corporación más amplia de la que eran ellos sólo parte o miembros.

El gobierno de las ciudades estaba totalmente en manos de comerciantes o artesanos; y era el interés manifiesto de todo grupo concreto de ellos el prevenir lo que llamaban el abarrotamiento del mercado con los productos que fabricaban; lo que en realidad quería decir que pretendían mantener al mercado siempre desabastecido. Cada grupo estaba ansioso por implantar reglamentos con este propósito y, siempre que le fuese permitido hacerlo, admitía que todos los demás grupos hicieran lo propio. Como resultado de estas reglamentaciones, cada grupo era forzado a comprar los bienes que necesitaba de los demás grupos a un precio superior al que habría regido en otro caso, pero a cambio el grupo podía vender sus productos también mucho más caros; así que, como ellos dicen, la cosa era tan larga como ancha, y en los negocios recíprocos de las diversas clases de la ciudad nadie perdía merced a esas regulaciones. Pero en los negocios con el campo todos ganaban mucho, y en estos negocios descansa todo el comercio que mantiene y enriquece a cualquier ciudad.

Toda ciudad obtiene del campo toda su subsistencia y todos los materiales de su industria. Paga por ellos básicamente de dos formas: primero, al enviar de vuelta al campo una parte de esos materiales ya trabajados y manufacturados; en cuyo caso su precio viene incrementado por los salarios de los trabajadores y los beneficios de sus maestros o empleadores inmediatos; segundo, al enviar al campo una parte tanto de las materias primas como de los productos manufacturados que son importados a la ciudad, sea desde otros países o sea desde lugares alejados del mismo país; en cuyo caso el precio original de estos bienes resulta también incrementado por los salarios de los transportistas o marineros y por los beneficios de los empresarios que los emplean. De las ganancias de la primera de estas ramas comerciales se nutre la ventaja que la ciudad cosecha gracias a su industria; de lo que se gana en la segunda rama, la ventaja de su comercio interior y exterior. Los salarios de los trabajadores y los beneficios de sus diversos empleadores suman el total de lo que se gana en ambas. Por lo tanto, todas las reglamentaciones que tiendan a aumentar esos salarios y beneficios por encima de lo que serían en otro caso tienden a permitir a la ciudad comprar con una cantidad menor de su trabajo el producto de una cantidad mayor del trabajo del campo. Otorgan a los comerciantes y artesanos de la ciudad una ventaja sobre los terratenientes, granjeros y trabajadores del campo, y quiebran la igualdad natural que se impondría en otro caso en el comercio que entablan entre sí. El producto anual total del trabajo de la sociedad se divide cada año entre esos dos grupos distintos de personas. Mediante dichas regulaciones se entrega a los habitantes de la ciudad una cuota mayor a lo que les correspondería en otro caso; y una menor a los del campo.

El precio real que la ciudad paga por las provisiones y materiales que importa anualmente es la cantidad de manufacturas y otros bienes que exporta cada año. Cuando más caro se venda lo que exporte, más barato le resultará lo que importe. La actividad de la ciudad se volverá más ventajosa y la del campo menos.

Sin entrar en cálculos muy complicados, una observación sencilla y obvia nos convencerá de que el trabajo llevado a cabo en las ciudades es, en todas partes de Europa, más ventajoso que el realizado en el campo. En todos los países europeos encontraremos al menos cien personas que a partir de comienzos muy modestos han acumulado una voluminosa fortuna en el comercio y la industria, quehaceres típicamente urbanos, por una que lo haya hecho en la actividad propiamente rural, la recogida de productos a partir del cultivo y la mejora de la tierra. Las actividades, entonces, deben ser mejor retribuidas, y los salarios y beneficios deben ser evidentemente mayores en el primer caso que en el segundo. Pero el capital y el trabajo buscan naturalmente el empleo más provechoso. Por ello, acuden en la medida de lo posible a la ciudad, y abandonan el campo.

Los habitantes de una ciudad, al estar concentrados en un sólo lugar, pueden ponerse de acuerdo fácilmente. Las labores urbanas más insignificantes se han agremiado en algunos casos; y aunque no lo hayan hecho, late en ellas el espíritu corporativo, la suspicacia frente a los extraños, la aversión a tomar aprendices o a comunicarles los secretos del oficio; ese espíritu prevalece en ellas y a menudo las impulsa, mediante asociaciones y acuerdos voluntarios, a restringir la libre competencia que no pueden prohibir mediante estatutos. Los oficios más fácilmente susceptibles a tales componendas son los que emplean un número pequeño de personas. Una media docena de cardadores de lana puede ser suficiente para dar trabajo a mil hilanderos y tejedores. Si se ponen de acuerdo para no tomar aprendices pueden no sólo aumentar el empleo sino reducir a todos en la industria a una suerte de esclavos suyos, y elevar el precio de su trabajo muy por encima de lo que correspondería a la naturaleza de su labor.

Los habitantes del campo, dispersos en lugares apartados, no pueden ponerse de acuerdo fácilmente. No sólo no se han agremiado nunca sino que el espíritu corporativo jamás ha prevalecido entre ellos. En ningún caso se ha pensado que era necesario pasar por un aprendizaje para obtener la calificación de labrador, que es el principal oficio en el campo. Y sin embargo, después de las denominadas bellas artes y las profesiones liberales, casi no hay oficio que requiera una variedad tan amplia de conocimientos y experiencias. Los innumerables volúmenes que se han escrito sobre esta cuestión en todas las lenguas nos demuestran que en las naciones más sabias e ilustradas nunca ha sido considerada como una materia de muy fácil comprensión. Y de todos estos volúmenes no podremos obtener el conocimiento de sus variadas y complejas operaciones, algo que habitualmente posee el agricultor más modesto, a pesar del desdén con que a veces petulantemente lo tratan algunos autores que son ellos mismos desdeñables. En cambio, casi no hay labores mecánicas comunes cuyas operaciones no puedan ser explicadas de forma completa y detallada en un folleto de muy pocas páginas, con la claridad que es posible utilizando palabras y figuras ilustrativas. En la historia de las artes, hoy en curso de publicación por la academia de ciencias de Francia, muchas de ellas son de hecho explicadas de esta forma. La dirección de las operaciones agrícolas, asimismo, al variar necesariamente con cada cambio climático, y con muchos otros accidentes, requiere mucho más criterio y prudencia que la de las actividades que son siempre las mismas o casi las mismas.

No sólo el arte del granjero, la dirección general de las faenas agrícolas, requiere más habilidad y experiencia que la mayor parte de los oficios mecánicos, sino que otro tanto ocurre con muchas ramas inferiores del trabajo en el campo. La persona que trabaja con latón o hierro lo hace con instrumentos y materiales cuya condición es siempre la misma o casi la misma. Pero el hombre que labra la tierra con una yunta de caballos o bueyes trabaja con instrumentos cuya salud, fuerza y condición son muy diferentes en cada ocasión. Y la condición de los materiales con los que opera es tan variable como la de sus instrumentos, y ambos requieren un manejo juicioso y prudente. Al labrador corriente, aunque es habitualmente considerado el paradigma de la estupidez y la ignorancia, no le suelen faltar ni criterio ni prudencia. Es verdad que está menos acostumbrado a la vida social que el trabajador mecánico que vive en la ciudad. Su acento y su lenguaje son más rudos y más difíciles de comprender por aquellos que no los conocen bien. Sin embargo, al estar habituado a manejar una variedad de objetos mayor, su comprensión es generalmente muy superior a la de aquellos otros cuya atención de la mañana a la noche está completamente ocupada en la realización de una o dos operaciones muy simples. La medida en que las clases más bajas de la gente de campo son realmente superiores a las de la ciudad es bien conocida por cualquier persona que, sea por negocios o por curiosidad, se haya familiarizado con ambas. Por eso en China y el Indostán parece que tanto la categoría social como los salarios de los trabajadores del campo son mayores que los de la amplia mayoría de artesanos y manufactureros. Y así probablemente ocurriría en todas partes, de no haberlo impedido las leyes gremiales y el espíritu corporativo.

La superioridad de las actividades urbanas sobre las rurales en toda Europa no se debe exclusivamente a los gremios y sus normas. Se apoya también en muchas otras reglamentaciones. Los elevados aranceles sobre manufacturas extranjeras y sobre todos los bienes importados por comerciantes foráneos persiguen idéntico objetivo. La legislación corporativa permite que los habitantes de las ciudades aumenten sus precios sin temor a la libre competencia de sus paisanos. Las otras regulaciones los protegen de la misma forma frente a la competencia de los extranjeros. El aumento que ambas inducen en los precios es en todas partes pagado finalmente por los terratenientes, los granjeros y los trabajadores del campo, que rara vez se alzan en oposición a tales monopolios. Normalmente carecen tanto de proclividad como de capacidad para agruparse; y el clamor y los sofismas de los comerciantes y los industriales los persuaden fácilmente de que el interés particular de una parte, y una parte subalterna, de la sociedad equivale al interés general.

En Gran Bretaña la superioridad de los trabajos urbanos sobre los rurales fue más amplia en el pasado que en el presente. Los salarios del trabajo rural se aproximan a los del trabajo industrial, y los beneficios del capital invertido en la agricultura a los del invertido en el comercio y la industria, más hoy que durante el siglo pasado, o a comienzos del actual. Este cambio puede ser considerado como la consecuencia necesaria, aunque tardía, del extraordinario estímulo otorgado a los quehaceres urbanos. El capital acumulado en ellos llega con el tiempo a ser tan caudaloso que ya no puede ser invertido con el mismo beneficio que antes en las actividades característicamente urbanas. Dichas actividades tienen límites, como todas las demás, y el incremento del capital, al elevar la competencia, inevitablemente deprime el beneficio. Debido a la caída en los beneficios en las ciudades, el capital se ve forzado hacia el campo y allí, al crear una nueva demanda de trabajo rural, aumenta necesariamente los salarios. Entonces el capital se desparrama, si me permite la expresión, sobre la faz de la tierra, y al ser empleado en la agricultura es en parte devuelto al campo, a expensas del cual se había acumulado en gran medida originalmente en la ciudad. Demostraré más adelante que en toda Europa los principales adelantos en el campo se han debido a este desbordamiento del capital acumulado originalmente en las ciudades; mostraré al mismo tiempo que aunque algunos países han alcanzado a través de este camino un considerable nivel de riqueza, se trata de un proceso lento, incierto, susceptible de ser perturbado e interrumpido por innumerables accidentes, y desde todo punto de vista contrarío al orden natural y racional. En los libros tercero y cuarto de la presente investigación procuraré explicar en la forma más completa y detallada que pueda los intereses, prejuicios, leyes y costumbres que lo han ocasionado.

Es raro que se reúnan personas del mismo negocio, aunque sea para divertirse y distraerse, y que la conversación no termine en una conspiración contra el público o en alguna estratagema para subir los precios. Es ciertamente imposible prevenir tales reuniones por ley alguna que fuese practicable o coherente con la libertad y la justicia. Pero aunque la ley no puede impedir que las personas del mismo negocio se agrupen, tampoco debería hacer nada para facilitar esas agrupaciones; y mucho menos para volverlas necesarias.

Una reglamentación que obliga a todos los que se dedican al mismo oficio en una ciudad cualquiera a inscribir sus nombres y domicilios en un registro público facilita esas asambleas; conecta a individuos que en otro caso no se habrían conocido y proporciona a cada persona del negocio las direcciones para encontrar a todas las demás.

Una reglamentación que permite a los del mismo negocio el imponerse una tasa para socorrer a sus pobres, viudas y huérfanos, al entregarles la administración de un interés común, hace que esas agrupaciones sean necesarias. Un gremio no sólo las transforma en necesarias sino que somete al conjunto a las decisiones vinculantes de la mayoría. En una actividad libre no se puede anudar ningún acuerdo que sea eficaz si no existe el consenso unánime de todos los del oficio, un acuerdo que sólo se mantendrá mientras todos y cada uno no cambien de opinión. Una corporación puede por mayoría promulgar un estatuto con las sanciones pertinentes para limitar la competencia de forma mucho más eficiente y duradera que ninguna combinación posible de tipo voluntario.

La pretensión de que las corporaciones son necesarias para el mejor funcionamiento de una actividad no tiene ningún fundamento. La verdadera y más eficaz disciplina que se puede ejercer sobre un trabajador no es la de su gremio sino la de sus clientes. Lo que restringe el fraude y corrige la negligencia es el temor a perder el empleo. Una corporación exclusiva necesariamente debilita la fuerza de esta disciplina. Un conjunto determinado de trabajadores deberá en ese caso ser empleado, sea que se conduzcan bien o mal. Tal el motivo de que en muchas ciudades gremiales no se pueden encontrar trabajadores capaces en algunos de los oficios más indispensables. Si se desea un trabajo bien hecho se lo deberá buscar en los suburbios donde los trabajadores, al carecer de privilegios exclusivos, no cuentan más que con su reputación, y después habrá que introducirlo de contrabando en la ciudad de la mejor forma posible.

De esta manera la política de Europa, al limitar la competencia en algunos sectores a un número menor de personas del que estaría dispuesto a entrar en ellos en otro caso, da lugar a una desigualdad muy importante en el conjunto de las ventajas y desventajas de los diversos empleos del trabajo y el capital.

Segundo, la política de Europa, al aumentar la competencia en algunos empleos por encima de lo que sería natural genera otra desigualdad de índole contraria en el total de las ventajas y desventajas de los distintos empleos del trabajo y el capital.

Se ha considerado de tanta importancia que un número suficiente de jóvenes se eduque en determinadas profesiones, que a veces el público y a veces la piedad de algunos donantes privados han constituido pensiones, becas, premios, bolsas, etc., para ese objetivo, lo que ha atraído a esos oficios a mucha más gente de la que los habría abrazado en otro caso. Creo que en todos los países cristianos la educación del grueso de los sacerdotes se paga de esta forma. Son muy pocos los que se pagan toda su educación. En consecuencia, la larga, fatigosa y costosa preparación de los que sí lo hacen no siempre les producirá una remuneración adecuada, al estar la iglesia saturada de personas que, para conseguir un empleo, están dispuestas a aceptar una retribución mucho menor que la que les correspondería por su formación en otro caso; y así la competencia de los pobres arrebata remuneración los ricos. Sería sin duda indecoroso comparar a un cura o un capellán con un jornalero en cualquier quehacer corriente. Pero el estipendio de un cura o un capellán puede perfectamente ser considerado como de la misma naturaleza que los salarios del jornalero. A los tres se les paga por su trabajo con arreglo a un contrato que suscriben con sus superiores respectivos. Según se desprende de los decretos de diferentes concilios nacionales, hasta mediados del siglo XIV el estipendio común de un cura o un párroco en Inglaterra era de cinco marcos, que contenían tanta plata como diez libras de nuestra moneda actual. Y la paga de un maestro albañil era entonces de cuatro peniques por día, que contenían la misma plata de un chelín de hoy; la de un peón de la construcción era de tres peniques al día, que equivalían a nueve peniques de hoy. Los salarios de estos dos trabajadores, por tanto, suponiendo que estuviesen empleados sin interrupción, eran muy superiores a los del cura. Los salarios del maestro albañil habrían coincidido con los del cura si aquél hubiese estado sin empleo durante la tercera parte del año. En el año décimo segundo de la Reina Ana, se declaró, c. 12, que «Puesto que en varios lugares no se ha provisto suficientemente para el adecuado mantenimiento y estímulo de los curas, y por tal causa ha habido escasez de ellos, se otorga a los obispos el poder de determinar por su firma y sello un estipendio o asignación suficiente, que no exceda de cincuenta ni sea menor que veinte libras por año». Cuarenta libras es considerado hoy una buena paga para un cura, y a pesar de esa ley del parlamento, hay muchos que cobran menos de veinte libras por año. Hay peones zapateros en Londres que ganan hoy cuarenta libras por año, y en esa ciudad casi no hay trabajador laborioso de ninguna clase que no gane más de veinte. Esta última cifra ciertamente no supera lo que ganan frecuentemente los trabajadores ordinarios en muchas parroquias rurales. Cada vez que la ley ha intentado regular los salarios de los trabajadores, siempre lo ha hecho para reducirlos, no para aumentarlos. Pero la ley ha procurado en muchas ocasiones elevar los salarios de los curas y obligar a los párrocos, en aras de la dignidad de la iglesia, a entregarles más de lo que ellos mismos en su precaria subsistencia estaban dispuestos a aceptar. En ambos casos la ley ha sido igualmente ineficaz y nunca ha podido subir los salarios de los curas ni bajar los de los trabajadores en la medida en que se lo había propuesto; porque nunca ha podido impedir que los primeros acepten menos que la asignación legal, debido a la indigencia de su situación y a la multitud de competidores; y porque nunca ha podido impedir que los segundos reciban más, debido a la competencia en un sentido opuesto de aquellos que al emplearlos esperan obtener un beneficio o un placer.

Las grandes prebendas y otras dignidades apuntalan el honor de la iglesia, a pesar de la mísera condición de algunos de sus miembros inferiores. E incluso en este caso el respeto que se les tiene compensa en algo lo escueto de su recompensa pecuniaria. En Inglaterra, y en todos los países católicos romanos, la lotería de la iglesia es en realidad mucho más ventajosa de lo que sería necesario. El ejemplo de las iglesias de Escocia, de Ginebra, o de varios otros credos protestantes, demuestran que en una profesión tan apreciada, donde la educación sea tan fácil de conseguir, las expectativas de beneficios mucho más moderados bastan para inducir a ingresar en las órdenes sagradas a un número suficiente de hombres instruidos, honestos y respetables.

En profesiones que carecen de tales canonjías, como el derecho o la medicina, si una proporción equivalente de personas fuese educada a expensas del público, la competencia pronto sería tan acusada que hundiría considerablemente su remuneración pecuniaria. En ese caso podría ocurrir que no le conviniese a un hombre el pagar para educar a su hijo en ninguna de esas profesiones. Serían en tal caso abandonadas a los que han sido educados merced a la caridad pública, y cuyo número y necesidades les obligarán en general a contentarse con una muy magra recompensa, hasta la plena degradación de las hoy respetables profesiones del derecho y la medicina.

Esa poco próspera raza habitualmente denominada hombres de letras se halla en una situación muy parecida a la que probablemente se encontraría los abogados y los médicos en el supuesto mencionado antes. En toda Europa la mayor parte de ellos han sido educados por la iglesia, pero por varias razones no han ingresado en las órdenes sagradas. Al haber sido formados, entonces, a expensas del público, su número es tan abundante que en todas partes ha moderado el precio de su trabajo hasta una muy parva recompensa.

Antes de la invención de la imprenta el único empleo donde un hombre de letras podía aprovechar de alguna manera su talento era el de profesor particular o público, es decir, comunicando a otros el conocimiento curioso y útil que había adquirido, y este es todavía ciertamente el empleo más honorable, más útil y en general incluso más rentable que el de escribir para un editor, ocupación a que la imprenta ha dado lugar. El tiempo y el estudio, el genio, sabiduría y aplicación necesarios para llegar a ser un profesor eminente en las ciencias son al menos iguales a los necesarios para ser uno de los mejores abogados o médicos. Pero la remuneración habitual de un profesor distinguido no guarda ninguna proporción con la del abogado o el médico, porque el oficio del primero está abarrotado de personas indigentes que han sido educados para el mismo a expensas del público, mientras que en las otras dos profesiones son pocos los que llegan sin haberse costeado ellos mismos sus estudios. Pero en todo caso la remuneración normal de los profesores públicos y particulares, por pequeña que pueda parecer, sería indudablemente todavía menor si la competencia de aquellos otros hombres de letras que escriben a cambio de pan no hubiese desaparecido del mercado. Antes de inventarse la imprenta, estudioso y pordiosero eran vocablos casi sinónimos. Parece que con anterioridad los rectores de las universidades otorgaban a menudo a sus estudiantes un permiso para mendigar.

En la antigüedad, cuando no existían esas caridades para formar a indigentes en las profesiones ilustradas, las remuneraciones de los profesores eminentes eran muy elevadas. Isócrates, en lo que se llama su discurso contra los sofistas, acusa de incoherencia a los profesores de su época. «Hacen a sus estudiantes magníficas promesas», sostiene, «y les enseñan a ser sabios, felices y justos, y a cambio de un servicio tan relevante estipulan la magra retribución de cuatro o cinco minas. Los que enseñan sabiduría», continúa, «deberían realmente ser sabios; pero si cualquier hombre ofreciera ese trato por ese precio, sería con seguridad reo de la estupidez más evidente». Es claro que no pretendía exagerar la remuneración y podemos estar seguros de que no era menor de lo que dice. Cuatro minas equivalían a trece libras, seis chelines y ocho peniques; cinco minas a dieciséis libras, trece chelines y cuatro peniques. Por lo tanto, una suma no más pequeña que la mayor de ellas debía ser entonces lo que se pagaba normalmente a los profesores más distinguidos de Atenas. Isócrates mismo pedía a cada estudiante diez minas, o treinta y tres libras, seis chelines y ocho peniques. Se dice que cuando enseñó en Atenas tenía cien discípulos. Pienso que tal era el número de los que enseñaba al mismo tiempo, o que acudían a lo que podríamos llamar un curso de lecciones, un número que no parece extraordinario para una ciudad tan grande y un maestro tan famoso, que además enseñaba la ciencia que en aquellos tiempos estaba más en boga, la retórica. Por cada curso, entonces, debía cobrar unas mil minas, o tres mil trescientas treinta y tres libras, seis chelines y ocho peniques. Plutarco nos dice en otro lugar que mil minas era su Didactron, o el precio habitual de sus enseñanzas. Muchos otros grandes profesores de la época amasaron cuantiosas fortunas. Gorgias regaló al templo de Delfos su propia estatua en oro puro, aunque no creo que debamos suponer que era de tamaño natural. Su estilo de vida, como el de Hipias y Protágoras, otros dos eminentes profesores de la época, es descrito por Platón como espléndido e incluso ostentoso. Se dice que el propio Platón vivió magníficamente. Aristóteles, después de haber sido tutor de Alejandro y haber sido, como es universalmente reconocido, magníficamente remunerado por él y por su padre Filipo, decidió a pesar de todo que le convenía volver a Atenas y reanudar sus enseñanzas en su escuela. Los profesores de ciencias eran entonces probablemente menos comunes de lo que llegarían a ser una o dos generaciones después, cuando la competencia probablemente redujo tanto el precio de su trabajo como la admiración por sus personas. Los más relevantes, de todas maneras, disfrutaron siempre de una consideración muy superior a la de cualquiera de sus semejantes en la actualidad. Los atenienses enviaron a Carneades el académico y a Diógenes el estoico en solemne embajada a Roma; aunque su ciudad había declinado entonces desde su antiguo esplendor, era todavía una república independiente y respetable. Carneades, además, era babilonio por nacimiento, y dado que nunca hubo gente más cerrada que los atenienses a la admisión de extranjeros en cargos públicos, la consideración que le tenían debió ser muy grande.

Tomada en su conjunto, acaso esta desigualdad sea más ventajosa que perjudicial para el público. Puede degradar la profesión de un profesor público, pero la baratura de la educación es sin duda una ventaja que compensa con creces este ligero inconveniente. Si la constitución de los colegios y universidades fuese más razonable de lo que actualmente es en la mayor parte de Europa, la sociedad obtendría un beneficio aún mayor.

Tercero, la política de Europa, al obstruir la libre circulación de trabajo y capital tanto entre empleos como entre lugares, ocasiona a veces una muy inconveniente desigualdad en el conjunto de las ventajas y desventajas de sus distintos empleos.

El estatuto de aprendizaje obstruye la libre circulación del trabajo de un empleo a otro, incluso en el mismo lugar. Los privilegios exclusivos de los gremios lo obstruyen de un lugar a otro, incluso en el mismo empleo.

Ocurre a menudo que mientras los trabajadores de una industria reciben altos salarios, los de otra deben conformarse con apenas la subsistencia. Los unos están en un estado progresivo y disfrutan, por tanto, de una demanda permanente de mano de obra adicional; los otros padecen un estado regresivo, y la sobreabundancia de mano de obra crece sin cesar. Esas dos industrias pueden a veces coincidir en la misma ciudad, a veces en el mismo barrio, y no ser capaces de brindarse asistencia recíproca alguna. El estatuto de aprendizaje puede impedirlo en un caso, y tanto él como una corporación exclusiva en el otro. Pero en muchas industrias distintas las operaciones son tan parecidas que los trabajadores podrían sin dificultad cambiar de una a otra, si esas leyes absurdas no lo impidiesen. Las artes de tejer lienzos y sedas lisos, por ejemplo, son casi idénticas. La de tejer lana es algo diferente, pero la diferencia es tan insignificante que un tejedor de lienzo o seda podría convertirse en un obrero aceptable en muy pocos días. Si alguna de esas tres industrias estuviese en decadencia, por lo tanto, los trabajadores podrían encontrar cobijo en cualquiera de las otras dos que estuviese en una condición más próspera; y sus salarios no subirían tanto en la industria progresiva ni bajarían tanto en la regresiva. Es verdad que la manufactura del lino en Inglaterra está, por un estatuto especial, abierta a cualquiera, pero al no estar demasiado desarrollada en la mayor parte del país no puede suministrar un abrigo universal a los trabajadores de las industrias decadentes que, siempre que el estatuto de aprendizaje esté en vigor, no tienen más opción que recurrir a la caridad de las parroquias o trabajar como peones ordinarios, para lo cual están mucho peor cualificados que para cualquier tipo de industria que se parezca en algo a la suya. Por ello, generalmente escogen la parroquia.

Todo lo que obstaculice la libre circulación del trabajo de un empleo a otro, hace lo propio con el capital, puesto que la cantidad de capital que puede ser invertida en cualquier negocio depende muy estrechamente de la cantidad de trabajo que pueda ser empleada en él. Las leyes gremiales, empero, obstruyen menos la libre circulación del capital de un lugar a otro que la del trabajo. En todas partes es más sencillo para un comerciante acaudalado el obtener el permiso de negociar en una ciudad gremial, que para un pobre artesano el de trabajar en ella. La obstrucción de las leyes gremiales a la libre circulación del trabajo es algo común, creo, en todas partes de Europa. Pero la derivada de las leyes de pobres es, en la medida de mis conocimientos, peculiar de Inglaterra. Consiste en la dificultad de un pobre para conseguir la residencia o incluso el permiso de trabajo en cualquier otra parroquia que no sea la suya. Las leyes gremiales obstaculizan sólo la libre circulación de artesanos y manufactureros. Pero la dificultad de obtener la residencia obstaculiza incluso la de los peones. Quizás valga la pena describir el origen, desarrollo y estado actual de este trastorno, quizás el mayor de todos los de la política de Inglaterra.

Cuando la destrucción de los monasterios privó a los pobres de la caridad de esas casas religiosas, después de algunos frustrados intentos de aliviar su situación, en el año cuarenta y tres del reinado de Isabel se estableció, c. 2, que cada parroquia debía socorrer a sus propios pobres; y que se nombrarían anualmente celadores que junto con los procuradores recaudarían las sumas necesarias para este propósito mediante una tasa parroquial.

Este estatuto impuso sobre cada parroquia la necesidad de atender a los pobres; por lo tanto, quién debía ser considerado un pobre de una parroquia se convirtió en una cuestión importante. Después de algún debate la cuestión se zanjó en los años trece y catorce de Carlos II, cuando se decretó que toda persona obtendría su residencia en una parroquia tras cuarenta días seguidos de permanencia en ella, pero que durante ese tiempo era lícito que dos jueces de paz, a instancias de los celadores y procuradores, trasladasen a cualquier habitante nuevo de la parroquia hasta la última parroquia donde hubiese estado legalmente establecido, salvo que pudiese alquilar un alojamiento de diez libras anuales, o que pudiese brindar en descargo de la parroquia donde estaba tantas seguridades como esos jueces considerasen suficientes.

Se cuenta que a consecuencia de este estatuto se cometieron algunos fraudes; los funcionarios parroquiales sobornaban a veces a sus propios pobres para que clandestinamente se fuesen a otra parroquia, estuviesen allí ocultos durante cuarenta días y ganasen así la residencia allí, en descargo de la parroquia a la que en realidad pertenecían.

Se estableció por ello en el primer año de Jacobo II que los cuarenta días de permanencia ininterrumpida necesarios para obtener la residencia contasen sólo desde el momento en que el recién llegado notificase por escrito su domicilio y el número de sus familiares a alguno de los celadores o procuradores de la parroquia.

Parece, sin embargo, que los funcionarios parroquiales no eran siempre más honestos con respecto a su propia parroquia de lo que habían sido con respecto a las parroquias ajenas, y en ocasiones actuaron como cómplices de las intrusiones, recibieron la notificación pero no tomaron ninguna medida en consecuencia. Como se suponía que toda persona en una parroquia estaría interesada en prevenir en todo lo posible la carga que representaban los intrusos, se decretó en el tercer año de Guillermo III que los cuarenta días de permanencia contarían sólo desde el momento de la publicación de dicha notificación por escrito un domingo inmediatamente después del servicio religioso.

«Después de todo», dice el Doctor Burn, «es raro que se obtenga el permiso de residencia merced a los cuarenta días continuados después de la publicación de la notificación por escrito; el objetivo de tales disposiciones no es tanto otorgar permisos de residencia como evitarlos, puesto que la notificación fuerza a las parroquias a expulsar a las personas que entran clandestinamente en ellas. Pero si la situación de una persona es tal que resulta dudoso que pueda permanecer o no, la notificación compele a la parroquia bien a aceptar su permanencia continuada durante cuarenta días, bien a demostrar que con arreglo a la ley tiene derecho a expulsarla».

En consecuencia, el estatuto hizo imposible que un pobre obtuviese la residencia a la manera tradicional, mediante los cuarenta días de permanencia. Sin embargo, a fin de no dar la impresión de que el pueblo llano de una parroquia jamás podría establecerse con ninguna seguridad en otra, se indicaron cuatro vías adicionales para obtener la residencia sin entrega ni publicación de notificación alguna. La primera era la aceptación y el pago de las tasas parroquiales; la segunda, el ser elegido para un oficio en la parroquia y servir durante un año; la tercera, actuar como aprendiz en la parroquia; la cuarta, tener un contrato de trabajo durante un año y no cambiar de empleo durante el mismo.

Nadie puede conseguir la residencia mediante las dos primeras vías como no sea con el consentimiento público de toda la comunidad, que conoce bien las consecuencias de adoptar a un recién llegado que no tiene para mantenerse más que su trabajo, y que o bien le imponga las tasas parroquiales o lo seleccione para un cargo en la parroquia.

Ningún hombre casado podrá obtener la residencia mediante las dos últimas vías. Un aprendiz casi nunca está casado; y se ha establecido expresamente que ningún sirviente casado podrá conseguir la residencia merced a un contrato anual. El efecto principal de haber estipulado la residencia por trabajo ha sido abolir en gran medida la vieja costumbre de contratar por un año, que antes estaba tan extendida en Inglaterra que incluso hoy, a menos que se especifique lo contrario, la ley supone que cada sirviente es contratado por un año. Pero los patronos no están siempre dispuestos a otorgar a sus sirvientes la residencia mediante contratos de ese tipo, y los sirvientes no están siempre dispuestos a ser contratados por ese plazo, dado que como cada residencia supone la renuncia a las anteriores, pueden así perder su residencia original en el sitio donde han nacido, y donde viven sus padres y familiares.

Es evidente que ningún trabajador independiente, obrero o artesano, podrá alcanzar una nueva residencia sea por aprendizaje o por servicio. Cuando esa persona, entonces, llevaba su trabajo a una nueva parroquia, estaba expuesto a ser expulsado, por más saludable y laborioso que fuese, según el capricho del celador o procurador, salvo que alquilase un alojamiento de diez libras por año, algo imposible para quien sólo vive de su trabajo, o que presentase una garantía que eximiese a la parroquia de sus obligaciones, a satisfacción de dos jueces de paz. La garantía que ellos puedan exigir queda totalmente a su arbitrio, pero no será menor a treinta libras, puesto que se ha decretado que la compra de una finca de pleno dominio por menos treinta libras no proporciona a nadie el derecho de residencia, puesto que no es suficiente para descargar a la parroquia de sus obligaciones. Evidentemente no es una garantía que pueda aportar una persona que viva de su trabajo; y con frecuencia se exigen fianzas mucho mayores.

Los certificados fueron inventados para restaurar en alguna medida la libre circulación del trabajo que estos diversos estatutos llegaron a suprimir casi por completo. En los años octavo y noveno de Guillermo III se estipuló que si cualquier persona podía aportar un certificado de la última parroquia donde había residido, firmado por los celadores y procuradores de los pobres, y autorizado por dos jueces de paz, entonces cualquier otra parroquia quedaba obligada a recibirlo; no podría ser expulsado meramente por la probabilidad de llegar a ser una carga para la parroquia sino cuando se convierte en una carga de hecho. En tal caso la parroquia que expidió el certificado se comprometía a pagar tanto los gastos de su manutención como de su traslado. Y para abundar en la perfecta seguridad de la parroquia a donde iba a residir la persona con un certificado, se estableció por el mismo estatuto que no podría obtener la residencia allí en manera alguna, salvo mediante el alquiler de un alojamiento de diez libras por año o desempeñando durante un: año a sus propias expensas un cargo en la parroquia; es decir, ni por notificación, ni servicio, ni aprendizaje, ni pago de las tasas parroquiales. En el año 12 de la Reina Ana, stat. I c. 18, se decretó adicionalmente que ni los sirvientes ni los aprendices de las personas certificadas obtendrían la residencia en la parroquia donde residiesen con dichos certificados.

Esta juiciosa observación del Doctor Burn nos permite evaluar en qué medida esta invención ha restaurado la libre circulación del trabajo que los estatutos precedentes habían virtualmente aniquilado: «Es obvio», sostiene, «que existen varias buenas razones para exigir certifica dos a todas las personas que vienen a instalarse a cualquier sitio; a saber, que las personas que residan gracias a ellos no puedan obtener la domiciliación mediante aprendizaje, o servicio, o notificación o pago de las tasas parroquiales; que no puedan domiciliar a aprendices ni sirvientes; que si se vuelven una carga, haya un sitio definido a donde remitirlos, y que la parroquia va a ser resarcida por su traslado y su manutención durante ese tiempo; y que si caen enfermos y no pueden ser trasladados, la parroquia que expidió el certificado debe mantenerlos: nada de esto se lograría sin certificados. Estas razones impulsarán las parroquias a no conceder certificados en los casos normales, ya que es más que probable que recibirán nuevamente a las personas certificadas, y en peores condiciones». La moraleja de esta observación es que los certificados deberían siempre ser exigidos por la parroquia a donde un pobre viene a vivir, pero que casi nunca deberían ser expedidos por la parroquia que se propone abandonar. El mismo y muy inteligente autor dice en su Historia de las Leyes de Pobres: «Existe una cierta crueldad en esta cuestión de los certificados, al otorgar a un funcionario parroquial el poder de, por así decirlo, encarcelar a un hombre de por vida, a pesar de lo inconveniente que pudiese resultar para él continuar en el sitio donde tiene la desgracia de residir, o de lo ventajoso que estimase el vivir en otra parte». Aunque un certificado no es un testimonio de buena conducta, y no certifica nada más que la persona pertenece a la parroquia a la que efectivamente pertenece, el concederlo o rechazarlo es materia absolutamente discrecional de los funcionarios parroquiales. El Doctor Burn cuenta que una vez se presentó una propuesta para obligar a los celadores y procuradores parroquiales a expedirlos, pero el Tribunal Supremo del rey la rechazó, considerándola fuera de lugar.

El precio tan distinto del trabajo que a menudo vemos en Inglaterra en lugares no muy distantes entre sí se debe probablemente a la obstrucción que la legislación de residencia impone al pobre que podría ir con su trabajo de parroquia en parroquia si no hubiese certificados. Es verdad que a veces se tolera que resida sin certificado un hombre soltero, si es sano y laborioso; pero si lo intenta un hombre con mujer e hijos, es casi seguro que en la mayoría de las parroquias sería expulsado; y si el hombre soltero se casa, con toda probabilidad lo expulsarían también. Y así, la escasez de mano de obra en una parroquia, no puede ser aliviada por la sobreabundancia en otra, tal como ocurre normalmente en Escocia y, según creo, en todos los países donde no existen dificultades para la residencia. En esos países, aunque los salarios pueden en ocasiones subir un poco en las cercanías de una gran ciudad, o donde sea que haya una demanda extraordinaria de trabajo, y bajar gradualmente a medida que aumenta la distancia a tales sitios hasta alcanzar la tasa corriente del país, nunca encontraremos esas diferencias abruptas e inexplicables en los salarios de lugares vecinos que vemos en ocasiones en Inglaterra, donde a menudo es más difícil para un pobre el atravesar la frontera artificial de una parroquia que un brazo de mar o una cordillera, fronteras naturales que en ocasiones separan muy claramente tipos salariales muy diferentes en otros países.

El expulsar a un hombre, sin que haya cometido falta alguna, de la parroquia que ha elegido como residencia es una violación evidente de la libertad natural y la justicia. Y el pueblo inglés, tan celoso de su libertad, pero como el pueblo de tantos otros países desconocedor de su significado, ha soportado esta opresión durante más de un siglo sin ponerle remedio. Aunque hombres cultos han criticado la ley de residencia como un agravio público, jamás ha sido objeto de un clamor popular generalizado, como el que se alzó contra las garantías generales, práctica indudablemente abusiva pero que no era probable que diese lugar a una vejación universal. Y me atrevería a decir que no casi no hay un pobre de cuarenta años en Inglaterra que en algún momento de su vida no haya sentido la cruel opresión de la absurda legislación de residencia.

Concluiré este largo capítulo observando que aunque antiguamente era usual tasar los salarios, primero mediante leyes generales que abarcaban todo el reino, y después mediante órdenes particulares de los jueces de paz en cada condado, ambas prácticas se hallan hoy completamente en desuso. Dice el Doctor Burn: «La experiencia de los últimos cuatrocientos años indica que ya es hora de abandonar todos los intentos de regular estrictamente aquello que por su propia naturaleza no se presta a limitaciones prolijas: porque si todas las personas que realizan el mismo tipo de trabajo recibiesen idéntico salario, no habría emulación ni posibilidad para desarrollar la laboriosidad y el ingenio».

Sin embargo, todavía hay determinadas leyes parlamentarias que en ocasiones intentan regular los salarios en algunos oficios y lugares. Así en el octavo año de Jorge III se prohibió bajo cuantiosas multas que los maestros sastres de Londres y cinco millas a la redonda pagasen, y sus trabajadores aceptasen, más de dos chelines y siete peniques y medio por día, excepto en el caso de un luto nacional. Cada vez que los legisladores tratan de regular las diferencias entre los patronos y sus trabajadores, consultan siempre a los patronos. Entonces, cuando la reglamentación favorece a los trabajadores, es siempre justa y equitativa, pero a veces ocurre lo contrario cuando favorece a los patronos. Así, la ley que obliga a los patronos en diversas actividades a pagar a sus trabajadores en dinero y no en especie es bastante justa y equitativa. No impone una verdadera carga sobre los patronos. Sólo los fuerza a pagar en dinero lo que antes decían que pagaban en mercancías, aunque en realidad no siempre lo hacían. Esta ley está a favor de los trabajadores; pero la del octavo año de Jorge III favorece a los patronos. Cuando los patronos se unen para reducir los salarios de sus trabajadores, normalmente acuerdan de forma privada no pagar más de una cierta cantidad en salarios, bajo una pena determinada. Si los trabajadores se agrupasen análogamente en sentido contrario para no aceptar bajo multa menos de un salario dado, la ley los castigaría con toda severidad. Si fuese imparcial, trataría de igual forma a los patronos, pero la disposición del año octavo de Jorge III impone de forma legal esa misma regulación que los patronos procuran a veces establecer mediante sus asociaciones. Las protestas de los trabajadores porque pone en pie de igualdad a los más capaces y laboriosos y a los corrientes están perfectamente bien fundadas.

En la antigüedad era también habitual intentar regular los beneficios de los comerciantes y otros empresarios, mediante la tasa del precio de las provisiones y otros bienes. La tasa del pan es, que yo sepa, la única sobreviviente de esa antigua costumbre. Cuando existen corporaciones exclusivas quizás resulte conveniente regular el precio de lo que es más necesario para la vida. Pero cuando no las hay, la competencia lo regulará mucho mejor que ninguna tasa. El método para tasar el pan establecido en el año treinta y uno de Jorge 11 no se pudo aplicar en Escocia, por un defecto de la ley; su ejecución dependía de la oficina de inspección del mercado, que allí no existía. El defecto no fue subsanado hasta el tercer año de Jorge III. La ausencia de la tasa no produjo inconveniente alguno y su establecimiento en los pocos lugares en que ha sido posible no generó ninguna ventaja apreciable. En la mayor parte de las ciudades de Escocia hay gremios de panaderos que reivindican privilegios exclusivos, aunque no son respetados estrictamente.

La proporción entre las diferentes tasas de salarios y beneficios en los distintos empleos del trabajo y el capital no parece verse muy afectada, como ya se ha indicado, por la riqueza o la pobreza, ni el estado progresivo, estacionario o regresivo de la sociedad. Aunque estas revoluciones en el bienestar general influyen sobre las tasas tanto de salarios como de beneficios, lo hacen en última instancia de la misma forma en los diferentes empleos. La proporción entre ellas, por lo tanto, permanece inalterada y no puede ser modificada por tales revoluciones, al menos no durante un tiempo prolongado.

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