Capítulo 3 De la acumulación del capital, o del trabajo productivo e improductivo

Hay un tipo de trabajo que aumenta el valor del objeto al que se incorpora, y hay otro tipo que no tiene ese efecto. En tanto produce valor, el primero puede ser llamado trabajo productivo; y el segundo, trabajo improductivo. El operario industrial añade generalmente al valor de los materiales con los que trabaja el de su propia manutención y el del beneficio de su patrono. Por el contrario, la labor de un sirviente no añade valor a nada. Aunque el obrero industrial recibe su salario del patrono, en realidad no le cuesta nada, porque el valor de ese salario resulta normalmente restaurado, junto con un beneficio, en el mayor valor del objeto sobre el que emplea su trabajo. La manutención de un sirviente, en cambio, nunca es repuesta. Un hombre se hace rico si contrata a una multitud de obreros, pero se hace pobre si mantiene a una multitud de sirvientes. El trabajo de estos últimos tiene valor y merece una remuneración tanto como el de los primeros. Pero el trabajo de un operario industrial se fija e incorpora en un objeto concreto o mercancía vendible, que perdura por algún tiempo después de finalizado el trabajo. Representa, por así decirlo, una cierta cantidad de trabajo acumulada y almacenada para ser empleada, si es necesario, en otra ocasión. El objeto, o lo que es lo mismo: el precio del objeto puede más tarde, si resulta necesario, poner en movimiento una cantidad de trabajo igual a la que originalmente lo produjo. Pero el trabajo de un sirviente, por el contrario, no se fija ni incorpora en ningún objeto concreto ni mercancía vendible. Normalmente sus servicios perecen el mismo momento de ser prestados, y rara vez dejan tras de sí rastro o valor alguno a cambio del cual pueda conseguirse después una cantidad igual de servicios.

Algunos de los trabajos más respetables de la sociedad son como el de los sirvientes: no producen valor alguno que se fije o incorpore en un objeto permanente o mercancía vendible, que perdure una vez realizado el trabajo, y a cambio del cual se pueda procurar después una misma cantidad de trabajo. El soberano, por ejemplo, y todos los altos cargos que lo sirven, tanto de justicia como militares, el ejército y la marina completos, son trabajadores improductivos. Son servidores públicos y son mantenidos con una fracción del producto anual del trabajo de otras personas. Sus servicios, por honorables, útiles o necesarios que sean, no producen nada a cambio de lo cual pueda conseguirse después igual cantidad de servicios. La protección, seguridad y defensa de la comunidad, que son el efecto de su trabajo este año, no comprará la protección, seguridad y defensa del año que viene. En la misma categoría hay que situar a algunas de las profesiones más serias e importantes y también a algunas de las más frívolas: sacerdotes, abogados, médicos, hombres de letras de todas las clases; actores, bufones, músicos, cantantes de ópera, bailarines, etc. El trabajo del más modesto de todos ellos tiene un valor, determinado según los mismos principios que regulan el de cualquier otra suerte de trabajo; y el del más noble y útil no produce nada que pueda después comprar o procurar una cantidad igual de trabajo. Como la declamación del actor, la arenga del orador y la melodía del músico, la labor de todos ellos perece en el mismo instante de su producción.

Los trabajadores productivos, los improductivos y los que no trabajan en absoluto, son todos ellos mantenidos con el producto anual de la tierra y el trabajo del país. Este producto puede ser muy grande, pero jamás será infinito, siempre tendrá unos límites. Por eso, según que la proporción destinada cada año a mantener brazos improductivos sea menor o mayor, quedará para los productivos más en un caso y menos en otro, y el producto anual del año siguiente será consecuentemente mayor o menor; si exceptuamos las producciones espontáneas de la tierra, todo el producto anual es el efecto del trabajo productivo.

Aunque todo el producto anual de la tierra y el trabajo de cualquier país está destinado indudablemente en última instancia a satisfacer el consumo de sus habitantes y procurarles un ingreso, cuando surge primero de la tierra o de las manos de los trabajadores productivos se divide naturalmente en dos partes. Una de ellas, a menudo la mayor, se dirige a reponer el capital o a renovar las provisiones, materiales y artículos terminados que han sido retirados del capital; la otra constituye el ingreso del propietario del capital, su beneficio, o el ingreso de alguna otra persona, como renta de su tierra. Así, del producto de la tierra una parte repone el capital del granjero y otra parte paga su beneficio y la renta del terrateniente, y constituye de tal manera un ingreso tanto para el propietario del capital, en carácter de beneficio, como para otra persona, en carácter de renta de su tierra. De la misma forma, del producto de una gran industria una parte, y siempre la mayor, repone el capital del empresario; y la otra parte paga su beneficio y representa así un ingreso para el propietario del capital.

La parte del producto anual de la tierra y el trabajo de cualquier país que repone el capital nunca se invierte en otra cosa que no sea mantener brazos productivos. Sólo paga salarios de trabajadores productivos. La parte que se destina al ingreso, como beneficio o como renta, puede sostener indistintamente brazos productivos e improductivos.

Cualquiera sea la parte de su fortuna que un hombre invierte como capital, siempre espera reponerla con un beneficio. Por eso la emplea en mantener manos productivas; tras servir como capital para él, representa un ingreso para ellas. Cuando invierte una parte en sostener manos improductivas de cualquier tipo, esa parte resulta desde ese mismo instante retirada de su capital y colocada en el fondo reservado para su consumo inmediato.

Los trabajadores improductivos y todos los que no trabajan en absoluto viven del ingreso; o bien, en primer lugar, de la parte del producto anual que se destina originalmente al ingreso de algunas personas, como renta de la tierra o beneficios del capital; o en segundo lugar, de la parte destinada originalmente sólo a la reposición del capital y manutención de trabajadores productivos, pero que una vez que llega a su poder, toda sección que supere la indispensable subsistencia puede ser gastada indistintamente en mantener brazos productivos o improductivos. Así, no sólo el gran señor o el comerciante acaudalado pueden tener sirvientes domésticos, sino también el trabajador común, si gana lo suficiente; también puede el trabajador común ir al teatro o a una función de marionetas y contribuir así al sostenimiento de un conjunto de trabajadores improductivos; o puede pagar impuestos y así colaborar en la manutención de otro conjunto, ciertamente más honorable y útil, pero igualmente improductivo. Pero ninguna sección del producto anual originalmente destinada a reponer el capital es dirigida jamás hacia el sostenimiento de mano de obra improductiva sino después de haber puesto en marcha su complemento íntegro de trabajo productivo, o todo el que podía movilizar dada la forma en que fue invertido. Antes de que pueda gastar una parte de su salario de esa manera, el trabajador debe haber recibido su paga por el trabajo realizado. Esa parte es además generalmente pequeña. Se trata del sobrante de su ingreso solamente, y a los trabajadores productivos rara vez les sobra mucho. Suelen tener algo, empero, y en el pago de impuestos puede que la amplitud de su número compense en alguna medida la pequeñez de sus contribuciones individuales. En todos los sitios, por tanto, las fuentes principales de las que obtiene su subsistencia la mano de obra improductiva son la renta de la tierra y los beneficios del capital. Se trata de los dos ingresos de los que los beneficiarios disfrutan de un sobrante mayor. Ambos pueden mantener indistintamente trabajo productivo o improductivo, aunque parecen sentir predilección por este último. El gasto de un gran señor alimenta por regla general a mucha más gente ociosa que trabajadora. El comerciante acaudalado, aunque mantiene con su capital sólo a gente laboriosa, cuando se trata de su gasto, es decir, del empleo de su ingreso, alimenta a la misma clase de personas que el gran aristócrata.

La proporción, en consecuencia, entre los brazos productivos e improductivos en cada país depende estrechamente de la relación entre esa parte del producto anual que tan pronto como surge de la tierra o de las manos de los trabajadores productivos se destina a reponer el capital, y la que adopta la forma de ingreso, sea como renta o como beneficio. Esta relación diverge mucho entre los países ricos y los pobres.

En la actualidad, y en los países opulentos de Europa, una parte muy grande, con frecuencia la más grande, del producto de la tierra es destinada a la reposición del capital del agricultor rico e independiente, y la otra al pago de sus beneficios y de la renta del terrateniente. Pero antiguamente, cuando prevalecía el sistema feudal, bastaba una fracción muy reducida del producto para reponer el capital invertido en los cultivos. Habitualmente consistía en unas pocas reses miserables, que se alimentaban sólo de la producción espontánea de las tierras eriales y que podían, en consecuencia, ser consideradas como integrantes de esa producción espontánea. Pertenecían por lo general al terrateniente y eran adelantadas por él a los ocupantes de la tierra. A él le pertenecía también todo el resto del producto, fuese como renta por su tierra o como beneficio por su escuálido capital. Los ocupantes de la tierra eran normalmente siervos, cuyas personas y efectos le pertenecían también. Los que no eran siervos eran arrendatarios voluntarios, y aunque la renta que pagaban era con frecuencia nominalmente muy pequeña, en realidad absorbía todo el producto de la tierra. El señor podía en cualquier momento reclamarles trabajo en tiempos de paz y servicio en tiempos de guerra. Aunque vivían alejados de su casa, eran tan dependientes de él como los sirvientes que habitaban en ella. El producto total de la tierra pertenecía al señor porque podía disponer del trabajo y el servicio de todos aquellos que dicho producto mantenía. En la situación actual de Europa, la cuota del terrateniente rara vez supera a un tercio, y en ocasiones no llega a un cuarto del producto total de la tierra. La renta de la tierra, sin embargo, en todas las zonas adelantadas, se ha triplicado y cuadruplicado desde aquellos tiempos antiguos; y así un tercio o un cuarto del producto anual es tres o cuatro veces más grande que lo que antes era el total. Con el desarrollo, aunque la renta sube en proporción a la superficie, baja en proporción al producto de la tierra.

En las naciones ricas de Europa se emplean hoy cuantiosos capitales en el comercio y la industria. En la antigüedad, el exiguo comercio y las escasas y toscas manufacturas requerían muy poco capital. Estos, no obstante, debieron rendir abultados beneficios. En ninguna parte el tipo de interés era inferior al diez por ciento y los beneficios debían ser suficientes para soportar un interés tan elevado. Hoy en los sitios avanzados de Europa la tasa de interés no es superior al seis por ciento, y en los más adelantados es del cuatro, tres y hasta del dos por ciento. Aunque aquella sección del ingreso de los habitantes derivada de los beneficios del capital siempre es mayor en los países ricos que en los pobres, ello se debe a que el capital es mucho más grande: vistos en proporción al capital, los beneficios son generalmente muy inferiores.

Por lo tanto, aquella parte del producto anual que según surge de la tierra o de las manos de los trabajadores productivos se destina a reponer el capital es no sólo mucho mayor en los países ricos que en los pobres, sino que guarda una proporción mucho más grande con respecto a la que se destina de inmediato a ingreso, sea como renta o como beneficio. Los fondos dedicados a la manutención de trabajo productivo no sólo son mayores en los primeros que en los segundos sino que guardan una proporción mucho mayor con respecto a aquellos que, aunque puedan ser invertidos en el sostenimiento de brazos productivos o improductivos, muestran generalmente una predilección por estos últimos.

La proporción entre esos diferentes fondos necesaria mente determina en cualquier país el carácter general de sus habitantes en lo que respecta a la laboriosidad u ociosidad. Somos más trabajadores que nuestros antepasados porque hoy los fondos dedicados al sostenimiento del trabajo son proporcionalmente mucho mayores que los dedicados a sostener a los ociosos que lo que eran hace dos o tres siglos. Nuestros antepasados eran ociosos porque no había el suficiente estímulo al trabajo. Dice el refrán que es mejor jugar gratis que trabajar gratis. En ciudades comerciales e industriales, donde las clases más bajas del pueblo son mantenidas esencialmente por la inversión del capital, son en general laboriosas, sobrias y prósperas, como en muchas ciudades inglesas y en casi todas las holandesas. En las ciudades que viven básicamente de la residencia temporal o permanente de una corte, y en las que las gentes modestas son mantenidas por el gasto del ingreso, resultan por lo general perezosas, disolutas y pobres, como en Roma, Versalles, Compiegne y Fontainebleau. Salvo en Ruán y Burdeos, hay muy poco comercio o industria en las ciudades francesas llamadas parlamentarias; y el pueblo llano, sostenido fundamentalmente por el gasto de los miembros de las cortes de justicia y de quienes acuden a pleitear ante ellas, es normalmente perezoso y pobre. La intensa actividad de Ruán y Burdeos parece deberse exclusivamente a su localización. Ruán es necesariamente el centro comercial de casi todos los artículos que vienen de países extranjeros o de las provincias marítimas de Francia, y van a ser consumidos en la gran ciudad de París. Burdeos es el depósito de los vinos que se producen en las orillas del Garona y sus afluentes, una de las regiones vinícolas más ricas del mundo y que produce el vino más adecuado para la exportación y que mejor se adapta al paladar de los países extranjeros. Localizaciones tan ventajosas necesariamente atraen un copioso capital por el vasto empleo que le garantizan, y la inversión de este capital es la causa del dinamismo de esas dos ciudades. En las demás ciudades parlamentarías de Francia se emplea apenas más capital que el necesario para abastecer su propio consumo, es decir, apenas más que el mínimo que puede invertirse en ellas. Lo mismo puede decirse de París, Madrid y Viena. De estas tres ciudades, París es con diferencia la más laboriosa, pero París misma es el mercado principal de todas las industrias allí establecidas, y su propio consumo es el objeto principal de todas sus actividades. Londres, Lisboa y Copenhague son quizás las únicas tres ciudades de Europa que son a la vez residencia permanente de una corte y al mismo tiempo ciudades comerciales, o ciudades cuya actividad no se concentra sólo en su propio consumo sino que abarca también el de otras ciudades y países. La localización de las tres es extremadamente ventajosa y las adapta naturalmente para ser centros comerciales de una gran parte de los artículos destinados a ser consumidos en lugares lejanos. En una ciudad donde se gasta un ingreso muy considerable, el emplear provechosamente un capital para otro propósito que no sea satisfacer el consumo de la misma ciudad es probablemente más difícil que en otra donde las clases inferiores no tienen otro sostén que el que derivan de la inversión de ese capital. La ociosidad del grueso de las personas mantenidas a costa del ingreso probablemente corrompe la laboriosidad de aquellas que deberían ser mantenidas mediante la inversión de capital, y vuelve menos rentable el invertir capital allí que en otros lugares. Antes de la Unión había muy poco comercio e industria en Edimburgo. Una vez que el Parlamento escocés dejó de reunirse allí, y cuando dejó de ser la residencia obligada de la nobleza y los caballeros de Escocia, pasó a ser una ciudad con algo de comercio e industria. Sigue siendo aún la sede las principales cortes de justicia escocesas, de las oficinas de aduanas e impuestos, etc. Por tanto, se sigue gastando allí un ingreso apreciable. Es en comercio e industria muy inferior a Glasgow, cuyos habitantes viven fundamentalmente de la inversión de capital. Se ha observado que los habitantes de una gran ciudad, tras haber alcanzado un notable progreso en las manufacturas, se han tornado perezosos y pobres debido a que un gran señor instaló su residencia en la vecindad.

La proporción entre capital e ingreso, entonces, parece determinar en todas partes la relación entre trabajo y ocio. Cuando predomina el capital, prevalece el trabajo; cuando lo hace el ingreso, se impone la pereza. Cada incremento o disminución del capital, por lo tanto, tiende naturalmente a incrementar o disminuir la cantidad real de trabajo, el número de brazos productivos y consiguientemente el valor de cambio del producto anual de la tierra y el trabajo del país, la riqueza real y el ingreso de todos sus habitantes.

Los capitales crecen con la frugalidad y disminuyen con la prodigalidad y el desorden.

Todo lo que una persona ahorre de su ingreso lo añade a su capital, y lo invierte ella misma en emplear un número adicional de brazos productivos o permite que lo haga otra persona, prestándoselo a cambio de un interés, es decir, una participación en los beneficios. Así como el capital de un individuo sólo puede expandirse merced a lo que ahorre de su ingreso anual o sus ganancias anuales, lo mismo sucede con el capital de una sociedad, que es lo mismo que el capital de todos los individuos que la componen y sólo puede crecer de la misma forma.

La causa inmediata del aumento del capital es la frugalidad, no el trabajo. El trabajo ciertamente suministra el objeto que la parsimonia acumula. Pero por mucho que consiga el trabajo, si la sobriedad no lo ahorra y acumula, el capital jamás podrá crecer.

La frugalidad, al incrementar el fondo destinado al sostenimiento de la mano de obra productiva, tiende a incrementar el número de esa mano de obra cuyo trabajo aumenta el valor del objeto al que se incorpora. Tiende así a aumentar el valor de cambio del producto anual de la tierra y el trabajo del país. Pone en marcha una cantidad adicional de trabajo, lo que otorga un valor adicional al producto anual.

El ahorro anual es consumido de forma tan regular como el gasto anual, y además casi en el mismo tiempo, pero es consumido por un conjunto diferente de personas. La fracción de su ingreso que un hombre rico gasta anualmente es en la mayoría de los casos consumida por invitados ociosos y sirvientes, que nada dejan tras de sí en compensación por su consumo. La fracción que ahorra anualmente, y que al buscar una rentabilidad la invertirá inmediatamente como capital, resulta igualmente consumida, y casi en el mismo tiempo, pero por otra clase de personas: trabajadores, operarios y artesanos que reproducen con un beneficio el valor de su consumo anual. Supongamos que recibe su ingreso en dinero. Si lo gasta completamente, los alimentos, vestidos y alojamiento que pueda comprar se distribuirán entre la primera clase de personas. Si ahorra una parte, al buscar una rentabilidad la invertirá de inmediato como capital para él mismo o para otro, y los alimentos, vestidos y alojamiento que con ella se puedan comprar quedarán reservados para la segunda clase de personas. El consumo es el mismo, pero los consumidores son distintos.

Con lo que un hombre frugal ahorra por año no sólo aporta el sostén de un número adicional de trabajadores productivos para ese año o el siguiente sino que, como el fundador de un hospicio, dota por así decirlo un fondo perpetuo para el sostén de un número igual en el futuro. La dotación y funcionamiento perpetuos de este fondo no están ciertamente garantizados por una ley, fideicomiso o escritura de manos muertas. Están siempre protegidos, empero, por un principio muy poderoso: el interés claro y evidente de cada individuo que pueda participar en el mismo. Ninguna sección del fondo podrá ser empleada después en algo distinto de mantener trabajo productivo sin una pérdida evidente para la persona que así la desvía del destino que le corresponde.

El pródigo la desvía de esa manera. Al no limitar su gasto a su ingreso, liquida su capital. Igual que quien pervierte los ingresos de una fundación religiosa y los gasta en objetivos profanos, él paga los salarios de la ociosidad con los fondos que la frugalidad de sus antepasados había, por así decirlo, consagrado al sostén de la laboriosidad. Al reducir los fondos dedicados al empleo de trabajo productivo, necesariamente disminuye, en lo que de él dependa, la cantidad de ese trabajo que añade valor al objeto al que se incorpora y, en consecuencia, el valor del producto anual de la tierra y el trabajo de todo el país, la riqueza e ingreso reales de sus habitantes. Si la prodigalidad de unos no fuese compensada por la frugalidad de otros, la conducta de cada pródigo, al alimentar al perezoso con el pan del trabajador, no sólo tiende a empobrecerlo a él sino también a su país.

Aunque el gasto del derrochador se concentrase en mercancías nacionales y no comprase ninguna extranjera, sus efectos sobre los fondos productivos de la sociedad serían los mismos. Cada año seguiría habiendo una cierta cantidad de alimentos y vestidos que deberían haber sostenido a trabajadores productivos y que sería empleada en sostener a trabajadores improductivos. Cada año, entonces, el valor del producto anual de la tierra y el trabajo del país seguiría siendo algo menos de lo que podría haber sido en otra circunstancia.

Se podría argumentar que si ese gasto no se vuelca en mercancías extranjeras, ni ocasiona exportación alguna de oro y plata, la cantidad de dinero que permanece en el país es la misma que antes. Pero si la cantidad de alimentos y vestidos consumidos por trabajadores improductivos hubiese sido asignada a trabajadores productivos, habría reproducido, con un beneficio, todo el valor de su consumo. En este caso también habría permanecido inalterada la cantidad de dinero del país, y además habría habido una reproducción de un valor igual en mercancías consumibles. Tendríamos dos valores en vez de uno.

Además, no puede mantenerse durante mucho tiempo la misma cantidad de dinero en un país donde disminuye el valor del producto anual. El único uso del dinero es la circulación de bienes. A través de él las provisiones, los materiales y los artículos terminados son comprados y vendidos y distribuidos entre sus correspondientes consumidores. Así, la cantidad de dinero que puede ser empleada anualmente en cualquier país debe estar determinada por el valor de los bienes consumibles que anualmente circulan en él. Estos deben consistir o bien en el producto inmediato de la tierra y el trabajo del país mismo o en lo que ha sido adquirido con alguna parte de este producto. Su valor, en consecuencia, debe disminuir cuando lo hace el valor de dicho producto, y al mismo tiempo la cantidad de dinero empleada en su circulación. Pero el dinero que esta disminución anual de la producción arroja fuera de la circulación nacional no permanecerá inactivo. El interés de cualquiera que lo posea exigirá que sea utilizado. Al carecer de empleo nacional será remitido al extranjero, a pesar de todas las leyes y prohibiciones, y dedicado allí a comprar bienes que puedan resultar útiles en el país. Su exportación anual proseguirá así durante algún tiempo añadiendo algo al consumo anual del país por encima del valor de su propio producto anual. Lo que fue ahorrado del producto anual durante la prosperidad, y utilizado en comprar oro y plata, contribuirá durante un breve lapso a sostener su consumo durante la adversidad. En este caso, la exportación de oro y plata no es la causa sino el efecto de la depresión, y puede incluso durante un corto espacio de tiempo aliviar la miseria de esa depresión.

Por otro lado, la cantidad de dinero en cualquier país debe naturalmente aumentar cuando lo hace el valor del producto anual. Al ser mayor el valor de los bienes que circulan cada año en la sociedad, ello requerirá una cantidad mayor de dinero para hacerlos circular. Una parte del mayor producto, por lo tanto, será naturalmente empleada en la compra, allí donde se pueda, de la cantidad adicional de oro y plata necesaria para que circule el resto. El aumento de esos metales no será en tal caso la causa de la prosperidad pública, sino su efecto. El oro y la plata son adquiridos en todas partes de la misma forma. El alimento, vestido y alojamiento, el ingreso y manutención de todos aquellos cuyo trabajo y capital se ha invertido en traerlos al mercado constituye el precio de los mismos, tanto en el Perú como en Inglaterra. El país que pueda pagar ese precio no permanecerá mucho tiempo sin la cantidad de esos metales que necesite, y ningún país podrá conservar durante mucho tiempo una cantidad que no necesite.

Cualquiera sea, entonces, lo que concibamos como la riqueza e ingreso reales de un país, sea el valor del producto anual de su tierra y trabajo, como dicta la razón, o la cantidad de metales preciosos que circulan en el mismo, como supone el prejuicio vulgar, en cualquiera de los dos casos todo pródigo es un enemigo público y todo hombre frugal un benefactor público.

Los efectos de la mala administración son a menudo iguales que los del despilfarro. Toda empresa disparatada y malograda en la agricultura, las minas, las pesquerías, el comercio o la industria tiende de la misma forma a disminuir los fondos destinados al sostenimiento del trabajo productivo. Aunque en todas esas empresas el capital es consumido sólo por brazos productivos, como es invertido de forma imprudente, esos brazos no reproducen el valor pleno de su consumo, y siempre habrá una disminución en lo que podrían haber sido los fondos productivos de la sociedad.

Es cierto que la prodigalidad o la mala administración de individuos rara vez afectan considerablemente a la situación de todo un gran país, porque el derroche o imprudencia de algunos siempre resultan más que compensados por la frugalidad y sobriedad de otros.

Con respecto al derroche, el principio que impulsa a gastar es la pasión por el placer presente, que aunque resulta a veces violenta y muy difícil de contener, es por lo general sólo momentánea y ocasional. Pero el principio que anima al ahorro es el deseo de mejorar nuestra condición, un deseo generalmente calmo y desapasionado que nos acompaña desde la cuna y no nos abandona hasta la tumba. En todo el intervalo que separa esos dos momentos es probable que no haya un sólo instante en que las personas se encuentren tan perfecta y plenamente satisfechas con su situación que no abriguen deseo alguno de cambio o mejora de ninguna clase. El medio a través del cual la mayoría de la gente aspira a mejorar su condición es el aumento de su fortuna. Se trata de una fórmula vulgar y evidente; y la forma en que más verosímilmente pueden incrementar su fortuna es ahorrar y acumular una parte de lo que obtengan, sea de forma regular y anual, o sea en algunas ocasiones extraordinarias. Aunque el principio del gasto prevalece en casi todos los hombres alguna vez, y en algunos hombres siempre, en la mayoría de ellos, tomando el promedio de todo el transcurso de su vida, el principio de frugalidad no sólo parece prevalecer sino predominar de manera aplastante. En lo que hace a la mala administración, el número de empresas prudentes y triunfantes es en todas partes muy superior al de empresas imprudentes y malogradas. A pesar de todas nuestras quejas sobre la frecuencia de las quiebras, los infelices que padecen esta desgracia son una parte insignificante del total de quienes se dedican al comercio y otros negocios; acaso no representen más del uno por mil. La bancarrota acaso sea la calamidad más devastadora y humillante que pueda ocurrirle a una persona inocente. La mayor parte de la gente, en consecuencia, es lo suficientemente cuidadosa como para eludirla. Es verdad que algunos no lo logran, así como otros no escapan de la horca.

Las grandes naciones nunca se empobrecen por el despilfarro y la mala administración del sector privado, aunque a veces sí por el derroche y la mala gestión del sector público. Todo o casi todo el ingreso público en la mayoría de los países se dedica a mantener trabajadores improductivos. Así son los que componen una corte espléndida, un amplio cuerpo eclesiástico, grandes flotas y ejércitos, que nada producen en tiempos de paz, y que en tiempos de guerra nada consiguen que pueda compensar el coste de mantenerlos, ni siquiera mientras dura la guerra. Como esa gente no produce nada, vive sólo del producto del trabajo de otras personas. Si se multiplican en un número innecesario, puede que en un año concreto consuman una cuota tan abultada de ese producto que no dejen lo suficiente para mantener a los trabajadores productivos que deben reproducirlo el año siguiente. El producto del año siguiente, en tal caso, será inferior al del año anterior, y si el mismo desorden prosigue, el del tercer año será inferior al del segundo. Esos brazos improductivos, que deberían ser sostenidos sólo por una parte del excedente del ingreso del pueblo, pueden llegar a consumir una parte enorme del ingreso total, y obligar así a un número tan grande a liquidar sus capitales, a reducir los fondos destinados al mantenimiento del trabajo productivo, que toda la frugalidad y sobriedad de los individuos no sea capaz de compensar el despilfarro y degradación de la producción ocasionados por este forzado y violento saqueo del capital.

Sin embargo, la experiencia demuestra que la frugalidad y buena administración es en la mayoría de los casos suficiente para compensar no sólo la prodigalidad y desbarajuste de los individuos, sino el derroche del Estado. El esfuerzo uniforme, constante e ininterrumpido de cada persona en mejorar su condición, el principio del que originalmente se derivan tanto la riqueza pública como la privada, es con frecuencia tan poderoso como para mantener el rumbo natural de las cosas hacia el progreso, a pesar tanto del despilfarro del gobierno como de los mayores errores de administración. Actúa igual que ese principio desconocido de la vida animal que frecuentemente restaura la salud y el vigor del organismo no sólo a pesar de la enfermedad sino también de las absurdas recetas del médico.

El valor del producto anual de la tierra y el trabajo de cualquier nación sólo puede ser aumentado si crece el número de sus trabajadores productivos o la capacidad productiva de los trabajadores productivos que ya están empleados. Es evidente que el número de sus trabajadores productivos nunca puede ser incrementado considerablemente si no es como consecuencia de la expansión del capital, o de los fondos destinados a mantenerlos. La capacidad productiva del mismo número de trabajadores no puede aumentar sino como resultado de un añadido o mejora en las máquinas e instrumentos que facilitan y abrevian el trabajo, o de una mejor división y distribución del trabajo. En ambos casos se requiere casi siempre un capital mayor. Sólo con un capital adicional podrá un empresario cualquiera suministrar a sus trabajadores una maquinaria más adelantada u organizar mejor la distribución de la actividad entre ellos. Cuando la tarea a realizar consiste en una serie de partes, el mantener a todas las personas empleadas constantemente de una forma requiere un capital mucho mayor que cuando cada persona está ocasionalmente ocupada de cada una de las diversas partes de la tarea. Entonces, cuando comparamos la situación de un país en dos períodos diferentes y observamos que el producto anual de su tierra y su trabajo es manifiestamente mayor en el segundo que en el primero, que sus tierras están mejor cultivadas, sus industrias más numerosas y florecientes y su comercio más extendido, podemos estar seguros que su capital debe haber aumentado en el intervalo de los dos períodos, y que se debe haber añadido al mismo más por la buena administración de algunos que lo que ha sido retirado sea por el mal manejo de otros o por el despilfarro del gobierno. Comprobaremos que tal ha sido el caso en la mayoría de los países en todas las épocas razonablemente ordenadas y pacíficas, incluso en aquellos que no disfrutaron de los gobiernos más prudentes y parsimoniosos. Para formarnos un juicio correcto deberemos comparar el estado de la nación en períodos algo distantes entre sí. El desarrollo es con frecuencia algo tan gradual que en períodos próximos el progreso no sólo es imperceptible, sino que puede ocurrir que la decadencia de ciertas ramas de la economía o de ciertas zonas del país, algo que puede ocurrir aunque el país en general atraviese una intensa prosperidad, despierte frecuentemente la sospecha de que todas las riquezas y las actividades están decayendo.

El producto anual de la tierra y el trabajo de Inglaterra, por ejemplo, es ciertamente mucho mayor de lo que era hace poco más de un siglo, cuando la restauración de Carlos II. Aunque creo que pocas personas pondrían esto en duda, fue raro que pasaran cinco años a lo largo de todo este período sin que se publicara un libro o folleto, escrito con la habilidad suficiente como para causar alguna impresión en el gobierno, con la pretensión de demostrar que la riqueza de la nación se estaba hundiendo a pasos agigantados, que el país estaba despoblado, la agricultura olvidada, la industria languideciente y el comercio estancado. No todas esas publicaciones fueron panfletos partidistas, desdichados productos de la falsedad y la venalidad. Muchos de ellos fueron escritos por personas muy sinceras y muy inteligentes, que sólo escribían lo que pensaban y por ninguna otra razón sino porque así lo pensaban.

El producto anual de la tierra y el trabajo e Inglaterra, asimismo, fue mayor cuando la restauración que lo que podemos suponer que era cien años antes, cuando subió al trono la reina Isabel. Tenemos también razones para estimar que en ese momento el país estaba mucho más desarrollado que un siglo antes, cuando las disensiones entre las casas de York y Lancaster tocaban a su fin. Incluso entonces estaba probablemente en mejores condiciones que cuando la conquista normanda, y mejor durante ésta que en el confuso período de la heptarquía sajona. Y hasta en ese momento tan remoto el país se hallaba ciertamente más desarrollado que en tiempos de la invasión de Julio César, cuando sus habitantes estaban en una situación similar a la de los salvajes de América del Norte.

Sin embargo, en todos esos períodos hubo no sólo abundante derroche privado y público, varias guerras costosas e innecesarias, intensa desviación del producto anual de la manutención de brazos productivos hacia la de brazos improductivos, sino que en algunas ocasiones, en la confusión del conflicto civil, se produjo una liquidación y destrucción de capital de tal calibre que cualquiera supondría que no sólo retrasó la acumulación natural de riquezas, algo que ciertamente ocurrió, sino que dejó al país al final del período más pobre que al principio. En la etapa más feliz y afortunada de todas, la que ha transcurrido desde la restauración ¿cuántas perturbaciones y desgracias han sobrevenido que, de haber sido previstas, habrían hecho esperar no simplemente el empobrecimiento sino la ruina total del país? El incendio y la peste de Londres, las dos guerras con Holanda, los desórdenes de la revolución, la guerra en Irlanda, las cuatro costosas guerras con Francia de 1688, 1702, 1742 y 1756, además de las dos insurrecciones de 1715 y 1745. Durante las cuatro guerras con Francia la nación se endeudó en más de ciento cuarenta y cinco millones, además de todos los gastos anuales extraordinarios que ocasionaron, con lo que el total no puede ser estimado en menos de doscientos millones. Igualmente grande es la sección del producto anual de la tierra y el trabajo del país que ha sido en distintos momentos desde la revolución empleada en sostener un número extraordinario de trabajadores improductivos. Pero si esas guerras no hubiesen forzado a un capital tan grande en esa dirección, la mayoría del mismo habría sido naturalmente invertida en la manutención de brazos productivos, cuyo trabajo habría repuesto con un beneficio todo el valor de su consumo. El valor del producto anual de la tierra y el trabajo del país habría sido por ello incrementado notablemente en cada año, y el aumento de cada año habría aumentado todavía más el del año siguiente. Se habrían construido más casas, roturado más tierras, y las que se hubiesen roturado antes habrían sido mejor cultivadas, se habrían establecido más industrias, y las ya instaladas habrían progresado más; y no es fácil conjeturar el nivel al que podrían haber llegado en la actualidad la riqueza y el ingreso reales del país. Aunque el derroche del gobierno indudablemente retrasó el desarrollo natural de Inglaterra hacia la riqueza y el progreso, no fue capaz de detenerlo. El producto anual de su tierra y su trabajo es evidentemente muy superior hoy que en la restauración o la revolución. Por lo tanto, el capital invertido anualmente en el cultivo de esa tierra y el mantenimiento de ese trabajo debe ser también muy superior. Frente a todas las exacciones del Estado, este capital ha sido silenciosa y paulatinamente acumulado por la frugalidad privada y el buen comportamiento de los individuos, por su esfuerzo universal, continuo e ininterrumpido en mejorar su propia condición. Este esfuerzo, protegido por la ley y que gracias a la libertad se ha ejercitado de la manera más provechosa, es lo que ha sostenido el desarrollo de Inglaterra hacia la riqueza y el progreso en casi todos los tiempos pasados, y es de esperar que lo siga haciendo en el futuro. Y así como Inglaterra nunca tuvo la suerte de contar con un gobierno parsimonioso, tampoco ha sido la frugalidad la virtud característica de sus habitantes. Resulta por ello una grandísima impertinencia y presunción de reyes y ministros el pretender vigilar la economía privada de los ciudadanos, y restringir sus gastos sea con leyes suntuarias o prohibiendo la importación de artículos extranjeros de lujo. Ellos son, siempre y sin ninguna excepción, los máximos dilapidadores de la sociedad. Que vigilen ellos sus gastos, y dejen confiadamente a los ciudadanos privados que cuiden de los suyos. Si su propio despilfarro no arruina al Estado, el de sus súbditos jamás lo hará.

Así como la frugalidad aumenta el capital público y el dispendio lo disminuye, la conducta de aquellos cuyo gasto coincide con su ingreso, al no acumularlo pero tampoco liquidarlo, ni lo aumenta ni lo disminuye. Sin embargo, algunas clases de gasto parecen contribuir más a la riqueza pública que otras.

El ingreso de un individuo puede ser gastado en objetos que son consumidos de inmediato y en los que el gasto de un día ni alivia ni sostiene al de otro, o puede ser gastado en objetos más durables, que pueden ser por ello acumulables, y en los que el gasto de un día puede, a su elección, aliviar o sostener e incrementar el efecto del gasto del día siguiente. Por ejemplo, un hombre con fortuna puede gastar su ingreso en comidas suntuosas y copiosas, en mantener un gran número de sirvientes domésticos, o en una multitud de perros y caballos; o se puede contentar con una mesa frugal y unos pocos servidores, y destinar el grueso de su gasto en adornar su casa o su residencia campestre, en edificios útiles u ornamentales, en muebles útiles o de adorno, en coleccionar libros, estatuas, cuadros; o en objetos más frívolos, joyas, cachivaches y chucherías ingeniosas de diversa suerte; o en la máxima fruslería: en reunir un vasto guardarropa de finos vestidos, como hizo el favorito y ministro de un gran príncipe que murió pocos años atrás. Si dos hombres de igual fortuna gastan su ingreso el uno fundamentalmente de una forma y el otro de la otra, la magnificencia de la persona cuyo gasto se destinó básicamente a mercancías durables sería cada día mayor, y el gasto de cada día contribuiría a mantener y realzar el efecto del gasto del día siguiente; la riqueza del otro, por el contrario, no sería mayor al final del período que al comienzo. El primero sería al final del período el más rico de los dos. Tendría una cantidad de bienes de diverso tipo, que aunque podría no valer todo lo que han costado, siempre valdrían algo. Pero en el caso del segundo no quedaría rastro ni vestigio de su gasto, y los efectos de diez o veinte años de derroche estarían tan aniquilados como si jamás hubiesen existido.

Así como una de las clases de gasto es más favorable que la otra para la riqueza de una persona, igual ocurre con la riqueza de una nación. Las casas, muebles e indumentaria de los ricos, al poco tiempo, se vuelven útiles para las clases bajas y medias del pueblo, que pueden comprarlos cuando sus superiores se cansan de ellos y así, cuando este tipo de gasto se extiende entre todas las personas de fortuna, mejoran las comodidades generales de toda la población. En países que han sido ricos durante mucho tiempo se puede ver a menudo a las clases inferiores en posesión tanto de casas como de muebles en perfecto estado, pero que no pudieron ser construidas ni fabricados para su uso. Lo que fue residencia de la familia Seymour es hoy una posada junto a la carretera de Bath.

La cama de matrimonio de Jacobo I de Gran Bretaña, que su reina trajo consigo desde Dinamarca como regalo digno de ser presentado por un soberano a otro, decoraba hace unos años una taberna en Dunfermline. En algunas ciudades antiguas que o bien están estancadas o han sufrido cierta decadencia a veces no puede encontrarse ni una sola casa que haya sido edificada para sus habitantes actuales. Además, si se entra en alguna de esas casas, con frecuencia pueden verse muebles anticuados pero excelentes y muy bien conservados, que tampoco pudieron ser fabricados para ellos. Los palacios nobles, villas magníficas, grandes colecciones de libros, estatuas, cuadros y otras curiosidades son con frecuencia adorno y orgullo no sólo del vecindario sino de todo el país al que pertenecen. Versalles es un adorno y un honor para Francia; Stowe y Wilton para Inglaterra. Italia sigue suscitando una suerte de veneración por los monumentos de este tipo que posee, aunque la riqueza que los produjo y el genio que los proyectó parece haberse extinguido, quizás por no haber conservado la misma ocupación.

El gasto en mercancías durables, asimismo, es favorable no sólo a la acumulación sino también a la frugalidad. Si una persona en un momento dado se excede en el mismo, puede remediarlo fácilmente sin exponerse a la censura pública. Pero el reducir considerablemente el número de sirvientes, convertir la mesa de la profusión a la sobriedad, desmantelar todo su equipo una vez que lo ha montado, son alteraciones que inevitablemente serán detectadas por los vecinos, y que se supone que implican alguna clase de reconocimiento de una mala conducta anterior. Por ello son pocos lo que habiendo sido tan desgraciados como para precipitarse excesivamente en esta clase de gasto tienen después el coraje de reformarse antes de que la ruina y la bancarrota los fuerzan a ello. Pero si en un momento determinado una persona ha gastado excesivamente en casas, muebles, libros o pinturas, ninguna imprudencia podrá inferirse de un cambio en su conducta. Esos son objetos en los que con frecuencia el gasto ulterior resulta innecesario gracias a un gasto anterior; cuando una persona deja de gastar, no parece que lo haya hecho porque haya sobrepasado sus medios de fortuna, sino porque ha satisfecho sus caprichos.

El gasto en mercancías durables proporciona además empleo a un número de personas mayor que si se destina a la hospitalidad más dispendiosa. De las doscientas o trescientas libras de peso en artículos alimenticios servidos en un gran festín, quizá la mitad es arrojada a la basura, y siempre hay una buena cantidad tirada y desperdiciada. Pero si el gasto de la fiesta se hubiese invertido en dar empleo a albañiles, carpinteros, tapiceros, mecánicos, etc., una cantidad de provisiones de igual valor habría sido distribuida entre un número mayor de personas, que las habrían adquirido en pequeñas cantidades y no habrían perdido ni malgastado una sola onza. El gasto de esta forma además mantiene brazos productivos, y en la otra, improductivos. Así, de una forma aumenta el valor de cambio del producto anual de la tierra y el trabajo del país, y de la otra lo disminuye.

No quiero decir con todo esto que una clase de gasto denota siempre un espíritu más abierto y generoso que la otra. Cuando un hombre rico gasta su ingreso esencialmente en hospitalidad, comparte la mayor parte con sus amigos y compañeros; pero cuando lo emplea en la compra de mercancías durables, a menudo gasta todo en su propia persona, y no da nada a nadie sin recibir a cambio un equivalente. Este último tipo de gasto, por lo tanto, especialmente cuando se dirige hacia objetos frívolos como pequeños adornos para vestidos y muebles, joyas, baratijas y chucherías, con frecuencia caracteriza a una personalidad no sólo superficial sino también mezquina y egoísta. Todo lo que quiero decir es que una clase de gasto, en la medida en que siempre ocasiona alguna acumulación de mercancías valiosas, al ser más favorable a la frugalidad privada y consecuentemente al incremento del capital público, y en tanto mantiene trabajadores productivos más que improductivos, contribuye más que la otra al crecimiento de la riqueza colectiva.

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