Del diario de Jonathan Harker

26 de septiembre. Yo creí que nunca volvería a escribir en este diario, pero ha llegado la hora. Cuando llegué a casa anoche, Mina ya había preparado la cena, y cuando terminamos de cenar me refirió la visita de van Helsing y de que le había entregado a él copias mecanográficas de los dos diarios, y de que había estado muy preocupada por mí. Me mostró que en la carta del doctor se aseguraba que todo lo que yo había escrito era verdad. Me parece que eso ha hecho un nuevo hombre de mí. Lo que verdaderamente me atormentaba era la duda acerca de la realidad de todo el asunto.

Me sentía impotente, en la oscuridad, y desconfiado. Pero ahora, ahora que sé, no le tengo miedo ni siquiera al conde. Ha logrado, a pesar de todo, realizar sus designios de llegar a Londres, y seguramente fue a él a quien vi. Ha rejuvenecido, pero, ¿cómo? Van Helsing es el hombre que puede desenmascararlo y perseguirlo si es como Mina me lo ha descrito. Estuvimos despiertos hasta muy tarde y hablamos sobre todo esto. Mina se está vistiendo y yo iré dentro de unos minutos al hotel, a buscar al doctor.

Creo que se asombró de verme. Cuando entré en la habitación en que se encontraba y me presenté, me tomó por un hombro, volvió mi cabeza hacia la luz, y dijo, después de un detenido escrutinio:

—Pero la señora Mina me dijo que usted estaba enfermo y bajo una fuerte impresión.

Fue muy divertido oír que este anciano de rostro fuerte y amable llamara a mi esposa "señora Mina". Sonreí, y le dije:

Estaba enfermo, y tuve una fuerte impresión: pero usted ya me curó.

—¿Y cómo?

—Mediante su carta a Mina, anoche. Yo sentía incertidumbre, y entonces todo tomaba un halo de sobrenaturalidad, y yo no sabía en qué confiar; ni siquiera en la evidencia de mis sentidos. No sabiendo en qué confiar, no sabía tampoco qué hacer; y entonces sólo podía mantenerme trabajando en lo que hasta aquí había sido la rutina de mi vida. La rutina cesó de serme útil, y yo desconfié de mí mismo. Doctor, usted no sabe lo que es dudar de todo; incluso de uno mismo. No, usted no lo sabe, usted no podría saberlo con esas cejas que tiene.

Pareció complacido, y rió mientras dijo:

—¡Así es que usted es un fisonomista! Cada hora que pasa aprendo algo más aquí.

Voy a desayunarme con ustedes con mucho gusto, y, ¡oh, señor!, usted permitirá una alabanza de un viejo como yo, pero usted tiene una mujer que es una bendición.

Yo escucharía alabanzas de él para Mina durante un día entero, por lo que simplemente hice un movimiento con la cabeza y guardé silencio.

—Ella es una de las mujeres de Dios, confeccionadas por sus propias manos para mostrarnos a los hombres y a otras mujeres que existe un cielo en donde podemos entrar, y que su luz puede estar aquí en la tierra. Tan veraz, tan dulce, tan noble, tan desinteresada, y eso, permítame decirle a usted, es mucho en esta edad tan escéptica y egoísta. Y usted, señor, he leído todas las cartas para la pobre señorita Lucy, y algunas de ellas hablan de usted, de tal manera que por medio del conocimiento de otros lo conozco a usted desde hace algunos días; pero he conocido su verdadera personalidad desde anoche. Me dará usted su mano, ¿verdad que sí? Y seamos amigos para toda la vida.

Nos estrechamos las manos, y él se comportó tan serio y tan amable que por un momento me sentí sofocado.

—Y ahora —dijo él—, ¿podría pedirle un poco de ayuda más? Tengo que llevar a cabo una gran tarea, y al principio debo saber algo más. En eso me puede ayudar usted. ¿Puede usted decirme qué pasó antes de irse usted a Transilvania? Más tarde puede ser que le pida más ayuda, de diferente índole; pero de momento con esto bastará.

—Mire, un momento, señor —le dije—, ¿lo que usted tiene que hacer está relacionado con el conde?

—Lo está —me dijo solemnemente.

—Entonces estoy con usted en cuerpo y alma. Como va a partir en el tren de las 10: 30 no tendrá usted tiempo para leerlos, pero le traeré el rollo de papeles. Puede llevárselos y leerlos en el tren durante el viaje.

Después del desayuno lo acompañé a la estación. Cuando nos estábamos despidiendo, dijo:

—Tal vez vendrá usted a la ciudad cuando yo lo llame, y traiga también a la señora Mina.

—Ambos llegaremos cuando usted nos lo pida.

Yo le había comprado los periódicos de la mañana y los periódicos de Londres de la noche anterior, mientras hablábamos por la ventanilla del coche, esperando que el tren partiera; él comenzó a hojearlos. Sus ojos parecieron repentinamente captar algo en uno de ellos: La Gaceta de Westminster; yo lo reconocí por el color, y se puso bastante pálido. Leyó algo intensamente murmurando para sí mismo: "¡Mein Gott! ¡Mein Gott! ¡Tan pronto! ¡Tan pronto!" No creo que se acordase de mí en esos momentos. En esos mismos instantes sonó el silbato y el tren arrancó. Esto pareció volverlo en sí, y se inclinó por la ventanilla agitando su mano y gritando: "Recuerdos a la señora Mina; escribiré tan pronto como me sea posible."

 

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h3 style="text-align: center;" class="western" lang="es-ES">Del diario del doctor Seward

26 de septiembre. Verdaderamente no hay cosa que sea definitiva. No ha pasado una semana desde que dije "Finis", y aquí estoy comenzando de nuevo, o más bien, continuando mi antiguo registro. Hasta esta tarde no tenía ningún motivo para pensar en lo que estoy haciendo. Renfield se había vuelto, contra todos los pronósticos, tan cuerdo como siempre. Ya estaba muy adelantado en su negocio de las moscas, y había comenzado en la línea de las arañas; de tal manera que no me había causado ninguna molestia. Recibí una carta de Arthur escrita el domingo, y por el contenido de ella me parece que lo está soportando muy bien. Quincey Morris está con él y eso le ayuda mucho, Pues él mismo es una burbujeante fuente de buen humor. Quincey también me escribió una línea, y por él sé que Arthur está recobrando algo de su antigua animación; por lo que respecta a ellos, pues, mi mente está tranquila. En cuanto a mí mismo, me estaba acomodando en el trabajo con el entusiasmo que solía tener por él, por lo que bien pude haber dicho que la herida causada por la desaparición de la pobre Lucy había comenzado a cicatrizar. Sin embargo, todo se ha vuelto a abrir nuevamente; y cómo irá a terminar, es cosa que sólo Dios sabe. Tengo la vaga impresión de que van Helsing también cree que sabe algo, pero no deja entrever más que lo suficiente para estimular la curiosidad. Ayer fue a Exéter, y se quedó allí por la noche. Regresó hoy, y casi saltó a mi cuarto como a las cinco y media poniendo en mis manos la Gaceta de Westminster de anoche.

—¿Qué piensa usted de eso? —me preguntó, mientras se retiraba y se cruzaba de brazos.

Miré el periódico, pues realmente no sabía qué me quería decir; pero él me lo quitó y señaló unos párrafos acerca de algunos niños que habían sido atraídos con engaños en Hampstead. La noticia no me dio a entender mucho, hasta que llegué a un pasaje donde describía pequeñas heridas de puntos en sus gargantas. Una idea me pasó por la mente, y alcé la vista.

—¿Bien? —dijo él.

—Son como las de la pobre Lucy.

—¿Y qué saca en conclusión de ello?

—Simplemente que hay alguna causa común. Aquello que la hirió a ella los ha herido a ellos.

No comprendí del todo su respuesta.

—Eso es verdad indirectamente, pero no directamente.

—¿Qué quiere decir con eso, profesor? —le pregunté yo. Estaba un tanto inclinado a tomar en broma su seriedad, pues, después de todo, cuatro días de descanso y libertad de la ansiedad horripilante y agotadora, le ayudan a uno a recobrar el buen ánimo. Pero cuando vi su cara, me ensombrecí. Nunca; ni siquiera en medio de nuestra desesperación por la pobre Lucy, había puesto expresión tan seria.

—¿Cómo? —le dije yo—. No puedo aventurar opiniones. No sé qué pensar, y no tengo ningún dato sobre el que fundar una conjetura.

—¿Quiere usted decirme, amigo John, que usted no tiene ninguna sospecha del motivo por el cual murió la pobre Lucy; no la tiene después de todas las pistas dadas, no sólo por los hechos sino también por mí?

—De postración nerviosa, a consecuencia de una gran pérdida o desgaste de sangre.

—¿Y cómo se perdió o gastó la sangre?

Yo moví la cabeza. El maestro se acercó a mí y se sentó a mi lado.

—Usted es un hombre listo, amigo John; y tiene un ingenio agudo, pero tiene también demasiados prejuicios. No deja usted que sus ojos vean y que sus oídos escuchen, y lo que está más allá de su vida cotidiana no le interesa. ¿No piensa usted que hay cosas que no puede comprender, y que sin embargo existen? ¿Qué algunas personas pueden ver cosas y que otras no pueden? Pero hay cosas antiguas y nuevas que no deben contempladas por los ojos de los hombres, porque ellos creen o piensan creer en cosas que otros hombres les han dicho. ¡Ah, es error de nuestra ciencia querer explicarlo todo! Y si no puede explicarlo, dice que no hay nada que explicar. Pero usted ve alrededor de nosotros que cada día crecen nuevas creencias, que se consideran a sí mismas nuevas, y que sin embargo son las antiguas, que pretenden ser jóvenes como las finas damas en la ópera. Yo supongo que usted no cree en la transferencia corporal. ¿No? Ni en la materialización. ¿No? Ni en los cuerpos astrales. ¿No? Ni en la lectura del pensamiento. ¿No? Ni en el hipnotismo…

—Sí —dije yo—. Charcot ha probado esto último bastante bien.

Mi maestro sonrió, al tiempo que continuaba:

—Entonces usted está satisfecho en cuanto a eso. ¿Sí? Y por supuesto, entonces usted entiende cómo actúa y puede seguir la mente del gran Charcot. ¡Lástima que ya no viva! Estaba dentro del alma misma del paciente que él trataba. ¿No? Entonces, amigo John, debo deducir que usted simplemente acepta los hechos, y se satisface en dejar completamente en blanco desde la premisa hasta la conclusión. ¿No? Entonces, dígame, pues soy un estudioso del cerebro, ¿cómo acepta usted el hipnotismo y rechaza la lectura del pensamiento? Permítame decirle, mi amigo, que hay actualmente cosas en las ciencias físicas que hubieran sido consideradas impías por el mismo hombre que descubrió la electricidad, quien a su vez no hace mucho tiempo habría podido ser quemado por hechicero. Siempre hay misterios en la vida. ¿Por qué vivió Matusalén novecientos años, y el "Old Parr" ciento sesenta y nueve, y sin embargo esa pobre Lucy, con la sangre de cuatro hombres corriéndole en las venas no pudo vivir ni un día? Pues, si hubiera vivido un día más, la habríamos podido salvar. ¿Conoce usted todos los misterios de la vida y de la muerte? ¿Conoce usted toda la anatomía comparada para poder decir por qué las cualidades de los brutos se encuentran en algunos hombres, y en otros no? ¡Puede usted decirme por qué, si todas las arañas se mueren pequeñas y rápidamente, por qué esa gran araña vivió durante siglos en la torre de una vieja iglesia española, y creció, hasta que al descender se podía beber el aceite de todas las lámparas de la iglesia? ¿Puede usted decirme por qué en las pampas, ¡oh!, y en muchos otros lugares, existen murciélagos que vienen durante la noche y abren las venas del ganado y los caballos para chuparlos y secarles las venas? ¿Cómo en algunas islas de los mares occidentales hay murciélagos que cuelgan todo el día de los árboles, y que los que los han visto los describen como nueces o vainas gigantescas, y que cuando los marinos duermen sobre cubierta, debido a que está muy caliente, vuelan sobre ellos y entonces en la mañana se encuentran sus cadáveres, tan blancos como el de la señorita Lucy?

—¡Santo Dios, profesor! —dije yo, poniéndome en pie—. ¿Quiere usted decirme que Lucy fue mordida por un murciélago de esos, y que una cosa semejante a ésa está aquí en Londres, en el siglo XIX?

Movió la mano, pidiéndome silencio, y continuó:

—¿Puede usted decirme por qué una tortuga vive mucho más tiempo que muchas generaciones de hombres? ¿Por qué el elefante sigue viviendo hasta que ha visto dinastías, y por qué el loro nunca muere si no es de la mordedura de un gato o un perro, u otro accidente? ¿Puede usted decirme por qué en todas las edades y lugares los hombres creen que hay unos hombres que viven si se les permite, es decir, que hay unos hombres y mujeres que no mueren de muerte natural? Todos sabemos, porque la ciencia ha atestiguado el hecho, que algunos sapitos han estado encerrados en formaciones rocosas durante miles de años, en un pequeño agujero que los ha sostenido desde los primeros años del mundo. ¿Puede usted decirme cómo el faquir hindú puede dejarse morir y enterrar, y sellar su tumba plantando sobre ella maíz, y que el maíz madure y se corte y desgrane y se siembre y madure y se corte otra vez, y que entonces los hombres vengan y retiren el sello sin romper y que ahí se encuentre el faquir hindú, no muerto, sino que se levante y camine entre ellos como antes?

Y al llegar aquí lo interrumpí. Me estaba descontrolando; de tal manera estaba amontonando en mi mente su lista de todas las excentricidades e imposibilidades "posibles" que mi imaginación parecía haber cogido fuego. Tuve la vaga idea de que me estaba dando alguna clase de lección, como solía hacerlo hacía algún tiempo en su estudio en Ámsterdam; pero él solía decirme la cosa de manera que yo pudiera tener el objeto en la mente todo el tiempo. Mas ahora yo estaba sin esta ayuda, y sin embargo lo quería seguir, por lo que dije:

—Maestro, permítame que sea otra vez su discípulo predilecto. Dígame la tesis, para que yo pueda aplicar su conocimiento a medida que usted avanza. De momento voy de un punto a otro como un loco, y no como un cuerdo que sigue una idea. Me siento como un novicio dando traspiés a través de un pantano envuelto en la niebla, saltando de un matorral a otro en el esfuerzo ciego de andar sin saber hacia dónde voy.

—Esa es una buena imagen —me dijo él—. Bien, se lo diré a usted. Mi tesis es esta: yo quiero que usted crea.

—¿Qué crea qué?

—Que crea en cosas que no pueden ser. Permítame que lo ilustre. Una vez escuché a un norteamericano que definía la fe de esta manera: "Es esa facultad que nos permite creer en lo que nosotros sabemos que no es verdad." Por una vez, seguí a ese hombre. Él quiso decir que debemos tener la mente abierta, y no permitir que un pequeño pedazo de la verdad interrumpa el torrente de la gran verdad, tal como una piedra puede hacer descarrilar a un tren. Primero obtenemos la pequeña verdad. ¡Bien! La guardamos y la evaluamos; pero al mismo tiempo no debemos permitir que ella misma se crea toda la verdad del universo.

—Entonces, usted no quiere que alguna convicción previa moleste la receptividad de mi mente en relación con algo muy extraño. ¿Interpreto bien su lección?

—¡Ah! Usted todavía es mi alumno favorito. Vale la pena enseñarle. Ahora que está deseoso de entender, ha dado el primer paso para entender. ¿Piensa usted que esos pequeños agujeros en las gargantas de los niños fueron hechos por lo mismo que hizo los orificios en la señorita Lucy?

—Así lo supongo.

Se puso en pie y dijo solemnemente:

—Entonces, se equivoca usted. ¡Oh, que así fuera! ¡Pero no lo es! Es mucho peor, mucho, pero mucho peor.

—En nombre de Dios, profesor van Helsing, ¿qué es lo que usted quiere decir?

Se dejó caer con un gesto de desesperación en una silla, y puso sus codos sobre la mesa cubriéndose el rostro con las manos al hablar.

—¡Fueron hechos por la señorita Lucy!.

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