Capítulo 21 Del diario del doctor Seward

3 de octubre. Déjenme expresar exactamente todo lo sucedido, tal y como lo recuerdo desde la última vez en que escribí en el diario. Debo hacerlo con toda calma, ya que no debo pasar por alto ni uno solo de los detalles que recuerdo.

 

Cuando llegué a la habitación de Renfield, lo encontré tendido en el suelo sobre su costado, en medio de un charco de sangre. Cuando me dispuse a moverlo, comprendí que había recibido varias heridas terribles; no parecía existir esa unidad de fines entre las partes del cuerpo, que parecen marcar incluso la cordura letárgica. Al observar su rostro pude advertir que lo tenía horriblemente magullado, como si se lo hubieran golpeado contra el suelo… , en realidad era de las heridas que tenía en el rostro que había surgido el charco de sangre. El asistente que estaba arrodillado al lado del cuerpo me dijo, mientras le dábamos la vuelta al cuerpo:

—Creo, señor, que tiene la espalda rota. Vea, tanto su brazo como su pierna derecha, así como el lado derecho de su rostro, están paralizados.

El asistente estaba absolutamente estupefacto, debido a que no se explicaba cómo había podido suceder algo semejante. Parecía absolutamente desconcertado y sus cejas estaban muy fruncidas cuando dijo:

—No puedo comprender ninguna de las dos cosas. Puede marcarse el rostro así, golpeando su cabeza contra el suelo. En cierta ocasión vi a una joven que lo hizo en el Asilo Eversfield, antes de que nadie pudiera impedírselo. Y supongo que hubiera podido romperse la espalda al caer de la cama, si lo hizo en una mala postura. Pero le aseguro que me es imposible imaginarme cómo pudieron suceder ambas cosas al mismo tiempo. Si tenía la espalda rota no podía golpearse la cabeza, y si tenía el rostro así ya antes de caerse de la cama, entonces habría rastro de sangre.

Entonces, le dije:

—Vaya a buscar al doctor van Helsing y ruéguele que tenga la bondad de venir aquí cuanto antes. Quiero verlo inmediatamente.

El hombre se fue corriendo y a los pocos minutos apareció el profesor, en pijama y con sus zapatillas. Cuando vio a Renfield en el suelo, lo miró agudamente y se volvió hacia mí. Creo que reconoció lo que estaba pensando, como si estuviera reflejado claramente en mis ojos, ya que dijo tranquilamente, manifiestamente para que lo oyera el asistente:

—¡Qué triste accidente! Necesitará una vigilancia muy atenta y muchos cuidados. Voy a quedarme con usted; pero, ante todo, voy a vestirme. Si quiere usted quedarse aquí, me reuniré con usted en unos momentos.

El paciente estaba respirando ahora de manera estentórea y era fácil comprender que había sufrido alguna herida terrible. Van Helsing regresó con extraordinaria celeridad, trayendo consigo un maletín con el instrumental de cirugía. Era evidente que había estado pensando y que se había decidido, puesto que, incluso antes de echarle una ojeada al paciente, me susurró:

—Mande salir al asistente. Tenemos que estar solos con él para cuando se recupere de la operación.

Por consiguiente, dije:

—Creo que eso es todo, Simmons. Hemos hecho ya todo lo que podíamos hacer. Será mejor que vaya a ocuparse de su ronda; el doctor van Helsing va a operar al paciente. En caso de que haya algo extraño en alguna parte, comuníquemelo inmediatamente.

El hombre se retiró y nosotros examinamos cuidadosamente al paciente. Las heridas de su rostro eran superficiales; la verdadera herida era una fractura del cráneo, que se extendía sobre la región motora. El profesor reflexionó durante un momento, y dijo:

—Debemos reducir la presión y volver a las condiciones normales, tanto como sea posible hacerlo; la rapidez de la sufusión muestra la naturaleza terrible del daño. Toda la región motora parece estar afectada. La sufusión del cerebro aumentará rápidamente, debemos practicar la trepanación inmediatamente, si no queremos que resulte demasiado tarde.

Mientras hablaba, se oyeron unos golpecitos suaves en la puerta; me dirigí a ella, la abrí y encontré a Quincey y a Arthur que estaban en el pasillo, en pijama y zapatillas; este último habló:

—Oí a su asistente que llamaba al doctor van Helsing y le hablaba de un accidente. Por consiguiente, desperté a Quincey o, más bien, lo llamé, ya que estaba despierto. Las cosas están sucediendo con demasiada rapidez y de manera muy extraña como para que podamos dormir profundamente en estos tiempos. He estado pensando en que mañana por la noche no veremos las cosas tal como han sucedido. Tendremos que mirar hacia atrás y hacia adelante un poco más de lo que lo hemos estado haciendo. ¿Podemos entrar?

Asentí, y mantuve la puerta abierta hasta que se encontraron en el interior; luego, volví a cerrarla. Cuando Quincey vio la actitud y el estado del paciente y notó el horrible charco de sangre que había en el suelo, dijo suavemente:

—¡Dios santo! ¿Qué le ha sucedido? ¡Pobre diablo!

Se lo expliqué brevemente y añadí que esperábamos que recuperaría el conocimiento después de la operación… , al menos durante un corto tiempo. Fue inmediatamente a sentarse al borde de la cama, con Godalming a su lado, y esperamos todos pacientemente.

—Debemos esperar —dijo van Helsing para determinar el mejor sitio posible en donde poder practicar la trepanación, para poder retirar el coágulo de sangre con la mayor rapidez y eficiencia posibles, ya que es evidente que la hemorragia va en aumento.

Los minutos durante los cuales estuvimos esperando pasaron con espantosa lentitud. Tenía un pensamiento terrible, y por el semblante de van Helsing comprendí que sentía cierto temor o aprensión de lo que iba a suceder. Temía las palabras que Renfield iba a pronunciar.

Temía verdaderamente pensar, pero estaba consciente de lo que estaba sucediendo, puesto que he oído hablar de hombres que han oído el reloj de la muerte. La respiración del pobre hombre se hizo jadeante e irregular. Parecía en todo momento que iba a abrir los ojos y a hablar, pero entonces, se producía una respiración prolongada y estertórea y se calmaba, para adquirir una mayor insensibilidad. Aunque estaba acostumbrado a los lechos de los enfermos y a los muertos, aquella expectación se fue haciendo para mí cada vez más intolerable. Casi podía oír con claridad los latidos de mi propio corazón y la sangre que fluía en mis sienes resonaba como si fueran martillazos.

Finalmente, el silencio se hizo insoportable. Miré a mis compañeros y vi en sus rostros enrojecidos y en la forma en que tenían fruncido el ceño que estaban soportando la misma tortura que yo. Un suspenso nervioso flotaba sobre todos nosotros, como si sobre nuestras cabezas fuera a sonar alguna potente campana cuando menos lo esperábamos.

Finalmente, llegó un momento en que era evidente que el paciente se estaba debilitando rápidamente; podía morir en cualquier momento. Miré al profesor y vi que sus ojos estaban fijos en mí. Su rostro estaba firme cuando habló:

—No hay tiempo que perder. Sus palabras pueden contribuir a salvar muchas vidas; he estado pensando en ello, mientras esperábamos. ¡Es posible que haya un alma que corra un peligro muy grande! Debemos operar inmediatamente encima del oído.

Sin añadir una palabra más comenzó la operación. Durante unos minutos más la respiración continuó siendo estertórea. Luego, aspiró el aire de manera tan prolongada que parecía que se le iba a rasgar el pecho. Repentinamente, abrió los ojos y permanecieron fijos, con una mirada salvaje e impotente. Permaneció así durante unos momentos y, luego, su mirada se suavizó, mostrando una alegre sorpresa. De sus labios surgió un suspiro de alivio. Se movió convulsivamente, y al hacerlo, dijo:

—Estaré tranquilo, doctor. Dígales que me quiten la camisa de fuerza. He tenido un terrible sueño y me he quedado tan débil que ni siquiera puedo moverme. ¿Qué me sucede en el rostro? Lo siento todo inflamado y me duele horriblemente.

Trató de volver la cabeza, pero, a causa del esfuerzo, sus ojos parecieron ponérsele otra vez vidriosos y, suavemente, lo hice desistir de su empeño. Entonces, van Helsing dijo en tono grave y tranquilo:

—Cuéntenos su sueño, señor Renfield.

Cuando oyó la voz del profesor, su rostro se iluminó, a pesar de sus magulladuras, y dijo:

—Usted es el doctor van Helsing. ¡Me alegro mucho de que esté usted aquí! Deme un trago de agua; tengo los labios secos. Luego se lo contaré todo. He soñado.

Hizo una pausa, y pareció desvanecerse.

Llamé quedamente a Quincey.

—¡EI brandy! Está en mi estudio… , ¡dese prisa!

Se fue rápidamente y regresó con un vaso, una botella de brandy y una jarra de agua. Le humedecimos al herido los labios magullados y recobró el sentido rápidamente. Sin embargo, parecía que su pobre cerebro herido había estado trabajando mientras tanto, puesto que, cuando recuperó completamente el conocimiento, me miró fijamente, con una terrible expresión de desconcierto que nunca podré olvidar, y me dijo:

—No debo engañarme; no se trataba de un sueño, sino de una terrible realidad.

Sus ojos recorrieron la habitación, y cuando vio a las dos figuras que permanecían sentadas pacientemente en el borde del lecho, continuó diciendo:

—Si no estuviera seguro de ello ya, lo sabría por ellos.

Cerró los ojos por un instante… , no a causa del dolor o del sueño, sino voluntariamente, como si estuviera reuniendo todas sus fuerzas; cuando volvió a abrirlos, dijo apresuradamente y con mayor energía de la que había mostrado hasta entonces:

—¡Rápido, doctor, rápido! ¡Me estoy muriendo! Siento que me quedan solamente unos minutos y después caeré muerto o algo peor. Vuelva a humedecerme los labios con brandy. Tengo que decirle algo antes de morir, o antes de que mi cerebro destrozado muera. ¡Gracias! Sucedió aquella noche, después de que salió usted de aquí, cuando le imploré que me dejara salir del asilo. No podía hablar, ya que sentía que mi lengua estaba atada; pero estaba tan cuerdo entonces, exceptuando el hecho de que no podía hablar, como ahora. Estuve desesperado durante mucho tiempo después de que se fue usted de mi habitación; debieron pasar varias horas. Luego, sentí una paz repentina. Mi cerebro pareció volver a funcionar fríamente y comprendí dónde me encontraba. Oí que los perros ladraban detrás de la casa, pero, ¡no donde estaba él!

Mientras el paciente hablaba, van Helsing lo miraba sin parpadear, pero alargó la mano, tomó la mía y me la apretó con fuerza. Sin embargo, no se traicionó; asintió ligeramente y dijo en voz muy baja:

—Continúe.

Renfield continuó diciendo:

—Llegó hasta la ventana en medio de la niebla, como lo había visto antes, con frecuencia; pero entonces era algo sólido, no un fantasma, y sus ojos eran feroces, como los de un hombre encolerizado. Su boca roja estaba riendo y sus dientes blancos y agudos brillaban bajo el resplandor de la luna, al tiempo que miraba hacia los árboles, hacia donde los perros estaban ladrando. No le pedí que entrara al principio, aunque sabía que deseaba hacerlo… como había querido hacerlo siempre. Luego, comenzó a prometerme cosas… , no con palabras sino haciéndolas verdaderamente.

Fue interrumpido por una palabra del profesor.

—¿Cómo?

—Haciendo que las cosas sucedieran; del mismo modo que acostumbraba mandarme las moscas cuando brillaba el sol. Grandes moscas bien gordas, con acero y zafiros en sus alas; y enormes palomillas, por las noches, con calaveras y tibias cruzadas.

Van Helsing asintió en dirección al oído, al mismo tiempo que me susurraba a mí, de manera inconsciente:

—La Acherontia Atropos de las Esfinges, lo que ustedes llaman la "polilla de la calavera", ¿no es así?

El paciente continuó hablando, sin hacer ninguna pausa:

—Entonces comenzó a susurrar: "¡Ratas, ratas, ratas! Cientos, miles, millones de ellas y cada una de ellas es una vida; y perros para comerlas y también gatos. ¡Todos son vida! Todos tienen sangre roja con muchos años de vida en ellos; ¡no sólo moscas zumbadoras!" Yo me reí de él, debido a que deseaba ver qué podía hacer. Entonces, los perros aullaron, a lo lejos, más allá de los árboles oscuros, en su casa. Me hizo acercarme a la ventana. Me puse en pie, miré al exterior y él alzó los brazos y pareció estar llamando a alguien, sin pronunciar una sola palabra. Una masa oscura se extendió sobre el césped y avanzó como las llamas en un incendio. Apartó la niebla a derecha e izquierda y pude ver que había miles y miles de ratas, con ojos rojos iguales a los de él, sólo que más pequeños. Mantuvo la mano en alto, y todas las ratas se detuvieron; y pensé que parecía estar diciéndome: "¡Te daré todas esas vidas y muchas más y más importantes, a través de los tiempos sin fin, si aceptas postrarte y adorarme!" Y entonces, una nube rojiza, del color de la sangre, pareció colocarse ante mis ojos y, antes de saber qué estaba haciendo, estaba abriendo el ventanillo de esa ventana y diciéndole: "¡Entre, Amo y Señor!" Todas las ratas se habían ido, pero él se introdujo en la habitación por la ventana, a pesar de que solamente estaba entreabierta unos centímetros… , como la luna ha aparecido muchas veces por un pequeño resquicio y se ha presentado frente a mí en todo su tamaño y esplendor.

Su voz se hizo más débil, de modo que volví a humedecerle los labios con el brandy y continuó hablando, pero parecía como si su memoria hubiera continuado funcionando en el intervalo, puesto que su relato había avanzado bastante ya, cuando volvió a tomar la palabra. Estaba a punto de hacerlo volver al punto en que se había quedado, cuando van Helsing me susurró:

—Déjelo seguir. No lo interrumpa; no puede volver atrás, y quizá no pueda continuar en absoluto, una vez que pierda el hilo de sus pensamientos.

Renfield agregó:

—Esperé todo el día tener noticias suyas, pero no me envió nada; ni siquiera una mosca, y cuando salió la luna, yo estaba muy enfadado con él. Cuando se introdujo por la ventana, a pesar de que estaba cerrado, sin molestarse siquiera en llamar, me enfurecí mucho. Se burló de mí y su rostro blanco surgió de entre la niebla, mientras sus ojos rojizos brillaban, y se paseó por la habitación como si toda ella le perteneciera y como si yo no existiera. No tenía ni siquiera el mismo olor cuando pasó a mi lado. No pude detenerlo. Creo que, de algún modo, la señora Harker había entrado en la habitación.

Los dos hombres que estaban sentados junto a la cama se pusieron en pie y se acercaron, quedándose detrás del herido, de tal modo que él no pudiera verlos, pero en donde podían oír mejor lo que estaba diciendo. Los dos estaban silenciosos, pero el profesor se sobresaltó y se estremeció; sin embargo, su rostro adquirió una expresión más firme y grave. Renfield continuó adelante, sin darse cuenta de nada:

—Cuando la señora Harker vino a verme aquella tarde, no era la misma; era como el té, después de que se le ha echado agua a la tetera.

En ese momento, todos nosotros nos movimos, pero ninguno pronunció una palabra; Renfield prosiguió:

—No supe que estaba aquí hasta que me habló, y no parecía la misma. No me intereso por las personas pálidas; me agradan cuando tienen mucha sangre, y parecía que ella la había perdido toda. No pensé en ello en ese momento, pero cuando salió de aquí, comencé a reflexionar en ello y me enfurecí enormemente al comprender que él le estaba robando la vida.

Noté que todos los presentes se estremecieron, lo mismo que yo; pero, aparte de eso, todos permanecimos inmóviles.

—Así, cuando vino esta noche, lo estaba esperando. Vi la niebla que penetraba por la ventana y lo así con fuerza. He oído decir que los locos tienen una fuerza sobrenatural, y como sabrá que yo estaba loco, por lo menos a veces, resolví utilizar mi poder. Él también lo sintió, puesto que tuvo que salir de la niebla para pelear conmigo.

Lo sujeté fuertemente y pensé que iba a vencerlo, porque no quería que continuara robándole la vida a ella. Entonces vi sus ojos. Su mirada me traspasó, y mis fuerzas me abandonaron. Se soltó, y cuando trataba otra vez de aferrarlo, me levantó en el aire y me dejó caer. Había una nube roja frente a mí y oí un ruido como un trueno. La niebla pareció escaparse por debajo de la puerta.

Su voz se estaba haciendo más débil y su respiración más jadeante. Van Helsing se puso en pie instintivamente.

—Ahora conocemos lo peor —dijo—. Está aquí, y conocemos sus fines. Puede que no sea demasiado tarde. Tenemos que armarnos, lo mismo que la otra noche; pero no perdamos tiempo. No hay un instante que perder.

No era necesario expresar con palabras nuestros temores ni nuestra convicción… , puesto que eran comunes a todos nosotros. Nos apresuramos a tomar en nuestras habitaciones las mismas cosas que teníamos cuando entramos en la casa del conde. El profesor tenía preparadas sus cosas, y cuando nos reunimos en el pasillo, las señaló de manera significativa y dijo:

—Nunca las dejo, y no debo hacerlo, hasta que este desgraciado asunto concluya. Sean prudentes también, amigos míos. No estamos enfrentándonos a un enemigo común. ¡Nuestra querida señora Mina debe sufrir! ¡Ay! ¡Qué lástima!

Al exterior de la puerta de los Harker hicimos una pausa. Art y Quincey se mantuvieron atrás, y el último preguntó:

—¿Debemos molestarla?

—Es preciso —dijo van Helsing tristemente—. Si la puerta está cerrada, la forzaremos para entrar.

—¿No la asustaremos terriblemente? ¡No es natural entrar por efracción en la habitación de una dama!

Van Helsing dijo solemnemente:

—Tiene usted toda la razón, pero se trata de una cuestión de vida o muerte. Todas las habitaciones son iguales para un médico, e incluso si no lo fueran, esta noche son todas como una sola. Amigo John, cuando haga girar la perilla, si la puerta no se abre, ¿quiere usted apoyar el hombro y abrirla a la fuerza? ¿Y ustedes también, amigos míos? ¡Ahora!

Hizo girar la perilla de la puerta al tiempo que hablaba, pero la puerta no se abrió. Nos lanzamos todos contra ella y, con un ruido seco, se abrió de par en par.

Caímos a la habitación y estuvimos a punto de perder todos el equilibrio. En efecto, el profesor cayó de bruces, y pude ver por encima de él, mientras se levantaba sobre las manos y las rodillas. Lo que vi me dejó estupefacto. Sentí que el cabello se me ponía rígido, como cerdas, en la parte posterior del cuello; el corazón pareció detenérseme.

La luz de la luna era tan fuerte que, a través de los espesos visillos amarillentos, la habitación podía verse con claridad. Sobre la cama, al lado de la ventana, estaba tendido Jonathan Harker, con el rostro sonrojado y respirando pesadamente, como presa de estupor. Arrodillada sobre el borde más cercano del lecho que daba al exterior, se distinguía la figura blanca de su esposa. A su lado estaba un hombre alto y delgado, vestido de negro. Tenía el rostro vuelto hacia el otro lado, pero en cuanto lo vimos, reconocimos todos al conde… , con todos los detalles, incluso con la cicatriz que tenía en la frente. Con su mano izquierda tenía sujetas las dos manos de la señora Harker, apartándolas junto con sus brazos; su mano derecha la aferraba por la parte posterior del cuello, obligándola a inclinar la cabeza hacia su pecho. Su camisón blanco de dormir estaba manchado de sangre y un ligero reguero del mismo precioso líquido corría por el pecho desnudo del hombre, que aparecía por una rasgadura de sus ropas, La actitud de los dos tenía un terrible parecido con un niño que estuviera obligando a un gatito a meter el hocico en un platillo de leche, para que beba. Cuando entramos precipitadamente en la habitación, el conde volvió la cabeza y en su rostro apareció la expresión infernal que tantas veces había oído describir. Sus ojos brillaron, rojizos, con una pasión demoníaca; las grandes ventanas de su nariz blanca y aquilina estaban distendidas y temblaban ligeramente; y sus dientes blancos y agudos, detrás de los labios gruesos de la boca succionadora de sangre, estaban apretados, como los de un animal salvaje. Girando bruscamente, de tal modo que su víctima cayó sobre la cama como si tuviera un lastre, se lanzó sobre nosotros. Pero, para entonces, el profesor se había puesto ya en pie y tendía hacia él el sobre que contenía la Sagrada Hostia. El conde se detuvo repentinamente, del mismo modo que la pobre Lucy lo había hecho fuera de su tumba, y retrocedió. Retrocedió al tiempo que nosotros, con los crucifijos en alto, avanzábamos hacia él. La luz de la luna desapareció de pronto, cuando una gran nube negra avanzó en el cielo, y cuando Quincey encendió la lamparita de gas con un fósforo, no vimos más que un ligero vapor que desaparecía bajo la puerta que, con el retroceso natural después de haber sido abierta bruscamente, estaba en su antigua posición. Van Helsing, Art y yo, nos dirigimos apresuradamente hacia la señora Harker, que para entonces había recuperado el aliento y había proferido un grito tan agudo, tan penetrante y tan lleno de desesperación, que me pareció que iba a poder escucharlo hasta los últimos instantes de mi propia vida. Durante unos segundos, permaneció en su postura llena de impotencia y de desesperación. Su rostro estaba fantasmal, con una palidez que era acentuada por la sangre que manchaba sus labios, sus mejillas y su barbilla; de su cuello surgía un delgado hilillo de sangre; sus ojos estaban desorbitados de terror. Entonces, se cubrió el rostro con sus pobres manos lastimadas, que llevaban en su blancura la marca roja de la terrible presión ejercida por el conde sobre ellas, y de detrás de sus manos salió un gemido de desolación que hizo que el terrible grito de unos instantes antes pareciera solamente la expresión de un dolor interminable. Van Helsing avanzó y cubrió el cuerpo de la dama con las sábanas, con suavidad, mientras Art, mirando un instante su rostro pálido, con la desesperación reflejada en el semblante, salió de la habitación.

Van Helsing me susurró:

—Jonathan es víctima de un estupor como sabemos que sólo el vampiro puede provocarlo. No podemos hacer nada por la pobre señora Mina durante unos momentos, en tanto no se recupere. ¡Debo despertar a su esposo!

Metió la esquina de una toalla en agua fría y comenzó a frotarle el rostro a Jonathan. Mientras tanto, su esposa se cubría el pálido rostro con ambas manos y sollozaba de tal modo, que resultaba desgarrador oírla. Levanté los visillos y miré por la ventana, hacia el exterior, y en ese momento vi a Quincey Morris que corría sobre el césped y se escondía detrás de un tejo. No logré imaginarme qué estaba haciendo allí; pero, en ese momento, oí la rápida exclamación de Harker, cuando recuperó en parte el sentido y se volvió hacia la cama. En su rostro, como era muy natural, había una expresión de total estupefacción. Pareció atontado unos instantes y, entonces, pareció que la conciencia volvía a él por completo, y empezó a erguirse. Su esposa se incorporó a causa del rápido movimiento y se volvió hacia él, con los brazos extendidos, como para abrazarlo; sin embargo, inmediatamente los echó hacia atrás, juntó los codos y se cubrió de nuevo el rostro, estremeciéndose de tal modo, que el lecho temblaba violentamente bajo su cuerpo.

—¡En nombre del cielo! ¿Qué significa esto? —exclamó Harker—. Doctor Seward, doctor van Helsing, ¿qué significa esto? ¿Qué ha sucedido? Mina, querida, ¿qué ocurre? ¿Qué significa esa sangre? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Ha estado aquí! —e incorporándose, hasta quedar de rodillas, juntó las manos—. ¡Dios mío!, ¡ayúdanos! ¡Ayúdala! ¡Oh, Dios mío, ayúdala!

Con un movimiento rápido, saltó de la cama y comenzó a vestirse. Todo su temple de hombre despertó de improviso, sintiendo la necesidad de entrar en acción inmediatamente.

—¿Qué ha sucedido? ¡Explíquenmelo todo! —dijo, sin hacer ninguna pausa—. Doctor van Helsing, sé que usted ama a Mina. ¡Haga algo por salvarla! No es posible que sea demasiado tarde. ¡Cuídela, mientras yo voy a buscarlo a él! —su esposa, en medio de su terror, de su horror y de su desesperación, vio algún peligro seguro para él, puesto que, inmediatamente, olvidando su propio dolor, se aferró a él y gritó:

—¡No, no! ¡Jonathan! ¡No debes dejarme sola! Ya he sufrido bastante esta noche, Dios lo sabe bien, sin temer que él te haga daño a ti. ¡Tienes que quedarte conmigo! ¡Quédate con nuestros amigos, que cuidarán de ti!

Su expresión se hizo frenética, al tiempo que hablaba; y, mientras él cedía hacia ella, Mina lo hizo inclinarse, sentándolo en el borde de la cama y aferrándose a él con todas sus fuerzas.

Van Helsing y yo tratamos de calmarlos a ambos. El profesor conservaba en la mano su crucifijo de oro y dijo con una calma maravillosa:

—No tema usted, querida señora. Estamos nosotros aquí con ustedes, y mientras este crucifijo esté a su lado, no habrá ningún monstruo de esos que pueda acercársele. Está usted a salvo esta noche, y nosotros debemos tranquilizarnos y consolarnos juntos.

La señora Harker se estremeció y guardó silencio, manteniendo la cabeza apoyada en el pecho de su esposo. Cuando alzó ella el rostro, la camisa blanca de su esposo estaba manchada de sangre en el lugar en que sus labios se habían posado y donde la pequeña herida abierta que tenía en el cuello había dejado escapar unas gotitas.

En cuanto la señora Harker lo vio, se echó hacia atrás, con un gemido bajo y un susurro, en medio de tremendos sollozos:

—¡Sucio, sucio! No debo volver a tocarlo ni a besarlo. ¡Oh! Es posible que sea yo ahora su peor enemigo y que sea de mí de quien mayor temor deba él sentir.

Al oír eso, Jonathan habló con resolución.

—¡Nada de eso, Mina! Me avergüenzo de oír esas palabras; no quiero que digas nada semejante de ti misma, ni quiero que pienses siquiera una cosa semejante. ¡Que Dios me juzgue con dureza y me castigue con un sufrimiento todavía mayor que el de estos momentos, si por cualquier acto o palabra mía hay un alejamiento entre nosotros!

Extendió los brazos y la atrajo hacia su pecho. Durante unos instantes, su esposa permaneció abrazada a él, sollozando. Jonathan nos miró por encima de la cabeza inclinada de su esposa, con ojos brillantes, que parpadeaban sin descanso, al tiempo que las ventanas de su nariz temblaban convulsivamente y su boca adoptaba la dureza del acero. Al cabo de unos momentos, los sollozos de la señora Harker se hicieron menos frecuentes y más suaves y, entonces, Jonathan me dijo, hablando con una calma estudiada que debía estar poniendo a ruda prueba sus nervios:

—Y ahora, doctor Seward, cuénteme todo lo ocurrido. Ya conozco demasiado bien lo que sucedió, pero reláteme todos los detalles, por favor.

Le expliqué exactamente qué había sucedido y me escuchó con impasibilidad forzada, pero las ventanas de la nariz le temblaban y sus ojos brillaban cuando le expliqué cómo las manos del conde sujetaban a su esposa en aquella terrible y horrenda posición, con su boca apoyada en la herida abierta de su garganta. Me interesó, incluso en ese momento, el ver que, aunque el rostro blanco por la pasión se contorsionaba convulsivamente sobre la cabeza inclinada de la señora Harker, las manos acariciaban suave y cariñosamente el cabello ensortijado de su esposa.

Cuando terminé de hablar, Quincey y Godalming llamaron a la puerta. Entraron, después de que les dimos permiso para hacerlo. Van Helsing me miró interrogadoramente. Comprendí que quería indicarme que quizá sería conveniente aprovecharnos de la llegada de nuestros dos amigos para distraer la atención de los esposos atribulados, con el fin de que no se fijaran por el momento uno en el otro; así pues, cuando le hice un signo de asentimiento, el profesor les preguntó a los recién llegados qué habían visto o hecho. Lord Godalming respondió:

—No lo encontré en el pasillo ni en ninguna de nuestras habitaciones. Miré en el estudio; pero, aun cuando había estado allí, ya se había ido. Sin embargo…

Guardó silencio un instante, mirando a la pobre figura tendida en el lecho. Van Helsing le dijo gravemente:

—Continúe, amigo Arthur. No debemos ocultar nada más. Nuestra esperanza reposa ahora en saberlo todo. ¡Hable libremente!

Por consiguiente, Art continuó:

—Había estado allí y, aunque solamente pudo estar unos segundos, puso todo el estudio en desorden. Todos los manuscritos han sido quemados y las llamas azules estaban lamiendo todavía las cenizas blancas —hizo una pausa—. ¡Gracias a Dios que está la otra copia en la caja fuerte!

Su rostro se iluminó un instante, pero volvió a entristecerse al agregar:

—Corrí entonces escaleras abajo, pero no encontré ningún signo de él. Miré en la habitación de Renfield, pero… no había rastro de él, excepto… —volvió a guardar silencio.

—Continúe —le dijo Harker, con voz ronca.

Lord Godalming inclinó la cabeza, se humedeció los labios y continuó:

—Excepto que el pobre tipo está muerto.

La señora Harker levantó la cabeza, nos miró uno por uno a todos, y dijo solemnemente:

—¡Que se haga la voluntad de Dios!

No pude dejar de pensar que Art estaba ocultándonos algo, pero como supuse que lo haría con un fin determinado, no dije nada. Van Helsing se volvió a Morris y le preguntó:

—Y usted, amigo Quincey, ¿no tiene nada que contarnos?

—Un poco —dijo Morris—. Es posible que sea algo importante, pero, por el momento, no puedo asegurarlo. Creía que sería conveniente saber adónde iba el conde al salir de la casa. No lo vi, pero advertí un murciélago que remontaba el vuelo desde la ventana de Renfield y volaba hacia el oeste. Esperaba verlo regresar a Carfax en alguna de sus formas, pero, evidentemente, se dirigió hacia algún otro refugio. Ya no volverá esta noche, debido a que el cielo comienza a enrojecer por el este y se acerca el amanecer. ¡Debemos trabajar mañana!

Pronunció las últimas palabras con los dientes apretados. Durante unos dos minutos, reinó el silencio y me imaginé que podíamos oír el ruido producido por los latidos de nuestros corazones. Entonces, van Helsing, colocando cariñosamente su mano sobre la cabeza de la señora Harker, dijo:

—Ahora, querida señora Harker, díganos qué ha sucedido, con exactitud. Dios sabe que no quiero causarle ninguna pena, pero es preciso que lo sepamos todo, ya que ahora, más que nunca, tenemos que llevar a cabo todo el trabajo con rapidez y eficacia y con una urgencia mortal. Se acerca el día en que debe terminarse todo, si es posible, y si tenemos la oportunidad de poder vivir y aprender.

La pobre señora se estremeció violentamente y pude advertir la tensión de sus nervios, abrazándose a su esposo con mayor fuerza y haciendo que su cabeza descendiera todavía más sobre su pecho. Luego, levantó la cabeza orgullosamente y tendió una mano que van Helsing tomó y, haciendo una reverencia, la besó respetuosamente y la conservó entre sus propias manos. La otra mano de la señora Harker estaba sujeta en una de las de su esposo, que, con el otro brazo, rodeaba su talle protectoramente. Al cabo de una pausa en la que estuvo obviamente ordenando sus pensamientos, comenzó:

—Tomé la droga que usted, con tanta amabilidad, me entregó, pero durante bastante tiempo no me hizo ningún efecto. Me pareció estar cada vez más despierta, e infinidad de fantasmas comenzaron a poblar mi imaginación… Todas ellas relativas a la muerte y a los vampiros, a la sangre, al dolor y a la desesperación —su esposo gruñó involuntariamente, al tiempo que ella se volvía hacia Jonathan y le decía amorosamente—: No te irrites, cariño. De es ser valeroso y fuerte, para ayudarme en esta terrible prueba. Si supieras qué esfuerzo tan grande me cuesta simplemente hablar de este asunto tan horrible, comprenderías lo mucho que necesito tu ayuda. Bueno, comprendí que debía tratar de ayudar a la medicina para que hiciera efecto, por medio de mi propia voluntad, si es que quería que me sirviera de algo. Por consiguiente, resueltamente, me esforcé en dormir. Estoy segura de que debí dormirme inmediatamente, puesto que no recuerdo nada más. Jonathan, al entrar, no me despertó, puesto que mi recuerdo siguiente es que estaba a mi lado. Había en la habitación la misma niebla ligera que había visto antes. Pero no recuerdo si tienen ustedes conocimiento de ello; encontrarán todo al respecto en mi diario, que les mostraré más tarde. El mismo terror vago de la otra vez se apoderó de mí y tuve el mismo sentimiento de que había alguien en la habitación. Me volví para despertar a Jonathan, pero descubrí que dormía tan profundamente, que más bien parecía que era él y no yo quien había tomado la droga.

Me esforcé todo lo que pude, pero no logré que despertara. Eso hizo que me asustara mucho y miré en torno mío, aterrorizada. Entonces, el corazón me dio un vuelco: al lado de la cama, como si hubiera surgido de la niebla o mejor dicho, como si la niebla se hubiera transformado en él, puesto que había desaparecido por completo, había un hombre alto y delgado, vestido de negro. Lo reconocí inmediatamente por la descripción que me hicieron los otros. Por su rostro blanco como la cera; la nariz larga y aquilina, sobre la que la luz formaba una delgada línea blanca; los labios entreabiertos, entre los que aparecían los dientes blancos y agudos y los ojos rojos que me parecía haber visto a la puesta del sol en la Iglesia de Santa María, en Whitby. Conocía también la cicatriz roja que tenía en la frente, donde Jonathan lo golpeó. Durante un momento, mi corazón se detuvo y quise gritar, pero estaba paralizada. Mientras tanto, el monstruo habló, con un susurro seco y cortante, mostrando con el dedo a Jonathan:

"—¡Silencio! Si profiere usted un solo sonido, lo cogeré a él y le aplastaré la cabeza.

"Yo estaba aterrorizada y demasiado estupefacta como para poder hacer o decir algo. Con una sonrisa burlona, me puso una mano en el hombro y, manteniéndome bien sujeta me desnudó la garganta con la otra, diciendo al mismo tiempo:

"—Primeramente, un pequeño refresco, como pago por mis esfuerzos. Será mejor que esté inmóvil; no es la primera vez ni la segunda que sus venas me han calmado la sed.

"Yo estaba atolondrada y, por extraño que pueda parecer, no deseaba estorbarle. Supongo que es parte de su terrible poder, cuando está tocando a una de sus víctimas. Y, ¡oh, Dios mío, oh, Dios mío, ten piedad de mí! ¡Apoyó sus labios asquerosos en mi garganta!

"Sentí que mis fuerzas me estaban abandonando y estaba medio desmayada. No sé cuanto tiempo duró esa terrible escena, pero me pareció que pasaba un buen rato antes de que retirara su boca asquerosa, maloliente y sucia. ¡Vi que estaba llena de sangre fresca!"

El recuerdo pareció ser superior a sus fuerzas y se hubiera desplomado a no ser por el brazo de su esposo que la sostenía. Con un enorme esfuerzo, se controló, y siguió diciendo:

—Luego, me habló burlonamente: "¡De modo que usted, como los demás, quería enfrentar su inteligencia a la mía! ¡Quería ayudar a esos hombres a aniquilarme y a frustrar mis planes! Ahora ya sabe usted y todos ellos saben en parte y sabrán plenamente antes de que pase mucho tiempo, qué significa cruzarse en mi camino. Debieron guardar sus energías para usarlas más cerca de sus hogares. Mientras hacían planes para enfrentarse a mí… A mí que he dirigido naciones, que he intrigado por ellas y he luchado por ellas, cientos de años antes de que ellos nacieran, yo los estaba saboteando. Y usted, la bienamada de todos ellos, es ahora mía; es carne de mi carne, sangre de mi sangre, familiar de mi familia; mi prensa de vino durante cierto tiempo; y, más adelante, será mi compañera y ayudante. Será usted vengada a su vez, puesto que ninguno de ellos podrá suplir sus necesidades. Pero ahora debo castigarla por lo que ha hecho aliándose a los demás para combatirme. De ahora en adelante acudirá a mi llamado. Cuando mi mente ordene, pensando en usted, cruzará tierras y mares si es preciso para acudir a mi lado y hacer mi voluntad, y para asegurarme de ello, ¡mire lo que hago!" Entonces, se abrió la camisa, y con sus largas y agudas uñas, se abrió una vena en el pecho. Cuando la sangre comenzó a brotar, tomó mis manos en una de las suyas, me las apretó con firmeza y, con su mano libre, me agarró por el cuello y me obligó a apoyar mi boca contra su herida, de tal modo que o bien me ahogaba o estaba obligada a tragar… ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho para merecer un destino semejante, yo, que he intentado permanecer en el camino recto durante todos los días de mi vida? ¡Ten piedad de mí, Dios mío! ¡Baja tu mirada sobre mi pobre alma que está sujeta a un peligro más que mortal! ¡Compadécete de mí!

Entonces, comenzó a frotarse los labios, como para evitar la contaminación.

Mientras narraba su terrible historia, el cielo, al oriente, comenzó a iluminarse, y todos los detalles de la habitación fueron apareciendo con mayor claridad. Harker permanecía inmóvil y en silencio, pero en su rostro, conforme el terrible relato avanzaba, apareció una expresión grisácea que fue profundizándose a medida que se hacía más clara la luz del día; cuando el resplandor rojizo del amanecer se intensificó, su piel resaltaba, muy oscura, contra sus cabellos, que se le iban poniendo blancos.

Hemos tomado disposiciones para permanecer siempre uno de nosotros atento al llamado de la infeliz pareja, hasta que podamos reunirnos todos y dispongamos todo lo necesario para entrar en acción. Estoy seguro de que el sol no se elevará hoy sobre ninguna casa que esté más sumida en la tristeza que ésta.

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