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«Cuando Abel tuvo su hijo -escribía en su Confesión Joaquín- sentí que el odio se me enconaba. Me había invitado a asistir a Helena al parto, pero me excusé con que yo no asistía a partos, lo que era cierto, y con que no sabría conservar toda la sangre fría, mi sangre arrecida más bien, ante mi prima si se viera en peligro. Pero mi diablo me insinuó la feroz tentación de ir a asistirla y de ahogar a hurtadillas al niño. Vencí a la asquerosa idea.

»Aquel nuevo triunfo de Abel, del hombre, no ya del artista -el niño era una hermosura, una obra maestra de salud y de vigor, "un angelito", decían-, me apretó aún más a mi Antonia, de quien esperaba el mío. Quería, necesitaba que la pobre víctima de mi ciego odio -pues la víctima era mi mujer más que yo- fuese madre de hijos míos, de carne de mi carne, de entrañas de mis entrañas torturadas por el demonio. Sería la madre de mis hijos y por ello superior a las madres de los hijos de otros. Ella, la pobre, me había preferido a mí, al antipático, al despreciado, al afrentado; ella había tomado lo que otra desechó con desdén y burla. ¡Y hasta me hablaba bien de ellos!

»El hijo de Abel, Abelín, pues le pusieron el mismo nombre de su padre y como para que continuara su linaje y la gloria de él, el hijo de Abel, que habría de ser andando el tiempo, instrumento de mi desquite, era una maravilla de niño. Y yo necesitaba tener uno así, más hermoso aún que él.»

 

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