EL CANTO ADÁNICO

 

Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba —Leaves of grass—, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.

Y mi amigo me dijo:

—¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas… ¿Es eso poesía?

Y yo le dije:

—Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el «te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma»; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: «¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!» El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: «¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo!» Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.

—¿Cómo empezó la lírica? —preguntó mi amigo—; ¿cuál fue el primer canto?

—Vamos a la leyenda —le dije— y oye lo que dice el Génesis en su segundo capítulo, cuando dice «Formó, pues, Dios de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y trájolas a Adán para que viese cómo las había de llamar, y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo; mas para Adán no halló ayuda que estuviese delante de él». Este fue el primer canto, el canto de poner nombre a las bestias, extasiándose ante ellas Adán, en el Alba de la humanidad.

¡Poner nombre! Poner nombre a una cosa es, en cierto modo, adueñarse espiritualmente de ella. Este mismo Walt Whitman, cuyas Hojas de yerba aquí tenemos, al decir en su «Canto a la puesta del sol» estas palabras: «Respirar el aire, ¡qué delicioso! ¡Hablar!, ¡pasear! ¡Coger algo con la mano!», pudo añadir: «Dar nombre a las cosas, ¡qué milagro portentoso!»

Al nombrar Adán a las bestias y aves se adueñó de ellas y mira cómo el salmo octavo, después de cantar que Dios hizo que el hombre se enseñorease de las obras de las divinas manos, que le pusieran todo bajo los pies, ovejas y bueyes, y asimismo las bestias del campo, y las aves de los cielos, y los peces del mar, y todo cuanto pasa por los senderos de éste, acaba diciendo: «Oh, Jehová, Señor Nuestro, ¡cuán grande es tu nombre, que millones de lenguas de hombres piden día a día que sea santificado! Si supiéramos dar el nombre adecuado, nombre poético, nombre creativo a Dios, en él se colmaría como en flor eterna toda la lírica.

En el Génesis también, y en los versillos 24 a 30 de su capítulo XXXII, se nos cuenta cómo al pasar Jacob el vado a Jacob, cuando iba en busca de Esaú, su hermano, se quedó a hacer noche solo y luchó hasta rayar el alba, con un desconocido, con un ángel de Dios o con Dios mismo, y lleno de angustia le preguntaba por su nombre, cómo se llamaba. En aquellos tiempos aurorales, declarar un viandante su nombre era declarar su esencia. Su nombre es lo primero que nos dan los héroes homéricos.

Y estos nombres no eran dichos: eran cantados en un empuje de entusiasmo y de adoración. Y tengo por indudable, lector, que el himno que más adentro del corazón se te ha metido fue cuando viste tu propio nombre, tu nombre de pila, el doméstico desnudo y puro, suspirando en la penumbra. Es la corona de la lírica.

La forma de letanía es acaso la más exquisita que las explosiones líricas nos ofrecen: un nombre repetido en rosario y engarzado cada vez en epítetos vivos que lo realza. Y entre estos hay el epíteto sagrado.

En los poemas homéricos brillan los epítetos sagrados; cada héroe lleva el suyo. Aquiles, el de los pies veloces; Héctor el agitapenachos. Y en todo tiempo y lugar, cuando alguien encuentra el epíteto sagrado que casa poéticamente con un hombre, todos lo adoptan y todos lo repiten. Y lo que sucede con los hombres sucede con los animales y con las cosas y las ideas. La astuta zorra, el perro fiel, el noble corcel, el paciente burro, el tardo buey, la arisca cabra, la mansa oveja, la tímida liebre…, y los designios de la Providencia, ¿pueden ser otra cosa que inescrutables?

Cantar, pues, el nombre, realzándolo con el epíteto sagrado, es la exaltación reflexiva de la lírica, y la exaltación irreflexiva, la suprema, en cantarlo solo y desnudo, sin epíteto alguno; es repetirlo una y otra vez, como sumergiendo el alma en su contenido ideal y empapándose en él sin añadido.

—No me sorprende —le dije a mi amigo— que te produzcan extraño efecto estas enumeraciones, y te confieso que pueden ellas no tener nada de poético. Pero han de extrañarnos más a nosotros, que con palabras muertas, reducimos la lírica a algo discursivo y oratorio, a elocuencia rimada.

—Observa, además —añadí—, que una palabra no ha cobrado su esplendor y su pureza toda hasta que ha pasado por el ritmo y se ha visto ayuntada a otras en su cadencia. Es como el trigo, que no está limpio y pronto para ir a la muela hasta que no ha sido apurado aventándolo al aire de la era.

—Ahora recuerdo —dijo mi amigo, interpolando un intermedio cómico—, ahora recuerdo cierto chascarrillo yanqui, y es que dicen que cuando Adán estaba poniendo nombre a los animales, al acercarse el caballo, dijo Eva a su marido: «Esto que viene aquí se parece a un caballo; llamémosle, pues, caballo.»

—El chascarro no carece de gracia —le dije—, pero es el caso que cuando Adán puso nombre a las bestias del campo y a las aves de los cielos, aún no había sido creada la mujer, según el Génesis. De donde se saca que el hombre necesitó hablar aun estando solo, hablar consigo, es decir, cantar, y que su acto de poner nombres a los seres fue un acto de pureza lírica, de perfecto desinterés. Se los puso para extasiarse con ellos. Sólo que una vez que así los cantó y les puso nombre, sintió la necesidad de un semejante a quien comunicárselo; una vez que de la grosura de su entusiasmo brotó aquel himno de nombramiento, sintió la necesidad de un auditorio, de un público, y así, agrega el texto, que Adán no halló ayuda que estuviese delante de él. Y a seguida de esto es cuando el relato bíblico nos cuenta la creación de la primera mujer, hinchándola de una costilla del primer hombre, y como si éste hubiese sentido más vivamente la necesidad de una compañera a raíz de haberse adueñado de los seres mediante los nombres. Sintió el hombre la necesidad de alguien con quien hablar, y Dios le hizo la mujer. Y apenas surge la mujer ante el hombre, luego de decir éste lo de «esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne», lo primero que hace es darle nombre, diciendo: «Esta será llamada varona, porque del varón fue tomada». Y este nombre, en efecto, no ha prevalecido, sino que los más de los pueblos cultos tienen para la mujer nombre de otra raíz que el nombre del hombre, y como si fuesen dos especies.

—Excepto el inglés, por lo menos —dijo mi amigo.

—Y algún otro —añadí yo.

Y recogiendo las Hojas de yerba, de Walt Whitman, dejamos el esplendor de la ciudad cuando se derretía en el atardecer.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 6-VIII-1906)

 

 

LA BECA

 

«Vuelva usted otro día…» «¡Veremos!» «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto…» «Son ustedes tantos…» «¡Ha llegado usted tarde y es lástima!» Con frases así se veía siempre despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar, aunque hubiese oído mil veces aquello de «pobre porfiado saca mendrugo».

A solas hacía mil proyectos, y se armaba de coraje y se prometía cantarle al lucero del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban ya estaba engurruñándosele el corazón. «Pero ¿por qué seré así, Dios mío?», se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que sólo de tal modo podía ser él el que era.

Y por debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se han encontrado con la vida desnuda. Estos sólo conocen la vestidura de la vida, sus arreos; no la vida misma, pelada y desnuda.

El hijo, Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.

—Es nuestra única esperanza —decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche de invierno— que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas mientras estudie… ¡Porque esto de vivir así, de caridad…! ¡Y qué caridad, Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas, pero…

—Sí, que, como dice Martín, en vez de ejercer caridad se dedican al deporte de la beneficencia.

—No, eso no; no es eso.

—Te lo he oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al que la recibe. Ya ves lo que nos decía la lavandera al contarnos cuando les dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas…, «esas cosas que hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara»…

—Pero, hombre…

—Sé franca y no tengas secretos conmigo. Comprende que nos dan limosna para humillarnos…

En las noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.

El niño lo comprendía todo y penetraba en el alcance todo de aquel continuo estribillo de «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!»

Ruda fue la brega en las oposiciones de la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.

A partir de este día del triunfo, acentuóse en don Agustín su vergüenza de ir a pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraban y con algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo, mal que bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de «bástele a cada día su cuidado»?, y no lo traducimos diciendo que «no por mucho madrugar amanece más temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es quedarse en cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen que el reposo lo cura todo.

—¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro único sostén, que de ti depende todo…! ¡Dios te lo premie! — decía la madre.

Y Agustinito ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquél, con malas digestiones y peores sueños, y éste, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder la beca.

Solía quedarse dormido sobre los libros, a guisa de almohada, y soñaba con las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las matrículas del curso siguiente.

—Voy a ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para poder seguir disfrutando la beca…

—No, no haga eso, madre, que es muy feo…

—¿Feo? ¡Ante la necesidad, nada hay que sea feo, hijo mío!

—Pero si sacaré sobresaliente, madre; si lo sacaré.

—¿Y el premio?

—También el premio, madre.

Hallábase obligado a sacar el premio, obligado, que es una cosa verdaderamente terrible.

—Mira, Agustinito: don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su casa a preguntar cómo sigue…

—No voy, madre; no quiero ser pelotillero.

—¿Ser qué?

—¡Pelotillero!

—Bueno, no sé lo que es eso, pero te entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que ser pelotilleros. Nada de aquello de «pobre, pero orgulloso», que es lo que más nos pierde a los españoles…

—Pues no voy.

—Bien, iré yo.

—No, tampoco irá usted.

—Bueno, no quieres que sea pelotillera…, pues no iré. Pero, hijo mío…

—Sacaré el sobresaliente, madre.

Y lo sacaba, el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó más que notable, y hubo que ver la cara que pusieron sus padres.

—Me tocaron tan malas lecciones…

—No, no; algo le has hecho… —dijo el padre.

Y la madre añadió:

—Ya te lo decía yo… Has descuidado mucho esa asignatura…

El mes de mayo le era terrible. Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:

—Basta por hoy, hijo mío; tampoco conviene abusar… Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no estamos para eso.

Cayó enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron, se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.

El médico aseguró a los padres que duraría aquello, y los pobres, angustiados, le preguntaban:

—¿Pero podrá examinarse en junio?

—Déjense de exámenes, que lo que este mozo necesita es comer mucho y estudiar poco, y aire, mucho aire…

—¡Comer mucho y estudiar poco! —exclamó la madre—. Pero, señor, ¡si tiene que estudiar mucho para poder comer poco…!

—Es un caso de surmenage.

—¿De sur qué?

—De surmenage, señora; de exceso de trabajo.

—¡Pobre hijo mío! —y rompió a llorar la madre—. ¡Es un santo…, un santo!

Y el santo fue reponiéndose, al parecer, y cuando pudo ponerse en pie pidió los libros, y la madre, al llevárselos, exclamó:

—¡Eres un santo, hijo mío!

Y a los tres días:

—Mira, hoy que está mejor tiempo puedes salir; vete a clase bien abrigado, ¿eh?, y dile a don Alfonso cómo has estado enfermo, y que te lo dispense…

Al volver de clase dijo:

—Me ha dicho don Alfonso que no vuelva hasta que esté del todo bien.

—Pero ¿y el sobresaliente, hijo mío?

—Lo sacaré.

Y lo sacó, y vio vacaciones, su único respiro. «¡Al campo!», había dicho el médico. ¿Al campo? ¿Y con qué dinero? Con dos pesetas no se hacen milagros. ¿Iba a privarse don Agustín, el padre, de su café diario, del único momento en que olvidaba penas? Alguna vez intentó dejarlo; pero el hijo modelo le decía:

—No, no; vete al café, padre; no lo dejes por mí; ya sabes que yo me paso con cualquier cosa…

Y no hubo campo, porque no pudo haberlo. No recostó el pobre mozo su cansado pecho sobre el pecho vivificante de la madre Tierra; no restregó su vista en la verdura, que siempre vuelve, ni restregó su corazón en el olvido reconfortante.

Y volvió el curso, y con él la dura brega, y volvió a encamar el becario, y una mañana, según estudiaba, le dio un golpe de tos y se ensangrentaron las páginas por el sitio en que se trataba de la tisis precisamente.

Y el pobre muchacho se quedó mirando al libro, a la mancha roja, y más allá de ella, al vacío, con los ojos fijos en él y frío de la desesperación acoplada en el alma. Aquello le sacó a flor de alma la tristeza eterna, la tristeza trascendental, el hastío prenatal que duerme en el fondo de todos nosotros y cuyo rumor de carcoma tratamos de ahogar con el trajineo de la vida.

—Hay que dejar los libros en seguida —dijo el médico en cuanto le vio—; ¡pero en seguida!

—¡Dejar los libros! —exclamó don Agustín—. ¿Y con qué comemos?

—Trabaje usted.

—Pues si busco y no encuentro; si…

—Pues si se les muere, por su cuenta…

Y el rudo don José Antonio se salió mormojeando: «¡Vaya un crimen! Este es un caso de antropofagia…: estos padres se comen a su hijo».

Y se lo comieron, con la ayuda de la tisis; se lo comieron poco a poco, gota a gota, adarme a adarme.

Se lo comieron vacilando entre la esperanza y el temor, amargándoles cada noche el sacrificio y recomenzándolo cada mañana.

¿Y qué iba a hacer? El pobre padre andaba apesadumbrado, lleno de desesperación mansa. Y mientras revolvía el café con la cucharilla para derretir el terrón de azúcar, se decía: «¡Qué amarga es la vida! ¡Qué miserable la sociedad! ¡Qué cochinos los hombres! Ahora sólo no falta que se nos muriera…» Y luego, en voz alta: «Mozo: ¡el Vida Alegre!»

Aún llegó el chico a licenciarse y tuvo el consuelo de firmar en el título, de firmar su sentencia de muerte con mano trémula y febril. Pidió luego un libro, una novela.

—¡Oh, los libros, siempre los libros! —exclamó la madre—. Déjalos ahora. ¿Para qué quieres saber tanto? ¡Déjalos!

—A buena hora, madre.

—Ahora a descansar un poco y a buscar un partido…

—¿Un partido?

—Sí; he hablado con don Félix, y me ha prometido recomendarte para Robleda.

A los pocos días se iba Agustinito, para siempre, a las vacaciones inacabables, con el título bajo la almohada —fue un capricho suyo— y con un libro en la mano: se fue a las vacaciones eternas. Y sus padres le lloraron amargamente.

—Ahora, ahora que iba a empezar a vivir; ahora que nos iba a sacar de miserias; ahora… ¡Ay, Agustín, qué triste es la vida!

—Sí, muy triste —murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café.

Y don José Antonio, el médico, me decía después de haberme contado el suceso: «Un crimen más, un crimen más de los padres… ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal… ¡Mentira!, ¡mentira!, ¡mentira! A las más de las muchachas que se pierden son sus madres quienes primero las vendieron… Esto entre los pobres, y se explica, aunque no se justifique. ¿Y los otros? No hace aún tres días que González García casó a su hija con un tísico perdido, muy rico, eso sí, con más pesetas que bacilos, ¡y cuidado que tiene una millonada de éstos!, y la casó a conciencia de que el novio está con un pie en la sepultura; entra en sus cálculos que se le muera el yerno, y luego el nieto que pueda tener, de meningitis o algo así, y luego… Y para este padre que se permite hablar de moralidad, ¿no hay grillete? Y ahora, este pobre chico, esta nueva víctima… Y seguiremos considerando al Estado como un hospicio, y vengan sobresalientes y canibalismo… ¡canibalismo, sí, canibalismo! Se lo han comido y se lo han bebido; se le han comido la carne, le han bebido la sangre…; y a esto de comerse los padres a un hijo, ¿cómo lo llamaremos, señor helenista? Gonofagía, ¿no es así? Sí; gonofagía, gonofagía, porque llamando a las cosas en griego pierden no poco del horror que pudieran tener. Recuerdo cuando me contó usted lo de los indios aquellos de que habla Herodoto, que sepultaban a sus padres en sus estómagos, comiéndoselos. La cosa es terrible; pero más terrible aún es el festín de Atreo. Porque el que uno se coma al pasado, sobre todo si ese pasado ha muerto, puede aún pasar; ¡pero esto de comerse al porvenir! Y si usted observa, verá de cuántas maneras nos lo estamos comiendo, ahogando en germen los más hermosos brotes. Hubiera usted visto la triste mirada del pobre estudiante, aquellos ojos, que parecían mirar más allá de las cosas, a un incierto porvenir, siempre futuro y siempre triste, y luego aquel padre, a quien no le faltaba su café diario. Y hubiera visto su dolor al perder al hijo, dolor verdadero, sentido, sincero (no supongo otra cosa); pero dolor que tenía debajo de su carácter animal, de instinto herido, algo de frío, de repulsivo, de triste. Y luego esos libros, esos condenados libros, que en vez de servir de pasto sirven de veneno a la inteligencia; esos malditos libros de texto, en que se suele enfurtir todo lo más ramplón, todo lo más pedestre, todo lo más insufrible de la ciencia, con designios mercantiles de ordinario…» Calló el médico, y callé yo también. ¿Para qué hablar?

Pasado algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de éste se hallaba inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.

—¿Y los padres? —se me ocurrió argüir.

Y al contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera como sus padres se lo habían comido, me replicó inhumanamente:

—¡Bah! De no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.

—¿Pero es —exclamé entonces— que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?

—Sin duda —me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a las ingeniosidades y paradojas—, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos a los otros y ellos nos comen. Es un devoramiento mutuo.

—Entonces vivir solo —dije.

Y me replicó:

—No logrará usted nada, sino que se comerá a sí mismo, y esto es lo más terrible, porque al placer de devorarse se junta el dolor de ser devorado, y esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que pueda darse.

—Basta —le repliqué.

 

 

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