A D. Francisco de Yzaguirre.
Nada más grato que recordar las bulliciosas fiestas de los tiempos ingratos para nuestra villa; nada más saludable que evocar la memoria de los raudales de alegría que desbordaban entonces del vigor del alma bilbaína. Los hombres y los pueblos valerosos son los hombres y los pueblos verdaderamente alegres: la tristeza es hermana de la cobardía.
Vosotros, los de aquellos días, podéis decir:
—¡Estuvimos allí!
Yo que aunque muy niño entonces, también estuve allí, sólo aspiro a despertar en vuestra fantasía la imagen dulce de la bulliciosa fiesta, que fue como prólogo a aquel heroico período, a cuyo culto esta Sociedad está consagrada.
Era el otoño plácido de nuestras montañas, cuando el sol, cernido por la disuelta telaraña de neblina, llueve como lento sirimiri sobre el campo sereno, disolviendo los colores en el gris uniforme del crepúsculo del año.
La placidez de aquel otoño templaba la agitación de los espíritus. Bilbao estaba rodeada de enemigos; desde los altos que le circundan le hacían corte los jebos; las monjas de la Cruz habían abandonado su convento; los habitantes de Bilbao la Vieja y San Francisco invadían el casco nuevo, ocupando las casas desalquiladas; los cosecheros de chacolí vendimiaban su uva antes de sazón; faltaban correos, y merluza, a las veces; se acercaba el sitio, pero la alegría alentaba, y era hermoso el otoño plácido de nuestras montañas.
Amaneció el 29 de septiembre de 1873. Pachi, muy de mañana, llamó a la puerta de Matrolo:
—¡Vamos, arlote, dormilón, levántate! ¡A la romería! ¡A San Miguel!
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Matrolo, desperezándose.
—Nada, que Chapa va hoy a Guernica de paseo, y, lo que ya sabes, que viene Moriones con dos mil hombres… Los jebos, vendimiando… ¡Anda, levántate!
—Pero ¿es verdad que nos viene Murriones? —preguntó Matrolo, restregándose los ojos.
Cuando se hubo metido en su ropa, dirigióse a un rincón del cuarto, levantó una especie de cortina y mostró a Pachi un fusil Remington y una escopeta chimbera en íntima compañía, preguntándole:
—¿Cuál cojo?
—¡Coge la escopeta!…
—¡La gran idea, verás! Ayer hablé de ello…
Cogió la escopeta, se colocó la burjaca, el polvorinero, el capuzonero, todos los chismes, llamó al perro y dijo:
—¡Vamos!
—Pero… ¿estás del queso? ¿A dónde vas?
—¡A chimbos!
—¡Divertirse! —les gritó una joven—. Luego vamos nosotras.
—Tendría que ver —decía Matrolo, mientras bajaba las escaleras— que Velasco, el sombrerero libertador, se nos presentara a pasar sobre nuestros escombros…
—Parece —añadió Pachi— que Castor, el vejete, está haciendo de soplín, soplón, hijo del gran soplador; no hace más que inflar los papos en la fundición de Arteaga… Los postes de amarras no le bastan y dice que nuestro comercio no aguantará tres días de bombardeo…
—¡Coitao! ¡Qué pronto se ha olvidado de San Agustín!… ¡Está memelo!
Entonces pasaba por la calle Chistu, con su tradicional casaca encarnada y pantalón azul, tocando el pastoril instrumento.
—¡A Basauri! ¡A San Miguel!
Era un grupo de jóvenes con boinas rojas y pantalones de dril blanco, saltando y gritando. La calle hacía de carretera; las serias casas de riente campo, porque llevaban dentro de ellos el campo y la alegría.
—¿Vamos a buscar a Bederachi? —dijo Matrolo.
—¿Bederachi? Desde que tiene novia…
El animoso Bederachi se entusiasmó como un niño con la idea de ir a chimbos al Arenal. ¡Al fin podría gritar y hacer chiquilladas en público, sacar al aire libre la plenitud de su alma!
—¡Esto es demasiado lujo! —exclamó Pachi al ver las bocacalles del Arenal con banderas y gallardetes.
Ante su vista, entre las estribaciones de Puente y la bicornuda fachada de San Nicolás, se extendía el Arenal famoso, del que dice la canción que
No hay en el mundo
puente colgante
más elegante,
ni otro Arenal…»
Parecía el campamento de la alegría. En los jardines, tiendas de poncheras, en que se veía, sobre blanco mantel, la jarra con su batidor de caña, los vasos y los azucarillos, respirando frescura; choznas cubiertas de ramaje; tiendas de campaña, por aquí y por allí, de juegos de navaja, de anillos, de dados, y, a través del follaje, que amarilleaba, los palos y el vergaje de los vapores empavesados y endomingados.
Un aire fresco dilató el espíritu de mis tres romeros, aire de alegría que soplaba su hálito sobre el Arenal desde las bocacalles de la villa.
Sintiéronse niños Bederachi y Matrolo, y empezaron a apuntar a los árboles, fingiendo disparar con gran contento de los chiquillos, que celebraban la ocurrencia.
Al pasar junto a una chozna, y oír el chirchir del aceite, Matrolo dilató las narices y preguntó:
—¿Es?
—¡Sí!
—¿Tenemos merlusita frita? ¡Qué felisidá!…
—No es del todo buena —observó Pachi—; pero, al fin, esos caribes nos dejan probar… La carne está dura, mala y cara; a veinticuatro cuartos libra. El vino…
—¡Prosaico! —le interrumpió Bederachi.
—Tú sampa y cállate.
Recorrieron los grupos de bailes; los dos chimberos dieron unas bajadas de sirinsirin en San Nicolás, con vergüenza de Pachi, y de allí se fueron a las Acacias, donde unos voluntarios de la República jugaban a los bolos.
—Este juego —les dijo uno de ellos estoicamente —está hecho con tablones de la batería de la Muerte…
—¡Qué miedo!
—¿Quién habla de muerte? En el camposanto han puesto un letrero que dice: «No se permite la entrada».
Frente al peligro que se avecinaba, halló nuestro pueblo la frescura del alma virgen, desligada del cuidado que consigo trae cada día.
Estaba apuntando a un árbol Bederachi, para regocijo de los muchachos y expectación del perrillo, que enderezaba las orejas, cuando, poniéndose, como amapola, dejó caer la escopeta al oír un
—¡Mireléis, chicas, mireléis!
—¿Por qué no disparas? ¡Sigue! —le dijo Pepita, que venía.
—¡Chiquilladas!… —murmuró confuso.
—¡Ay, ené! ¡Y qué vergonsoso es el chico!… —exclamó una de las compañeras.
Bederachi se les agregó escoltándoles con su escopeta al hombro, seguido del perrillo y cuchicheando al oído de Pepita. Para ellos era la fiesta; para ellos la placidez del otoño; sinfonía de su amor, el contento desparramado que les rodeaba.
—¿No te digo yo? —decía Pachi a Matrolo—. Con enamorados no se cuenta…
En aquel momento llegaban don Terencio y doña Tomasa, serios como corchos; con ellos, los gigantones africanos y asiáticos y los dos cabezudos. Eran los gigantes de la segunda dinastía; los anteriores a la reforma que les añadió americanos a compartir su reinado; los que conocieron a Gargantúa; los que, atacados más tarde de cloruritis y abandonados por su pueblo, fueron, a bordo de un arca de Noé, a Portugalete a acabar su vida, contemplando el mar, que se traga a los grandes ríos y a los arroyuelos chicos.
De las calles de la villa salían alegres grupos y vibrantes sansos, como retozo de un niño.
—Comeremos aquí y con música —dijo Matrolo.
Mientras la banda tocaba en el quiosco, comieron en las Acacias, en bulliciosa mesa, servida por los Pellos. Se habló allí de la guerra y de la paz, de la facción carlista y de aquellos cartageneros que distraían al ejército. Recordaron las pasadas romerías de Basauri, cuando iban por la blanca carretera o por el sombrío camino de la Peña, pasaban el Puente Nuevo, ante el cual se despliega el risueño valle de Echévarri, por cuyo seno, entre cortinones de verduras, el Nervión, aun joven, se enfurruña al saltar las presas; pasaban el Boquete, y, muy luego, se abría ante sus ojos la frescura del valle de Basauri, vestido de manto de árboles, en cuyo límite se destaca la iglesia de Arrigorriaga, teatro de heroicas hazañas.
Revoloteando la conversación alada, se fue de la romería a Basauri, y de Basauri a Arrigorriaga. Dijo un comensal:
—¿Os acordáis de aquella acción del año pasado, cuando la amorebietada? Antes del susto del día de la Ascensión…
Todos sonrieron, y miraron al único que comía en silencio, sin sonreír.
—Aquel día —añadió otro— fue herido nuestro bizarro compañero Abdelkader…
—¿Dónde? ¿Dónde? —preguntó Matrolo a su vecino.
—En el tacón —contestó éste.
—No hay que olvidar —añadió otro— el patriótico impulso que les trajo en un santiamén a dar cuenta de lo ocurrido…
—¡Bueno! ¡Basta de eso! —interrumpió seriamente un vecino del que comía y callaba.
La conversación varió de vuelo.
Entre tanto, la romería se animaba. Cruzó el Arenal, saliendo de la villa una carretela, tirada por caballos encascabelados y encampanillados, y los alegres jóvenes que iban en ella, adornados con dalias, llenaban el Arenal con sus sansos.
Matrolo apenas comía; se confundía en todo.
—¡Cigarros!
—¡Agua fresca! ¿Quién quiereeeee?
—¡Eh, aguadera!
—¡Churros! ¡Churros calientes!
Las tiendas de la villa se cerraron por la tarde. El Arenal parecía un hormiguero.
Entre tanto, desde la falda de Archanda, junto a una casería recién quemada, miraba con vista fosca a la fiesta el casero, mientras en lo íntimo de su alma, al rumor que subía del Arenal de la villa, se unían los ecos de las pasadas machinadas; ecos que, al nacer, trajo como herencia.
—¡La primera compañía v’haser el aurrescu!
—¡Pilili v’haser el aurrescu!
Lo oyó Matrolo y, con el bocado en la boca y la servilleta al cuello, fue a verlo. Se sobrecogió de respeto al ver los chuzos de la autoridad.
Comenzó el antiguo baile a los ecos agridulces del pito de Chistu; esos que iban a perderse en los oídos del casero de Archanda.
—¡Alza, Pilili!
Y Pilili hacía en el aire los trenzados habilísimos de sus pies.
—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaba Matrolo, luciendo su servilleta.
—¡Aquí viene! ¡Aquí viene!
Matrolo corrió a dejar la servilleta y tomar la escopeta; se volvió y vio un tropel de gente que se acercaba.
—¡Aquí está el rey de las selvas! —dijo Pachi con seriedad.
Con boina encarnada, de la que colgaba borla de esparto; con banda azul, de rico percal, con borlas; con una placa de papel que le cubría el pecho; con artística espada de arrogante pino, benévola en los combates, como dice un cronicón coetáneo, venía, caballero sobre un rucio, a tambor batiente, llevando en la espalda un papel de trapo que decía: «Entrada del rey Chapa en Guernica».
Le seguía la guardia real: chicuelos, armados de palos, que le vitoreaban. Deteníase él, de cuando en cuando, para decirles:
—Guerreros, esta noche dormiréis en Bilbao.
Agregáronse a la comitiva los enanos y los gigantones.
Pasaban entonces en artolas dos ricos aldeanos, marido y mujer, representados con propiedad. Bajó el marido a besar la mano a Su Majestad.
Matrolo se sintió niño. Recordó los días en que, poniéndose un alfiler en la gorra, a guisa de pararrayos, corría delante del enano, gritándole: ¡Caransuelito! Y, con su escopeta al hombro, se agregó a la comitiva.
Pasaron la batería de la Muerte, fueron a la taberna de la Sandeja y se colocaron en batalla frente al blocaus de San Augustín, mientras Pachico el Gordo les miraba sonriendo.
—¡Allí están los jebos!
Desde Archanda, un grupo de hombres contemplaba la fiesta. Europa, representada en don Terencio y doña Tomasa, les miró asombrada; Asia y África les volvieron las espaldas.
Entonces se mezcló al regocijado clamoreo de la fiesta el ronquido del cañón, que, desde San Augustín, enviaba peladillas a los mirones. El eco de los cañonazos se disipó, como golpes de bombo en regocijado bailable, en el murmullo que brotaba del retozo de la muchedumbre. El Arenal parecía vivo, y resonante el polvo de la fiesta, que parecía destilar sobre los corazones el bálsamo del descuido.
Matrolo no sabía dónde acudir; quería estar en todas partes, mezclar su voz a todos los rumores de la fiesta, difundirse en el ambiente. El contento que le envolvía llevaba a su corazón este melancólico pensamiento:
—¡Qué mal está el que no tiene novia!
Junto a los impávidos gigantones, rodeados de chiquillos, circulaba la gente, bailaban a la música, se oían sansos, chirchir de guisos, sonsonete de ciegos…
De pronto, resonó sobre el alegre rumor de la fiesta la corneta de llamada. Por un momento se calmó el runrún, como el bramido del mar que cesa, mientras avanza por la altura la encanecida ola, para deshacerse en blanco polvo, rebramando contra la costa.
Matrolo echó a correr; Bederachi le siguió. Llegaron a sus casas, dejaron las escopetas y los perrilleros, cogieron los fusiles y las gorritas de higo, recordaron los tiempos duros en que estaban y, llevando en el alma el uno el soplo fresco de la romería, la mirada de Pepita el otro, se fueron a sus guardias.
¿Y el de la borla de esparto?
El cronicón de donde he sacado los datos, acaba su descripción diciendo:
«No comprendiendo, sin duda, su majestad mandilona que el buen ejemplo debe dimanar siempre de quien en lo más alto se ve encumbrado, olvidándose acaso de su elevado rango, se atreve a cometer serios desmanes que le obligan a retirarse quizá antes de tiempo, contra su omnímoda soberana voluntad, al regio alcázar hábilmente designado con el significativo nombre de La Perrera».
Ya de noche, se arrastraban los últimos ecos de la romería; recorrían las calles grupos, y se oían voces que se alejaban cantando:
Ené, qué risas le hisemos
al pasar por la Sendeja…
Chalos y todo nos hiso
desde el balcón una vieja…»
Así celebró Bilbao en su Arenal la romería de San Miguel de Basauri el 29 de septiembre de 1873.
¡Tiempos aquellos en que en el continuo vaivén de los sucesos, en la incertidumbre del mañana, despegadas las voluntades del amodorrador cuidado y flotando sus raíces como en el mar las algas, traía la villa a su seno el aire de los campos y recogía el soplo de la infancia animosa de los pueblos.
(Leído en la Sociedad El Sitio, l-V-1892, y publicado en mayo de 1892 en El Nervión)