¡Cómo le pesaba Raquel al pobre don Juan! La viuda aquella, con la tormenta de no tener hijos en el corazón del alma, se le había agarrado y le retenía en la vida que queda, no en la que pasa. Y en don Juan había muerto, con el deseo, la voluntad. Los ojos y las manos de Raquel apaciguaban y adormecían todos sus apetitos. Y aquel hogar solitario, constituido fuera de la ley, era como en un monasterio la celda de una pareja enamorada.
¿Enamorada? ¿Estaba él, don Juan, enamorado de Raquel? No, sino absorto por ella, sumergido en ella, perdido en la mujer y en su viudez. Porque Raquel era, pensaba don Juan, ante todo y sobre todo, la viuda y la viuda sin hijos; Raquel parecía haber nacido viuda. Su amor era un amor furioso, con sabor a muerte, que buscaba dentro de su hombre, tan dentro de él que de él se salía, algo de más allá de la vida. Y don Juan sé sentía arrastrado por ella a más dentro de la tierra. «¡Esta mujer me matará!» —solía decirse, y al decírselo pensaba en lo dulce que sería el descanso inacabable, arropado en tierra, después de haber sido muerto por una viuda como aquélla.
Hacía tiempo que Raquel venía empujando a su don Juan al matrimonio, a que se casase; pero no con ella, omo habría querido hacerlo el pobre hombre.
RAQUEL.—¿Casarte conmigo? ¡Pero eso, mi gatito, no tiene sentido…! ¿Para qué? ¿A qué conduce que nos casemos según la Iglesia y el Derecho Civil? El matrimonio se instituyó, según nos enseñaron en el Catecismo, para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ¿Casarnos? ¡Bien casados estamos! ¿Darnos gracia? Ay michino —y al decirlo le pasaba por sobre la nariz los cinco finísimos y ahusados dedos de su diestra—, ni a ti ni a mí nos dan ya gracia con bendiciones. ¡Criar hijos para el cielo…, criar hijos para el cielo!
Al decir esto se le quebraba la voz y temblaban en sus pestañas líquidas perlas en que se reflejaba la negrura insondable de las niñas de sus ojos.
DON JUAN.—Pero ya te he dicho, Quelina, que nos queda un recurso, y es casarnos como Dios y los hombres mandan…
RAQUEL.—¿Tú invocando a Dios, michino?
DON JUAN.—Casarnos así, según la ley, y adoptar un hijo…
RAQUEL.—¡Adoptar un hijo…! ¡Adoptar un hijo…! Sólo te faltaba decir que del Hospicio…
DON JUAN.—¡Oh, no! Aquel sobrinillo tuyo, por ejemplo…
RAQUEL.—Ya te he dicho, Juan, que no hables de eso…, que no vuelvas a hablar de eso… Mi hermana, visto que tenemos fortuna…
DON JUAN.—Dices bien, tenemos…
RAQUEL.—¡Claro que digo bien! ¿O es que crees que yo no sé que tu fortuna, como tú todo, no es sino mía, enteramente mía?
DON JUAN.—¡Enteramente tuyos, Quelina!
RAQUEL.—Mi hermana nos entregaría cualquiera de sus hijos, lo sé, nos lo entregaría de grado. Y como nada me costaría obtenerlo, nunca podría tenerlo por propio. ¡Oh, no poder parir! ¡No poder parir! ¡Y morirse en el parto!
DON JUAN.—Pero no te pongas así, querida.
RAQUEL.—Eres tú, Juan, eres tú el que no debes seguir así… Un hijo adoptado, adoptivo, es siempre un hospiciano. Hazte padre, Juan, hazte padre, ya que no has podido hacerme madre. Si me hubieras hecho madre, nos habríamos casado, entonces sí… ¿Por qué bajas así la cabeza? ¿De qué te avergüenzas?
DON JUAN.—Me vas a hacer llorar, Raquel, y yo…
RAQUEL.—Sí, ya sé que tú no tienes la culpa, como no la tuvo mi marido, aquel…
DON JUAN.—Ahora eso…
RAQUEL.—¡Bien! Pero tú puedes darme un hijo. ¿Cómo? Engendrándolo en otra mujer, hijo tuyo, y entregándomelo luego. ¡Y quiéralo ella o no lo quiera, que lo quiero yo y basta!
DON JUAN.—Pero cómo quieres que yo quiera, a otra mujer…
RAQUEL.—¿Quererla? ¿Qué es eso de quererla? ¿Quién te ha hablado de querer a otra mujer? Harto sé que hoy ya tú no puedes, aunque quieras, querer a otra mujer. ¡Ni yo lo consentiría! ¡Pero no se trata de quererla; se trata de empreñarla! ¿Lo quieres más claro? Se trata de hacerla madre. Hazla madre y luego dame el hijo, quiéralo ella o no.
DON JUAN.—La que se prestara a eso sería una…
RAQUEL.—¿Con nuestra fortuna?
DON JUAN.—¿Y a qué mujer le propongo eso?
RAQUEL.—¿Proponerle qué?
DON JUAN.—Eso…
RAQUEL.—Lo que has de proponerle es el matrimonio…
DON JUAN.—¡Raquel!
RAQUEL.—¡Sí, Juan, sí; el matrimonio! Tienes que casarte y yo te buscaré la mujer; una mujer que ofrezca probabilidades de éxito… Y que sea bien parecida, ¿eh?
Al decir esto se reía con una risa que sonaba a llanto.
RAQUEL.—Será tu mujer, y de tu mujer, ¡claro está!, no podré tener celos…
DON JUAN.—Pero ella los tendrá de ti…
RAQUEL.—¡Natural! Y ello ayudará a nuestra obra. Os casaréis, os darán gracia, mucha gracia, muchísima gracia, y criaréis por lo menos un hijo… para mí. Y yo le llevaré al cielo.
DON JUAN.—No blasfemes…
RAQUEL.—¿Sabes tú lo que es el cielo? ¿Sabes lo que es el infierno? ¿Sabes dónde está el infierno?
DON JUAN.—En el centro de la tierra, dicen.
RAQUEL.—O en el centro de un vientre estéril acaso…
DON JUAN.—¡Raquel…! ¡Raquel…!
RAQUEL.—Y ven, ven acá…
Le hizo sentarse sobre las firmes piernas de ella, se lo apechugó como a un niño y, acercándole al oído los labios resecos, le dijo como en un susurro:
RAQUEL.—Te tengo ya buscada mujer… Tengo ya buscada la que ha de ser madre de nuestro hijo… Nadie buscó con más cuidado una nodriza que yo esa madre…
DON JUAN.—¿Y quién es…?
RAQUEL.—La señorita Berta Lapeira… Pero, ¿por qué tiemblas? ¿Si hasta creí que te gustaría? ¿Qué? ¿No te gusta? ¿Por qué palideces? ¿Por qué lloras así? Anda, llora, llora, hijo mío… ¡Pobre don Juan!
DON JUAN.—Pero Berta…
RAQUEL.—¡Berta, encantada! ¡Y no por nuestra fortuna, no! ¡Berta está enamorada de ti, perdidamente enamorada de ti…! Y Berta, que tiene un heroico corazón de virgen enamorada, aceptará el papel de redimirte, de redimirte de mí, que soy, según ella, tu condenación y tu infierno. ¡Lo sé! ¡Lo sé! Sé cuánto te compadece Berta… Sé el horror que le inspiro… Sé lo que dice de mí…
DON JUAN.—Pero y sus padres…
RAQUEL.—Oh, sus padres, sus cristianísimos padres, son unos padres muy razonables… Y conocen la importancia de tu fortuna…
DON JUAN.—Nuestra fortuna…
RAQUEL.—Ellos, como todos los demás, creen que es tuya… ¿Y no es acaso legalmente tuya?
DON JUAN.—Sí; pero…
RAQUEL.—Sí, hasta eso lo tenemos que arreglar bien. Ellos no saben cómo tú eres mío, michino, y cómo es mío, mío sólo, todo lo tuyo. Y no saben cómo será mío el hijo que tengas de su hija… Porque lo tendrás, ¿eh, michino? ¿Lo tendrás?
Y aquí las palabras le cosquilleaban en el fondo del oído al pobre don Juan, produciéndole casi vértigo.
RAQUEL.—¿Lo tendrás, Juan, lo tendrás?
DON JUAN.—Me vas a matar, Raquel…
RAQUEL.—Quién sabe… Pero antes dame el hijo… ¿Lo oyes? Ahí está la angelical Berta Lapeira. ¡Angelical! Ja… ja… ja…
DON JUAN.—¡Y tú, demoníaca! —gritó el hombre poniéndose en pie y costándole tenerse así.
RAQUEL.—El demonio también es un ángel, michino…
DON JUAN.—Pero un ángel caído…
RAQUEL.—Haz, pues, caer a Berta; ¡hazla caer…!
DON JUAN.—Me matas, Quelina, me matas…
RAQUEL.—¿Y no estoy yo peor que muerta…?
Terminado esto, Raquel tuvo que acostarse. Y cuando más tarde, al ir don Juan a hacerlo junto a ella, a juntar sus labios con los de su dueña y señora, los encontró secos y ardientes como arena de desierto.
RAQUEL.—Ahora sueña con Berta y no conmigo. ¡O no, no! ¡Sueña con nuestro hijo!
El pobre don Juan no pudo soñar.