V

No, Raquel no consintió en asistir a la boda como Berta y sus padres habían querido, ni tuvo que fingir enfermedad para ello, pues de veras estaba enferma.

RAQUEL.—No creí, Juan, que llegaran a tanto. Conocía su fatuidad y su presunción, la de la niña y la de sus papás; pero no los creía capaces de disponerse a afrontar, así, las conveniencias sociales. Cierto es que nuestras relaciones no han sido nunca escandalosas, que no nos hemos presentado en público haciendo alarde de ellas; pero son algo bien conocido de la ciudad toda. Y al empeñarse en que me convidaras a la boda no pretendían sino hacer más patente el triunfo de su hija. ¡Imbéciles! ¿Y ella? ¿Tu esposa?

DON JUAN.—Por Dios, Raquel, mira que…

RAQUEL.—¿Qué? ¿Qué tal? ¿Qué tal sus abrazos? ¿Le has enseñado algo de lo que aprendiste de aquellas mujeres? ¡Porque de lo que yo te he enseñado no puedes enseñarle nada! ¿Qué tal tu esposa? Tú… tú no eres de ella…

DON JUAN.—No, ni soy mío…

RAQUEL.—Tú eres mío, mío, mío, michino, mío… Y ahora ya sabes vuestra obligación. A tener juicio, pues. Y ven lo menos que puedas por esta nuestra casa.

DON JUAN.—Pero, Raquel…

RAQUEL.—No hay Raquel que valga. Ahora te debes a tu esposa. ¡Atiéndela!

DON JUAN.—Pero si es ella la que me aconseja que venga de vez en cuando a verte…

RAQUEL.—Lo sabía. ¡Mentecata! Y hasta se pone a imitarme, ¿no es eso?

DON JUAN.—Sí, te imita en cuanto puede; en el vestir, en el peinado, en los ademanes, en el aire…

RAQUEL.—Sí, cuando vinisteis a verme la primera vez, en aquella visita de ceremonia casi, observé que me estudiaba…

DON JUAN.—Y dice que debemos intimar más, ya que vivimos tan cerca, tan cerquita, casi al lado…

RAQUEL.—Es su táctica para sustituirme. Quiere que nos veas a menudo juntas, que compares…

DON JUAN.—Yo creo otra cosa…

RAQUEL.—¿Qué?

DON JUAN.—Que está prendada de ti, que la subyugas…

Raquel dobló al suelo la cara, que se le puso de repente intensamente pálida, y se llevó las manos al pecho, atravesado por una estocada de ahogo. Y dijo:

RAQUEL.—Lo que hace falta es que todo ello fructifique…

Como Juan se le acercara en busca del beso de despedida —beso húmedo y largo y de toda la boca otras veces—, la viuda le rechazó diciéndole:

RAQUEL.—No, ¡ahora ya no! Ni quiero que se lo lleves a ella ni quiero quitárselo.

DON JUAN.—¿Celos?

RAQUEL.—¿Celos? ¡Mentecato! ¿Pero crees, michino, que puedo sentir celos de tu esposa…? ¿De tu esposa? Y yo, ¿tu mujer…? ¡Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo! ¡Para el cielo y para mí!

DON JUAN.—Que eres mi cielo…

RAQUEL.—Otras veces dices que tu infierno…

DON JUAN.—Es verdad.

RAQUEL.—Pero ven, ven acá, hijo mío, toma…

Le cogió la cabeza entre las manos, le dió un beso seco y ardiente sobre la frente, y le dijo en despedida:

RAQUEL.—Ahora vete y cumple bien con ella. Y cumplid bien los dos conmigo. Si no, ya lo sabes, soy capaz…

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