VII

Cuando por fin, una mañana de otoño, le anunció Berta a su marido que iba a hacerle padre, sintió éste sobre la carne de su alma torturada el doloroso roce de las dos cadenas que le tenían preso. Y empezó a sentir la pesadumbre de su voluntad muerta. Llegaba el gran combate. ¿Iba a ser suyo, de verdad, aquel hijo? ¿Iba a ser él padre? ¿Qué es ser padre?

Berta, por su parte, sentíase como transportada. ¡Había vencido a Raquel! Pero a la vez sentía que tal victoria era un vencimiento. Recordaba palabras de la viuda y su mirada de esfinge al pronunciarlas.

Cuando Juan llevó la buena nueva a Raquel, palideció ésta intensísimamente, le faltó el respiro, encendiósele luego el rostro, se le oyó anhelar, le brotaron gotas de sudor, tuvo que sentarse, y al cabo, con voz de ensueño, murmuró:

RAQUEL.—¡Al fin te tengo, Juan!

Y le cogió y le apretó a su cuerpo, palpitante, frenéticamente, y le besó en los ojos y en la boca, y le apartaba de sí para tenerle a corto trecho, con las palmas de las manos en las mejillas de él, mirándole a los ojos, mirándose en las niñas de ellos, pequeñita, y luego volvía a besarle. Miraba con ahinco su propio retrato, minúsculo en los ojos de él, y luego, como loca, murmurando con voz ronca: «¡Déjame que me bese!», le cubría los ojos de besos. Y Juan creía enloquecer.

RAQUEL.—Y ahora, ahora ya puedes venir más que antes… Ahora ya no le necesitas tanto…

DON JUAN.—Pues, sin embargo, es ahora cuando más me quiere junto a sí…

RAQUEL.—Es posible… Sí, sí, ahora se está haciendo… Es verdad… Tienes que envolver en cariño al pobrecito… Pero pronto se cansará ella de ti…, le estorbarás…

Y así fué. En los primeros meses, Berta le quería junto a sí y sentirse mimada. Pasábase las horas muertas con su mano sobre la mano de su Juan, mirándole a los ojos. Y sin querer, le hablaba de Raquel.

BERTA.—¿Qué dice de esto?

DON JUAN.—Tuvo un gran alegrón al saberlo…

BERTA.—¿Lo crees?

DON JUAN.—¡Pues no he de creerlo…!

BERTA.—¡Yo no! Esa mujer es un demonio…, un demonio que te tiene fascinado…

DON JUAN.—¿Y a ti no?

BERTA.—¿Qué bebedizo te ha dado, Juan?

DON JUAN.—Ya salió aquello…

BERTA.—Pero ahora serás mío, sólo mío…

«¡Mío!, ¡mío! —pensó Juan—. ¡Así dicen las dos!»

BERTA.—¡Tenemos que ir a verla!

DON JUAN.—¿Ahora?

BERTA.—Ahora, sí, ahora. ¿Por qué no?

DON JUAN.—¿A verla, o a que te vea…?

BERTA.—¡A verla que me vea! ¡A ver cómo me ve!

Y Berta hacía que su Juan la pasease, e íbase colgada de su brazo, buscando las miradas de las gentes. Pero meses después, cuando le costaba ya moverse con soltura, ocurrió lo que Raquel había anticipado, y fué que ya su marido le estomagaba y que buscaba la soledad. Entró en el período de mareos, bascas y vómitos, y alguna vez le decía a su Juan: «¿Qué haces, hombre; qué haces ahí? Anda, vete a tomar el fresco y déjame en paz… ¡Qué lastima que no paséis estas cosas vosotros los hombres…! Quítate de ahí, hombre, quítate de ahí, que me mareas… ¿No te estarás quieto? ¿No dejarás en paz esa silla…? ¡Y no, no, no me sobes! ¡Vete, vete y tarda en volver, que voy a acostarme! Anda, vete, vete a verla y comentad mi pasión… Ya sé, ya sé que quisiste casarte con ella, y sé por qué no te quiso por marido…»

DON JUAN.—Qué cosas estás diciendo, Berta…

BERTA.—Pero si me lo ha dicho ella, ella misma, que al fin es una mujer, una mujer como yo…

DON JUAN.—¡Como tú… no!

BERTA.—¡No, como yo no! Ella no ha pasado por lo que estoy pasando… Y los hombres sois todos unos cochinos… Anda, vete, vete a verla… Vete a ver a tu viuda…

Y cuando Juan iba de su casa a casa de Raquel, y le contaba todo lo que la esposa le había dicho, la viuda casi enloquecía de placer. Y repetíase lo de los besos en los ojos. Y le retenía consigo. Alguna vez le retuvo toda la noche, y al amanecer, abriéndole la puerta para que se deslizase afuera, le decía tras del último beso: «Ahora que no te espera, vete, vete y consuélala con buenas palabras… Y dile que no la olvido y que espero…»

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