III

Mas la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril. Decir viuda no es más que decir que su amor había muerto, porque en aquella aldea de la costa marina el matrimonio era cosa de poca importancia. Un día había aparecido en el lejano límite del mar un barco extraño. Era como un antiguo galeón de aquellos en que Colombo emprendiera la conquista del Nuevo Mundo. Cuadradas y curvas velas, pequeños mástiles, proa chata y áurea sobre la cual se destacaba un monstruo marino. La nave llegó a la orilla en el crepúsculo pero no tenía sino un tripulante, un gallardo caballero, de brillante armadura, fiel retrato del Príncipe Lohengrin, el rutilante hijo de Parsifal. Aquella noche el caballero pernoctó en la casa de la señora Glicina. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se habían presentido, se necesitaban, se confundieron en un beso, y, al alba, la dorada nave se perdió en la neblina con su gallardo tripulante. Aquel amor breve fue como la realización de un mandato del Destino. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea.

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