VI

Muy poco faltaba para que la línea del horizonte cortara por la mitad el disco del sol cuando llegó la señora Glicina. El Hipocampo de oro la esperaba lleno de angustia.

–¡Llena mi copa de sangre!– dijo.

Y la dama sin lanzar un grito de dolor, se abrió el pecho, cortó una arteria y la sangre brotó en un chorro caliente haciendo espuma hasta llenar la copa del rey que la bebió de un sorbo.

–¡Dame el azahar del Durazno de las dos almendras!– dijo.

Y la dama, sin lanzar un grito de dolor, le dio los tres pétalos que el rey guardó en el corazón de una perla.

–¡Dame tus ojos que son míos!– dijo.

Y la dama, sin lanzar una queja, se arrancó para siempre la luz y entregó sus ojos al Hipocampo de oro, que se los puso en las cuencas ya vacías.

–¡Ahora dame mi hijo!– exclamó.

–Llévate el tallo del cual has arrancado los tres pétalos y mañana tu hijo nacerá. ¿Qué quieres que le dé? Puedo darle todas las virtudes que los hombres tienen, puedo ponerle de una de ellas doble porción, pero sólo de una... ¿Cuál porción quieres que le duplique?

–¡La del amor!– dijo la dama.

–Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá para siempre.

–Gracias, gracias, ¡oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?...

Las últimas palabras no las oyó el Hipocampo de oro porque ya su cuerpo rollizo y torneado, se había hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.

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