XVIII

Dos días después del cruel desengaño de Elisa, don Braulio González, al ir a sentarse en la mesa de su despacho en el Ministerio, vió sobre el pupitre una carta que le iba dirigida. La abrió y leyó lo que sigue:

«Señor don Braulio: La fama va esparciendo por todas partes que es usted listísimo. Yo le he tomado a usted afición y no quiero creerlo. En la situación de usted, llamarle listo es hacerle la mayor injuria. Verdaderamente usted no puede ser listo dentro de lo justo. O usted no es listo, o usted se pasa de listo. Prefiero creer y decir que usted es tonto. ¡Sería tan infame saber y disimular! No; usted ignora lo que en Madrid sabe todo bicho viviente. Usted no disimula. No se disimula con tanta habilidad. Discreto es el Conde de Alhedín, discreta es doña Beatriz, y sin embargo no han disimulado.»

Así terminaba la infame carta. Ni una palabra más. No tenía firma. La letra parecía contrahecha.

Don Braulio leyó la carta una, dos, hasta tres veces, como quien no se entera bien, como quien no da crédito al testimonio de sus sentidos, como quien duda aún de si es realidad o si es una pesadilla o un delirio lo que percibe.

Sin alterarse luego, hizo con pausa mil añicos de la carta, incluso del sobre; después estuvo a punto de echar los añicos en el cesto que tenía al lado para los papeles rotos; y al cabo, como reflexionándolo mejor, y como temiendo que la carta destrozada pudiera juntarse y recomponerse, se alzó don Braulio de su asiento, se dirigió a la chimenea que ardía en un lado de la sala, y arrojó con cuidado en la llama todos aquellos pedacitos de papel.

Volvió entonces a su mesa para empezar sus trabajos del día; pero, no bien dió tres o cuatro pasos, no acertó a tenerse en pie, y cayó desplomado sobre la estera del suelo que cubría la estancia.

Los compañeros y escribientes que allí se hallaban corrieron a levantarle.

—¿Qué es esto, señor don Braulio?—dijo uno.

—¡Amigo González!—exclamó otro.

Don Braulio no respondió.

—Es un ataque de apoplejía.

—¡Qué demonio de accidente!

—¿Qué apoplejía?—dijo otro—. Buena facha de apoplético tiene este señor, más seco que un bacalao.

—Más bien será un desmayo de debilidad—exclamó un cuarto interlocutor, que despuntaba por lo gracioso—. Su mujer lo gastará todo en moños, y comerá poco en su casa.

En fin, aunque no eran muy caritativos los compañeros, atendieron a don Braulio, quien no tardó en volver en sí.

Su primer cuidado fué suplicar a los allí presentes que no dijeran nada de lo ocurrido, a fin de que en su casa al saberlo no se asustasen.

Todos le prometieron callar.

Don Braulio aseguró entonces que se hallaba enteramente repuesto, y volvió a su asiento y se puso a trabajar como si nada hubiera pasado.

No salió aquel día de la oficina ni medio minuto antes de la hora de costumbre.

Cuando volvió a su casa, nadie hubiera notado en su rostro la menor huella de dolor.

Dijo tranquilamente a su mujer que Paco Ramírez le llamaba al lugar; que tenía que arreglar allí un negocio importante, y que aquella misma noche iba a tomar el tren de Andalucía.

Alguna extrañeza causó a doña Beatriz el repentino viaje de don Braulio; pero éste afirmó con serenidad que no era negocio que debiese inspirar cuidado, y así desvaneció todo recelo, tanto de la mente de su mujer, cuanto de la mente de Inesita, la cual se mostró también algo maravillada al principio.

Don Braulio mismo preparó su maleta auxiliado por su mujer.

Durante la comida apareció alegre y hasta más hablador que de costumbre.

En un momento en que doña Beatriz dejó solo a don Braulio con Inesita, don Braulio dijo a ésta que cuando él volviese del lugar le traería a Paco a vistas, y que esperaba que se habían de gustar y se habían de casar a escape.

Paco no había venido aún, por más que lo deseaba, porque quería dejar arregladas todas sus cosas y allegar muchos fondos para comprar dijes y primores que regalar a su futura.

En una palabra; don Braulio lo hizo tan perfectamente que no despertó en el ánimo de doña Beatriz ni de su linda hermanita la menor sospecha de que su inesperada y súbita determinación pudiese tener por causa un pesar acerbo, ni por móvil y propósito nada de siniestro ni de trágico.

Ambas hermanas pugnaron por acompañar a don Braulio a la estación; pero don Braulio se opuso, sosteniendo que era una incomodidad inútil la que querían tomarse. Así, aunque a duras penas, las persuadió a que se quedaran y no fueran a despedirle.

Cuando llegó la hora de la partida, don Braulio hizo venir un cochecillo por medio del portero, quien bajó la maleta y la colocó en él.

Doña Beatriz abrazó y besó cariñosamente a su marido, y él correspondió con no menor cariño.

—Cuídate mucho, Braulio, y vuelve cuanto antes—dijo doña Beatriz.

—Adiós, querida mía. Pronto estaré de vuelta—contestó don Braulio.

En seguida bajó la escalera, viéndole bajar ambas hermanas, que hasta la puerta, al menos, le habían acompañado.

A poco se oyó rodar el coche en que don Braulio iba.

Beatriz e Inés volvieron a entrar en la habitación y se sentaron junto al brasero, una enfrente de otra.

—¡Qué precipitación de viaje!—dijo doña Beatriz sencillamente.

—¿Estará enfermo Paco?—exclamó Inesita—. Tal vez llame porque esté enfermo y Braulio no nos lo haya querido decir.

—No lo creas, Inés—contestó doña Beatriz—. Braulio no sabe ocultarme nada. Va para negocios del caudal, que ni tú ni yo entendemos. Yo tengo tal confianza en Braulio, que no he querido cansarle en que me explique de qué naturaleza son esos negocios que tamaña prisa requieren. Bástame con que me haya dado completa seguridad de que no ocurre nada aflictivo. ¿Cómo, además, había él de ir tan alegre y tranquilo como va si hubiese que lamentar una desgracia?

De este modo siguieron hablando ambas hermanas hasta que sonaron las diez, hora en que solían acudir a la tertulia de los de San Teódulo.

Beatriz dijo que como tenía, a pesar de todo, cierta pena por la partida de su marido, no quería ir a la tertulia aquella noche; pero Inesita la animó, sostuvo que no había razón para no hacer lo que todas las otras noches, y al cabo logró de su hermana que fuese como de ordinario.

La anciana ama del cura era quien las acompañaba cuando iban solas y a pie a la tertulia sin que don Braulio las acompañase. Aquella noche el ama las acompañó también. Cuando llegaron a la tertulia, ya estaba en ella el Conde de Alhedín, quien de día en día iba descuidando más sus otras tertulias y diversiones, y acudiendo más temprano y sin faltar una sola noche en casa de Rosita.

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