II.

el poeta solamente tiene algo suyo que revelar a los otros, cuando la palabra es impotente para la expresión de sus sensaciones: tal aridez es el comienzo del estado de gracia.

QUÉ MEZQUINO, qué torpe, qué difícil balbuceo el nuestro para expresar este deleite de lo inefable que reposa en todas las cosas con la gracia de un niño dormido! ¿Con cuáles palabras decir la felicidad de la hoja verde y del pájaro que vuela? Hay algo que] será eternamente hermético é imposible para las palabras. ¡Cuántas veces al encontrarme bajo las sombras de un camino al viñador, al mendigo peregrinante, al pastor infantil que vive en el monte guardando ovejas y contando estrellas, me dijeron sus almas con los labios mudos cosas más profundas que las sentencias de los infolios! Ningún grito de la boca, ningún signo de la mano puede cifrar ese sentido remoto del cual apenas nos damos cuenta nosotros mismos, y que, sin embargo, nos penetra con un sentimiento religioso. Nuestro sér parece que se prolonga, que se difunde con la mirada, y que se suma en la sombra grave del árbol, en el canto del ruiseñor, en la fragancia del heno. Esta conciencia casi divina nos estremece como un aroma, como un céfiro, como un sueño, como un anhelo religioso.

Recuerdo un caso de mi vida: Era en el mes de Diciembre, ya cerca de la Navidad: Yo volvía de un ferial con mi criado, y antes de montar para ponerme al camino, había fumado bajo unas sombras gratas, mi pipa de cáñamo índico. Hacíamos el retorno con las monturas muy cansadas. Pasaba de la media tarde, y aun no habíamos atravesado los Pinares del Rey. Nos quedaban tres leguas lar- gas de andadura, y para atajar llevábamos los caballos por un desfiladero de ovejas: Mirando hacia bajo se descubrían tierras labradas con una geometría ingenua, y prados cristalinos entre mimbrales. El campo tenía una gracia inocente bajo la lluvia. Los senderos de color barcino ondulaban cortando el verde de los herberos y la geometría de las siembras. Cuando el sol rasgaba la boira, el campo se entonaba de oro con la emoción de una antigua pintura, y sobre la gracia inocente de los prados, y en el tablero de las siembras, los senderos parecían las flámulas donde escribían las leyendas de sus cuadros, los viejos maestros de aquel tiempo en que las sombras de los santos peregrinaban por los senderos de Italia. Atajábamos la Tierra de Salnés, donde otro tiempo estuvo la casa de mis abuelos, y donde yo crecí desde zagal á mozo endrino: Sin embargo, aquellos parajes monteses no los había traspuesto jamás: Ibamos tan cimeros, que los valles se aparecían lejanos, miniados, intensos, con el translúcido de los esmaltes: Eran regazos de gracia, y los ojos se santificaban en ellos. Pero nada me llenó de gozo como el ondular de los caminos á través de los herbales y las tierras labradas: Yo los reconocía de pronto con una sacudida: Reconocía las encrucijadas abiertas en medio del campo, los vados de los arroyos, las sombras de los cercados. Aquel aprendizaje de las veredas diluido por mis pasos en tantos años, se me revelaba en una cifra, consumado en el regazo de los valles, cristalino por el sol, intenso por la altura, sagrado como un número pitagórico. Fui feliz bajo el éxtasis de la suma, y al mismo tiempo me tomó un gran temblor comprendiendo que tenía el alma desligada. Era otra vida la que me decía su anuncio en aquel dulce desmayo del corazón y aquel terror de la carne. Con una alegría coordinada y profunda me sentí enlazado con la sombra del árbol, con el vuelo del pájaro, con la peña del monte. La Tierra de Salnés estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal. Quedé cautivo, sellados los ojos por el sello de aquel valle hondísimo, quieto y verde, con llovizna y sol, que resumía en una comprensión cíclica todo mi conocimiento cronológico de la Tierra de Salnés.

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