III

El Coronelito de la Gándara, desertado de las milicias federales, discutía con chicanas y burlas los aprestos militares del ranchero:

—¡Filomeno, no seas chivatón, y te pongas a saltar un tajo cuando te faltan las zancas! Es una grave responsabilidad en la que incurres llevando tus peonadas al sacrificio. ¡Te improvisas general y no puedes entender un plano de batallas! Yo soy un científico, un diplomado en la Escuela Militar. ¿La razón no te dice quién debe asumir el mando? ¿Puede ser tan ciego tu orgullo? ¿Tan atrevida tu ignorancia?

—Domiciano, la guerra no se estudia en los libros. Todo reside en haber nacido para ello.

—¿Y tú te juzgas un predestinado para Napoleón?

—¡Acaso!

—¡Filomeno, no macanees!

—Domiciano, convénceme con un plan de campaña que aventaje al discurrido por mí, y te cedo el mando. ¿Qué harías tú con doscientos fusiles?

—Aumentarlos hasta formar un ejército.

—¿Cómo se logra eso?

—Levantando levas por los poblados de la Sierra. En Tierra Caliente cuenta con pocos amigos la revolución.

¿Ése sería tu plan?

—En líneas generales. El tablero de la campaña debe ser la Sierra. Los llanos son para las grandes masas militares, pero las guerrillas y demás tropas móviles hallan su mejor aliado en la topografía montañera. Eso es lo científico, y desde que hay guerras, la estructura del terreno impone la maniobra. Doscientos fusiles, en la llanura, están siempre copados.

—¿Fu consejo es remontarnos a la Sierra?

—Ya lo he dicho. Buscar una fortaleza natural, que supla la exigüidad de los combatientes.

—¡Muy bueno! ¡Eso es lo científico, la doctrina de los tratadistas, la enseñanza de las Escuelas!... Muy conforme. Pero yo no soy científico, ni tratadista, ni pasé por la Academia de Cadetes. Tu plan de campaña no me satisface, Domiciano. Yo, como has visto, intento para esta noche un golpe sobre Santa Fe. De tiempo atrás vengo meditándolo, y casualmente en la ría, atracado al muelle, hay un pailebote en descarga. Trasbordo mi gente, y la desembarco en la playa de Punta Serpientes.

Sorprendo a la guardia del castillo, armo a los presos, sublevo a las tropas de la Ciudadela. Ya están ganados los sargentos. Ése es mi plan, Domiciano.

—¡Y te lo juegas todo en una baza! No eres un émulo de Fabio Máximo. ¿Qué retirada has estudiado? Olvidas que el buen militar nunca se inmola imprudentemente y ataca con el previo conocimiento de sus líneas de retirada.

Esa es la más elemental táctica fabiana: En nuestras pampas, el que lucha cediendo terreno, si es ágil en la maniobra y sabe manejar la tea petrolera, vence a los Aníbales y Napoleones. Filomeno, la guerra de partidas que hacen los revolucionarios no puede seguir otra táctica que la del romano frente al cartaginés. ¡He dicho!

—¡Muy elocuente!

—Eres un irresponsable que conduce un pifio de hombres al matadero.

—Audacia y Fortuna ganan las campañas, y no las matemáticas de las Academias. ¿Cómo actuaron los héroes de nuestra Independencia?

—Como apóstoles. Mitos populares, no grandes estrategas. Simón Bolívar, el primero de todos, fue un general pésimo. La guerra es una técnica científica y tú la conviertes en bolada de ruleta.

—Así es.

—Pues discurres como un insensato.

—¡Posiblemente! No soy un científico, y estoy obligado a no guiarme por otra norma que la corazonada. ¡Voy a Santa Fe, por la cabeza del Generalito Banderas!

—Más seguro que pierdas la tuya.

—Allá lo veremos. Testigo el tiempo.

—Intentas una operación sin refrendo táctico, una mera escaramuza de bandolerismo, contraria a toda la teoría militar. Tu obligación es la obediencia al Cuartel General del Ejército Revolucionario: Ser merito grano de arena en la montaña, y te manifiestas con un acto de indisciplina al operar independiente. Eres ambicioso y soberbio. No me escuches. Haz lo que te parezca. Sacrifica a tus peonadas. Después del sudor, les pides la sangre. ¡Muy bueno!

—De todo tengo hecho mérito en la conciencia, y con tantas responsabilidades y tantos cargos no cedo en mi idea. Es más fuerte la corazonada.

—La ambición de señalarte.

—Domiciano, tú no puedes comprenderme. Yo quiero apagar la guerra con un soplo, como quien apaga una vela.

—Y si fracasas, difundir el desaliento en las filas de tus amigos, ser un mal ejemplo!

—O una emulación.

—Después de cien años, para los niños de las Escuelas Nacionales. El presente, todavía no es la Historia, y tiene caminos más realistas. En fin, tanto hablar seca la boca. Pásame tu cantimplora.

Tras del trago, batió la yesca y encendió el chicote apagado, esparciéndose la ceniza por el vientre rotundo de ídolo tibetano.

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