Dueña, por fin, la empresa norteamericana "Mining Society", de las minas de tungsteno de Quivilca, en el departamento del Cusco, la gerencia de Nueva York dispuso dar comienzo inmediatamente a la extracción del mineral.
Una avalancha de peones y empleados salió de Colca y de los lugares del tránsito, con rumbo a las minas. A esa avalancha siguió otra y otra, todas contratadas para la colonización y labores de minería. La circunstancia de no encontrar en los alrededores y comarcas vecinas de los yacimientos, ni en quince leguas a la redonda, la mano de obra necesaria, obligaba a la empresa a llevar, desde lejanas aldeas y poblaciones rurales, una vasta indiada, destinada al trabajo de las minas.
El dinero empezó a correr aceleradamente y en abundancia nunca vista en Colca, capital de la provincia en que se hallaban situadas las minas. Las transacciones comerciales adquirieron proporciones inauditas. Se observaba por todas partes, en las bodegas y mercados, en las calles y plazas, personas ajustando compras y operaciones económicas. Cambiaban de dueños gran número de fincas urbanas y rurales, y bullían constantes ajetreos en las notarías públicas y en los juzgados. Los dólares de la "Mining Society" habían comunicado a la vida provinciana, antes tan apacible, un movimiento inusitado.
Todos mostraban aire de viaje. Hasta el modo de andar, antes lento y dejativo, se hizo rápido e impaciente. Transitaban los hombres, vestidos de caqui, polainas y pantalón de montar, hablando con voz que también había cambiado de timbre, sobre dólares, documentos, cheques, sellos fiscales, minutas, cancelaciones, toneladas, herramientas. Las mozas de los arrabales salían a verlos pasar, y una dulce zozobra las estremecía, pensando en los lejanos minerales, cuyo exótico encanto las atraía de modo irresistible.
Sonreían y se ponían coloradas, preguntando:
—¿Se va usted a Quivilca?
—Sí. Mañana muy temprano.
—¡Quién como los que se van! ¡A hacerse ricos en las minas! Así venían los idilios y los amores, que habrían de ir luego a anidar en las bóvedas sombrías de las vetas fabulosas.
En la primera avanzada de peones y mineros marcharon a Quivilca los gerentes, directores y altos empleados de la empresa. Iban allí, en primer lugar, místers Taik y Weiss, gerente y subgerente de la "Mining Society"; el cajero de la empresa, Javier Machuca; el ingeniero peruano Baldomero Rubio; el comerciante José Marino, que había tomado la exclusiva del bazar y de la contrata de peones para la "Mining Society"; el comisario del asiento minero, Baldazari, y el agrimensor Leónidas Benites, ayudante de Rubio. Este traía a su mujer y dos hijos pequeños. Marino no llevaba más parientes que un sobrino de unos diez años, a quien le pegaba a menudo. Los demás iban sin familia.
El paraje donde se establecieron era una despoblada falda de la vertiente oriental de los Andes, que mira a la región de los bosques. Allí encontraron, por todo signo de vida humana, una pequeña cabaña de indígenas, los soras.
Esta circunstancia, que les permitiría servirse de los indios como guías en la región solitaria y desconocida, unida a la de ser ese el punto que, según la topografia del lugar, debía servir de centro de acción de la empresa, hizo que las bases de la población minera fuesen echadas en torno a la cabaña de los soras.
Azarosos y grandes esfuerzos hubo de desplegarse para poder establecer definitiva y normalmente la vida en aquellas punas y el trabajo en las minas.
La ausencia de vías de comunicación con los pueblos civilizados, a los que aquel paraje se hallaba apenas unido por una abrupta ruta para llamas, constituyó, en los comienzos, una dificultad casi invencible. Varias veces se suspendió el trabajo por falta de herramientas y no pocas por hambre e intemperie de la gente, sometida bruscamente a la acción de un clima glacial e implacable.
Los soras, en quienes los mineros hallaron todo género de apoyo y una candorosa y alegre mansedumbre, jugaron allí un rol cuya importancia llegó a adquirir tan vastas proporciones, que en más de una ocasión habría fracasado para siempre la empresa, sin su oportuna intervención. Cuando se acababan los víveres y no venían otros de Colca, los soras cedían sus granos, sus ganados, artefactos y servicios personales, sin tasa ni reserva y, lo que es más, sin remuneración alguna. Se contentaban con vivir en armoniosa y desinteresada amistad con los mineros, a los que los soras miraban con cierta curiosidad infantil, agitarse día y noche, en un forcejeo sistemático de aparatos fantásticos y misteriosos. Por su parte, la "Mining Society" no necesitó, al comienzo, de la mano de obra que podían prestarle los soras en los trabajos de las minas, en razón de haber traído de Colca y de los lugares del tránsito una peonada numerosa y suficiente. La "Mining Society" dejó, a este respecto, tranquilos a los soras, hasta el día en que las minas reclamasen más fuerzas y más hombres. ¿Llegaría ese día? Por el instante, los soras seguían viviendo fuera de las labores de las minas.
—¿Por qué haces siempre así? —le preguntó un sora a un obrero que tenía el oficio de aceitar grúas.
—Es para levantar la cangalla.
—¿Y para qué levantas la cangalla?
—Para limpiar la veta y dejar libre el metal.
—¿Y qué vas a hacer con metal?
—¿A ti no te gusta tener dinero? ¡Qué indio tan bruto!
El sora vio sonreír al obrero y él también sonrió maquinalmente, sin motivo. Le siguió observando todo el día y durante muchos días más, tentado de ver en qué paraba esa maniobra de aceitar grúas. Y otro día, el sora volvió a preguntar al obrero, por cuyas sienes corría el sudor:
—¿Ya tienes dinero? ¿Qué es dinero?
El obrero respondió paternalmente, haciendo sonar los bolsillos de su blusa:
—Esto es dinero. Fíjate. Esto es dinero. ¿Lo oyes?...
Dijo el obrero esto y sacó a enseñarle varias monedas de níquel. El sora las vio, como una criatura que no acaba de entender una cosa:
—¿Y qué haces con dinero?
—Se compra lo que se quiere. ¡Qué bruto eres, muchacho! Volvió el obrero a reírse. El sora se alejó saltando y silbando. En otra ocasión, otro de los soras, que contemplaba absortamente y como hechizado a un obrero que martillaba en el yunque de la forja, se puso a reír con alegría clara y retozona. El herrero le dijo:
—¿De qué te ríes, cholito? ¿Quieres trabajar conmigo?
—Sí. Yo quiero hacer así.
—No. Tú no sabes, hombre. Esto es muy difícil.
Pero el sora se empecinó en trabajar en la forja. Al fin, le consintieron y trabajó allí cuatro días seguidos, llegando a prestar efectiva ayuda a los mecánicos. Al quinto, al mediodía, el sora puso repentinamente a un lado los lingotes y se fue.
—Oye —le observaron—, ¿por qué te vas? Sigue trabajando.
—No —dijo el sora—. Ya no me gusta.
—Te van a pagar. Te van a pagar por tu trabajo. Sigue no más trabajando.
—No. Ya no quiero.
A los pocos días, vieron al mismo sora echando agua con un mate a una batea, donde lavaba trigo una muchacha. Después se ofreció a llevar la punta de un cordel en los socavones. Más tarde, cuando se empezó a cargar el mineral de la bocamina a la oficina de ensayos, el mismo sora estuvo llevando las parihuelas. El comerciante Marino, contratista de peones, le dijo un día:
— Ya veo que tú también estás trabajando. Muy bien, cholito, muy bien.
¿Quieres que te "socorra"? ¿Cuánto quieres?
El sora no entendía este lenguaje de "socorro" ni de "cuánto quieres". Solo quería agitarse y obrar y entretenerse, y nada más. Porque no podían los soras estarse quietos. Iban, venían, alegres, acesando, tensas las venas y erecto el músculo en la acción, en los pastoreos, en la siembra, en el aporque, en la caza de vicuñas y guanacos salvajes, o trepando las rocas y precipicios, en un trabajo incesante y, diriase, desinteresado. Carecían en absoluto del sentido de la utilidad. Sin cálculo ni preocupación sobre sea cual fuese el resultado económico de sus actos, parecían vivir la vida como un juego expansivo y generoso. Demostraban tal confianza en los otros, que en ocasiones inspiraban lástima. Desconocían la operación de compraventa. De aquí que se veían escenas divertidas al respecto.
—Véndeme una llama para charqui.
Entregado era el animal, sin que se diese y ni siquiera fuese reclamado su valor. Algunas veces se les daba por la llama una o dos monedas, que ellos recibían para volverlas a entregar al primer venido y a la menor solicitud.
* * *
Apenas instalada en la comarca la población minera, empleados y peones fueron prestando atención a la necesidad de rodearse de los elementos de vida que, aparte de los que venían de fuera, podía ofrecerles el lugar, tales como animales de trabajo, llamas para carne, granos alimenticios y otros. Solo que había que llevar a cabo un paciente trabajo de exploración y desmonte en las tierras incultas, para convertirlas en predios labrantíos y fecundos.
El primero en operar sobre las tierras, con miras no solo de obtener productos para su propia subsistencia, sino de enriquecerse a base de la cría y del cultivo, fue el dueño del bazar y contratista exclusivo de peones de Quivilca, José Marino. Al efecto, formó una sociedad secreta con el ingeniero Rubio y el agrimensor Benites. Marino tomó a su cargo la gerencia de esta sociedad, dado que él, desde el bazar, podía manejar el negocio con facilidades y ventajas especiales. Además, Marino poseía un sentido económico extraordinario. Gordo y pequeño, de carácter socarrón y muy avaro, el comerciante sabía envolver en sus negocios a las gentes, como el zorro a las gallinas. En cambio, Baldomero Rubio era un manso, pese a su talle alto y un poco encorvado en los hombros, que le daba un asombroso parecido de cóndor en acecho de un cordero. En cuanto a Leónidas Benites, no pasaba de un asustadizo estudiante de la Escuela de Ingenieros de Lima, débil y mojigato, cualidades completamente nulas y hasta contraproducentes en materia comercial.
José Marino puso el ojo, desde el primer momento, en los terrenos, ya sembrados, de los soras, y resolvió hacerse de ellos. Aunque tuvo que vérselas en apretada competencia con Machuca, Baldazari y otros, que también empezaron a despojar de sus bienes a los soras, el comerciante Marino salió ganando en esta justa. Dos armas le sirvieron para el caso: el bazar y su cinismo excepcional.
Los soras andaban seducidos por las cosas, raras para sus mentes burdas y salvajes, que veían en el bazar: franelas en colores, botellas pintorescas, paquetes polícromos, fósforos, caramelos, baldes brillantes, transparentes vasos, etc. Los soras se sentían atraídos al bazar, como ciertos insectos a la luz. José Marino hizo el resto con su malicia de usurero.
—Véndeme tu chacra del lado de tu choza —les dijo un día en el bazar, aprovechando de la fascinación en que estaban sumidos los soras ante las cosas del bazar.
—¿Qué dices, taita?
—Que me des tu chacra de ocas y yo te doy lo que quieras de mi tienda.
—Bueno, taita.
La venta, o, mejor dicho, el cambio, quedó hecho. En pago del valor del terreno de ocas, José Marino le dio al sora una pequeña garrafa azul con flores rojas.
—¡Cuidado que la quiebres! —le dijo paternalmente Marino.
Después le enseñó cómo debía llevar la garrafa el sora, con mucho tiento, para no quebrarla. El indio, rodeado de otros dos soras, llevó la vasija lentamente a su choza, paso a paso, como una custodia sagrada. Recorrieron la distancia —que era de un kilómetro— en dos horas y media. La gente salía a verlos y se morían de risa.
El sora no se había dado cuenta de si esa operación de cambiar su terreno de ocas con una garrafa, era justa o injusta. Sabía en sustancia que Marino quería su terreno y se lo cedió. La otra parte de la operación —el recibo de la garrafa la imaginaba el sora como separada e independiente de la primera. Al sora le había gustado ese objeto y creía que Marino se lo había cedido, únicamente porque la garrafa le gustó a él, al sora.
Y en esta misma forma siguió el comerciante apropiándose de los sembríos de los soras, que ellos seguían, a su vez, cediendo a cambio de pequeños objetos pintorescos del bazar y con la mayor inocencia imaginable, como niños que ignoran lo que hacen.
Los soras, mientras por una parte se deshacían de sus posesiones y ganados en favor de Marino. Machuca, Baldazari y otros altos empleados de la "Mining Society" no cesaban, por otro lado, de bregar con la vasta y virgen naturaleza, asaltando en las punas y en los bajíos, en la espesura, en los acantilados, nuevos oasis que surcar y nuevos animales para amansar y criar.
El despojo de sus intereses no parecía infligirles el más remoto perjuicio.
Antes bien, les ofrecía ocasión para ser más expansivos y dinámicos, ya que su ingénita movilidad hallaba así más jubiloso y efectivo empleo. La conciencia económica de los soras era muy simple: mientras pudiesen trabajar y tuviesen cómo y dónde trabajar, para obtener lo justo y necesario para vivir, el resto no les importaba. Solamente el día en que les faltase dónde y cómo trabajar para subsistir, solo entonces abrirían acaso más los ojos y opondrían a sus explotadores una resistencia seguramente encarnizada. Su lucha con los mineros seria entonces a vida o muerte. ¿Llegaría ese día? Por el momento, los soras vivían en una especie de permanente retirada, ante la invasión, astuta e irresistible, de Marino y compañía.
Los peones, por su parte, censuraban estos robos a los soras, con lástima y piedad.
—¡Qué temeridad! —exclamaban los peones, echándose cruces—. ¡Quitarles sus sembríos y hasta su barraca! ¡Y botarlos de lo que les pertenece! ¡Qué pillería!
Alguno de los obreros observaba:
—Pero si los mismos soras tienen la culpa. Son unos zonzos. Si les dan el precio, bien; si no les dan, también. Si les piden sus chacras, se ríen como una gracia y se la regalan en el acto. Son unos animales. ¡Unos estúpidos! ¡Y más pagados de su suerte!... ¡Que se frieguen!
Los peones veían a los soras como si estuviesen locos o fuera de la realidad.
Una vieja, la madre de un carbonero, tomó a uno de los soras por la chaqueta, refunfuñando muy en cólera:
—¡Oye, animal! ¿Por qué regalas tus cosas? ¿No te cuestan tu trabajo? ¿Y ya te vas a reír? ¿No ves? Ya te vas a reír...
La señora se puso colorada de ira, y por poco no le da un tirón de orejas. El sora, por toda respuesta, fue a traerle un montón de ollucos, que la vieja rechazó, diciendo:
—Pero si yo no te digo para que me des nada. Llévate tus ollucos.
Luego la asaltó un repentino remordimiento, poniéndose en el caso de que fuesen aceptados por ella los ollucos, y puso en el sora una mirada llena de ternura y de piedad.
En otra ocasión, la mujer de un picapedrero derramó lágrimas, de verles tan desprendidos y desarmados de cálculo y malicia.
Les había comprado una cosecha de zapallos ya recolectados, por los que, en vez de darles el valor prometido, les había dicho a última hora, poniendo en la mano del sora unas monedas:
—Toma cuatro reales. No tengo más. ¿Quieres?
—Bueno, mama —dijo el sora.
Pero como la mujer necesitase dinero para remedios de su marido, cuya mano fue volada con un dinamitazo en las vetas, y viese que todavía podía apartar de los cuatro reales algo más para sí, le volvió a decir, suplicante:
—Toma mejor tres reales solamente. El otro lo necesito.
—Bueno, mama.
La pobre mujer cayó aún en la cuenta de que podía apartar un real más. Le abrió la mano al sora y le sacó otra moneda, diciéndole, vacilante y temerosa:
—Toma mejor dos reales. Lo demás te lo daré otro día.
—Bueno, mama —volvió a contestar, impasible, el sora.
Fue entonces que aquella mujer bajó los ojos, enternecida por el gesto de bondad inocente del sora. Apretó en la mano los dos reales que habrían de servir para el remedio del marido y la estremeció una desconocida y entrañable emoción, que la hizo llorar toda la tarde.
* * *
En el bazar de José Marino solían reunirse, después de las horas de trabajo, a charlar y a beber coñac —todos trajeados y forrados de gruesas telas y cueros contra el frío—, místers Taik y Weiss, el ingeniero Rubio, el cajero Machuca, el comisario Baldazari y el preceptor Zavala, que acababa de llegar a hacerse cargo de la escuela. A veces, acudía también Leónidas Benites, pero no bebía casi y solía irse muy temprano. Allí se jugaba también a los dados, y, si era domingo, había borrachera, disparos de revólver y una crápula bestial.
Al principio de la tertulia, se hablaba de cosas de Colca y de Lima.
Después, sobre la guerra europea. Luego se pasaba a tópicos relativos a la empresa y a la exportación de tungsteno, cuyas cotizaciones aumentaban diariamente. Por fin se departía sobre los chismes de las minas, las domésticas murmuraciones vinculadas a la vida privada. Al llegar al caso de los soras, Leónidas Benites decía, con aire de filósofo y en tono redentor y dolorido:
—¡Pobres soras! Son unos cobardes y unos estúpidos. Todo lo hacen porque no tienen coraje para defender sus intereses. Son incapaces de decir no. Raza endeble, servil, humilde hasta lo increíble. ¡Me dan pena y me dan rabia!
Marino, que ya estaba en sus copas, le salía al encuentro:
—Pero no crea usted. No crea usted. Los indios saben muy bien lo que hacen. Además, esa es la vida: una disputa y un continuo combate entre los hombres. La ley de la selección. Uno sale perdiendo, para que otro salga ganando. Mi amigo: usted, menos que nadie...
Estas últimas palabras eran dichas con marcado retintín. Y todo, por la manía de socarronear y acallar a los demás, que era rasgo dominante en el carácter de Marino. Benites comprendía la alusión y se turbaba visiblemente, sin poder replicar a un hombre fanfarrón, y que, además, estaba borracho. Pero los contertulios sorprendían el detalle, gritando a una voz y con burla:
—¡Ah! ¡Claro! ¡Natural, natural!
El ingeniero Rubio, rayando con la uña, según su costumbre, el zinc del mostrador, argumentaba con su voz tartamuda y lejana:
—No, señor. A mí me parece que a estos indios les gusta la vida activa, el trabajo, abrir brechas en las tierras vírgenes, ir tras de los animales salvajes.
Esa es su costumbre y su manera de ser. Se deshacen de sus cosas, solo por lanzarse de nuevo en busca de otros ganados y otras chozas. Y así viven contentos y felices. Ignoran lo que es el derecho de propiedad y creen que todos pueden agarrar indistintamente las cosas. ¿Recuerdan ustedes lo de la puerta?...
—¿Lo de la puerta de la oficina? —interrogó el cajero, tosiendo.
—Exactamente. El sora, de buenas a primeras, echó la puerta al hombro y se la llevó a colocar en su corral, con el mismo desenfado y seguridad del que toma una cosa que es suya.
Una carcajada resonó en el bazar.
—¿Y qué hicieron con él? Es divertido.
—Cuando le preguntaron adónde llevaba la puerta, "a mi cabaña", contestó sonriendo con un candor cómico e infantil. Naturalmente, se la quitaron. Creía que cualquiera podía apropiarse de la puerta si necesitaba de ella. Son divertidos.
Marino dijo, guiñando el ojo y echando toda la barriga:
—¡Se hacen los tontos! Son unas balas.
A cuyo concepto se opuso Benites, poniendo una cara de asco y piedad:
—¡Nada, señor! Son unos débiles. Se dejan despojar de lo que les pertenece, por pura debilidad.
Rubio se exasperó:
—¿Llama usted débiles a quienes se enfrentan a bosques y jalcas, entre animales feroces y toda clase de peligros, a buscarse la vida? ¿A que no lo hace usted, ni ninguno de los que estamos aquí?
—Eso no es valor, amigo mío. Valor es luchar de hombre a hombre; el que echa abajo al otro, ese es el valiente. Lo demás es cosa muy distinta.
—¿Así es que usted cree que la fuerza de un hombre, su valor, ha sido creada para invertirla en echar abajo a otro hombre?... ¡Magnífico! A mí me parecía que el valor de un individuo debe servirle para trabajar y hacer la riqueza colectiva, y no para usarlo como arma ofensiva contra los demás. ¡Su teoría es maravillosa!...
—Ni más ni menos. Yo soy una persona incapaz de hacer daño a nadie.
Todos me conocen. Pero yo me creo obligado a defender mi vida e intereses si se me ataca y me despojan de ellos.
Marino terció:
—Yo no digo nada. En boca cerrada no entran moscas... ¿Qué se bebe?
¿Quién manda? ¡Vamos! ¡Déjense de zonceras!
El agrimensor no le hizo caso:
—Aquí, por ejemplo, he venido a trabajar, no para dejarme quitar lo que yo gane, sino para reunir dineros que me faltan. Por lo demás, yo no quito a nadie nada, ni quiero echar a tierra a ningún hijo de vecino.
Marino se cansaba de preguntar quién pedía las copas, y como Benites, su socio en lo de la cría y los cultivos, no le hiciese caso, embebecido como estaba en la discusión, el comerciante dijo, con una risa de cortante ironía, para hacerle callar:
—Yo no digo nada. ¡Benites! ¡Benites! ¡Benites!... Acuérdese de que en boca cerrada no entran moscas...
El cajero Machuca tuvo un acceso de tos, pasado el cual dijo, congestionadas por el esfuerzo las mantecas de su cuello:
—Yo sé decir...
Le volvió la tos.
—Yo sé decir que...
No podía continuar. Tosió durante algún tiempo y, al fin, pudo desahogarse:
—Los soras son unos indios duros, insensibles al dolor ajeno y que no se dan cuenta de nada. He visto el otro día a uno de ellos suspenderse a una cuerda, que sujetaba por el otro extremo un muchacho, arrollada a la cintura.
El sora, con el peso de su cuerpo, templó la soga y la ajustó de tal manera, que iba a cortarle la cintura al otro, que no tenía cómo deshacerse y pataleaba de dolor, poniendo morada la cara y echando la lengua. El sora le veía y, sin embargo, seguía en su maroma, riéndose como un idiota. Son unos crueles y despiadados. Unos fríos de corazón. Les falta ser cristianos y practicar las virtudes de la Iglesia.
—¡Bravo! ¡Bien dicho! ¿Pide usted las copas? —dijo Marino.
—Déjeme, que estoy hablando...
—Pero pide usted...
—¡Maldito sea! Sirva usted nomás...
Leónidas Benites no hacía más que expresar por medio de palabras lo que practicaba en la realidad de su conducta cotidiana. Benites era la economía personificada y defendía el más pequeño centavo, con un celo edificante.
Vendrían días mejores, cuando se haya hecho un capitalito y se pueda salir de Quivilca, para emprender un negocio independiente en otra parte. Por ahora, había que trabajar y ahorrar, sin otro punto de vista que el porvenir. Benites no ignoraba que en este mundo, el que tiene dinero es el más feliz, y que, en consecuencia, las mejores virtudes son el trabajo y el ahorro, que procuran una existencia tranquila y justa, sin ataques a lo ajeno, sin vituperables manejos de codicia y despecho y otras bajas inclinaciones, que producen la corrupción y la ruina de personas y sociedades. Leónidas Benites solía decir a Julio Zavala, maestro de la escuela:
—Debía usted enseñar a los niños dos únicas cosas: trabajo y ahorro. Debía usted resumir la doctrina cristiana en esos dos apotegmas supremos, que, en mi concepto, sintetizan la moral de todos los tiempos. Sin trabajo y sin ahorro, no es posible tranquilidad de conciencia, caridad, justicia, nada. Esa es la experiencia de la historia. ¡Lo demás son pamplinas!
Después, emocionándose y dando una inflexión de sinceridad a sus palabras, añadía:
—A mí me crió una mujer y vivo agradecido a ella por haberme dado la educación que tengo. Por eso puedo manejarme de la manera que todos conocen: trabajando día y noche y esforzándome en hacerme una posición económica, bien humilde por cierto, pero libre y honrada.
Y su crónica mueca de angustia se desembarazaba. Le brillaban los ojos.
Como si se acordase de algo, explicaba a Julio Zavala:
—Y no crea usted... Una cosa es el ahorro y otra cosa es la avaricia. De Marino a mí, por ejemplo, hay esa distancia: de la avaricia al ahorro. Usted ya me comprende, mi querido amigo...
El preceptor daba señal de que le comprendía, y luego parecía reflexionar hondamente en las ideas de Benites.
El agrimensor tenía, en general, íntima y sólida convicción de que era un joven de bien, laborioso, ordenado, honorable y de gran porvenir. Siempre estaba aludiendo a su persona, señalándose como un paradigma de vida, que todos debían imitar. Esto último no lo expresaba claramente, pero fluía de sus propias palabras, pronunciadas con dignidad apostólica y ejemplar en ocasiones en que se perfilaban problemas de moral y de destino entre sus amistades. Peroraba entonces extensamente sobre el bien y el mal, la verdad y la mentira, la sinceridad y el tartufismo y otros temas importantes.
* * *
Debido a la vida ordenada que llevaba Leónidas Benites, jamás sufrió quebranto alguno de su salud.
—¡Pero el día en que se enferme usted!... —vociferaba José Marino, que en Quivilca se las echaba de médico empírico— ¡ya no levanta nunca!
Leónidas Benites, ante estas palabras sombrías, cuidaba aun más de su conservación. La higiene de su cuarto y de su persona era de una pulcritud esmerada, no dejando nada que tachársela. Andaba siempre buscando el bienestar fisico, valiéndose de una serie de actos que nadie sino él, con su paciente meticulosidad de anciano desconfiado, podía realizar. Por la mañana, ensayaba, antes de salir a su trabajo, distintas ropas interiores, para ver cuál se conformaba mejor al tiempo reinante y al estado de su salud, no escaseando ocasiones en que volvía de mitad del camino a ponerse otra camiseta o calzoncillo, porque había mucho frío o porque los que llevó le daban un abrigo excesivo. Lo mismo ocurría con el uso de las medias, calzado, sombrero, chompa y aun con los guantes y su cartera de trabajo. Si caía nieve, no solo cargaba con el mayor número de papeles, reglas y cuerdas, sino que, para ejercitarse más, sacaba sus niveles, trípodes y teodolitos, aunque no tuviese nada que hacer con ellos. Se le veía otras veces agitarse y saltar y correr como un loco, hasta ya no poder. Otras veces, no salía de su cuarto por nada, y si alguien venía, abría con sigilo y lentamente la puerta, a fin de que no entrase de golpe el ventisquero. Pero si había sol, abría todas las puertas y ventanas de par en par y no quería cerrarlas. Así es como un día, estando Benites en la oficina del cajero, el muchacho a quien dejó cuidando la puerta abierta de su cuarto, se distrajo y entraron a robarle el anafe y el azúcar.
Mas no era esto todo. Tratándose de medidas previsoras contra el contagio de los males, su pulcritud era mayor. De nadie recibía así no más un bocado o bebida, sino exorcizándola previamente y echando sobre las cosas cinco cruces, ni una más ni una menos. El cajero vino a verle un domingo en la mañana, en que la cocinera le acababa de traer de regalo un plato de humitas calientes. Entró el cajero en el preciso momento en que Leónidas Benites echaba la tercera cruz sobre las humitas. Olvidó la cuenta de las cruces y este fue el motivo por el cual ya no se atrevió a probar del regalo y se lo dio al perro. Poco afecto a tender la mano era. Cuando se veía obligado a hacerlo, tocaba apenas con la punta de los dedos la mano del otro, y luego permanecía preocupado, con una mueca de asco, hasta que podía ir a lavarse con dos clases de jabón desinfectante que nunca le faltaba. Todo en su habitación estaba siempre en su lugar, y él mismo, Benites, estaba siempre en su lugar, trabajando, meditando, durmiendo, comiendo o leyendo Ayúdate, de Smilles, que consideraba la mejor obra moderna. En los días feriados de la Iglesia, hojeaba el Evangelio según San Mateo, librito fileteado de oro, que su madre le enseñó a amar y a comprender en todo lo que él vale para los verdaderos cristianos.
Con el correr del tiempo, su voz se había apagado mucho, a consecuencia de las nieves de la cordillera. Esta circunstancia aparecía como un defecto de los peores a los ojos de José Marino, su socio, con quien frecuentemente disputaba por esta causa.
—¡No se haga usted! ¡No se haga usted! —le decía Marino, en tono socarrón y en presencia de los parroquianos del bazar—. ¡Hable usted fuerte, como hombre! ¡Déjese de humildades y santurronerías! Ya está usted viejo para hacerse el tonto. Beba bien, coma bien, enamore y ya verá usted cómo se le aclara la voz...
Algo respondía Leónidas Benites, que en medio de las risas provocadas por las frases picantes de Marino, no se podía oír. Su socio, entonces, le gritaba con mofa:
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Qué cosa? ¡Pero si no se le oye nada!...
Las risas redoblaban. Leónidas Benites, herido en lo profundo por la burla y el escarnio de los otros, se ponía más colorado y acababa por irse.
En general, Leónidas Benites no era muy querido en Quivilca. ¿Por qué?
¿Por su género de vida? ¿Por su manía moralista? ¿Por su debilidad física?
¿Por su retraimiento y desconfianza de los otros? La única persona que seguía de cerca y con afecto la vida del agrimensor era una señora, madre de un tornero, medio sorda y ya entrada en años, que tenía fama de beata y, por ende, de amiga de las buenas costumbres y de la vida austera y ejemplar. En ninguna parte se complacía de estar Leónidas Benites, descontado el rancho de la beata, con quien sostenía extensas tertulias, jugando a las cartas, comentando la vida de Quivilca y, muy a menudo, echando alguna plática sobre graves asuntos de moral.
Una tarde vinieron a decirle a la señora que Benites estaba enfermo, en cama. La señora fue al punto a verle, hallándole, en efecto, atacado de una fiebre elevada, que le hacía delirar y debatirse de angustia en el lecho. Le preparó una infusión de eucalipto, bien cargada, con dos copas de alcohol y dispuso lo conveniente para darle un baño de mostaza. Se produciría así una copiosa transpiración, signo seguro de haber cedido el mal, que no parecía consistir sino en un fuerte resfrío. Pero, efectuados los dos remedios, y aun cuando el enfermo empezó a sudar, la fiebre persistía y hasta crecía por momentos.
La noche había llegado y empezó a nevar. La habitación de Benites tenía la puerta de entrada y la ventanilla herméticamente cerradas. La señora tapó las rendijas con trapos, para evitar las rachas de aire. Una vela de esperma ardía y ponía toques tristes y amarillos en los ángulos de los objetos y en la cama del paciente. Según este se moviese o cambiase de postura, movido por la fiebre, las sombras palpitaban ya breves, largas, truncas o encontradas, en los planos de su rostro cejijunto y entre las almohadas y las sábanas.
Accesaba Benites y daba voces confusas de pesadilla. La señora, abatida por la gravedad creciente del enfermo, se puso a rezar, arrodillada ante un cuadro del Corazón de Jesús que había a la cabecera de la cama. Dobló la cabeza pálida e inexpresiva, como la mascarilla de yeso de un cadáver, y se puso a orar y gemir. Después se levantó reanimada. Dijo, junto al lecho:
—¿Benites?
Se oía ahora más baja y pausada su respiración. La señora se acercó de puntillas, inclinose sobre la cama y observó largo rato. Habiendo meditado un momento, volvió a llamar, aparentando tranquilidad:
—¿Benites?
El enfermo lanzó un quejido oscuro y cargado de orfandad que vino a darla en todas sus entrañas de mujer.
—¿Benites? ¿Cómo se siente usted? ¿Le haré otro remedio?
Benites hizo un movimiento brusco y pesado agitó ambas manos en el aire, como si apartase invisibles insectos, y abrió los ojos que estaban enrojecidos y parecían inundados de sangre. Su mirada era vaga y, sin embargo, amenazadora. Hizo chasquear los labios amoratados y secos, murmurando sin sentido:
—¡Nada! ¡Aquella curva es más grande! ¡Déjeme! ¡Yo sé lo que hago!
¡Déjeme!...
Y se volvió de un tirón hacia la pared, doblando las rodillas y metiendo los brazos en el lecho.
En Quivilca no había médico. Lo habían reclamado a la empresa, sin resultado. Se combatía las enfermedades cada uno según su entendimiento, salvo en el caso de neumonía, en cuyo tratamiento se había especializado José Marino, el empírico del bazar. La señora que asistía a Benites no sabía si acudir al comerciante, por si fuese neumonía, o procurarse otra receta por cuenta propia, sin pérdida de tiempo. Daba mil vueltas por el cuarto, desesperada. De cuando en cuando, observaba al paciente o ponía oído a la puerta, atenta a la caída de la nieve. Podría ser que su hijo acertase a acudir en su busca o que cualquiera otro pasase, para pedirle consejo o ayuda.
A veces, el enfermo se sumía en un silencio absoluto, del que la señora no se apercibía por su sordera, pero, en general, la noche avanzaba poblándose de los gritos dolorosos y las palabras del delirio. Contiguo había, por toda vecindad, un extenso depósito de mineral. El resto de los ranchos quedaba lejos, en plena falda del cerro, y había que llamar a gritos para hacerse escuchar.
La señora decidió hacerle otro remedio. Entre las cosas útiles que por precaución guardaba Benites en su mesita, encontró un poco de glicerina, sustancia que le sugirió de golpe la nueva receta. Encendió otra vez el anafe.
Habiéndose luego acercado de puntillas a la cama, examinó al paciente, que hacía rato permanecía en calma, y se percató de que dormía. Decidió entonces dejarle reposar, postergando el remedio para más tarde y para el caso de que la fiebre continuase. Fue a arrodillarse ante el lienzo sagrado y masculló, con vehemencia dolorosa y durante mucho tiempo, largas oraciones mezcladas de suspiros y sollozos. Después se levantó y llegose de nuevo a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su blusa de percal. Benites continuaba tranquilo.
—¡Dios es muy grande! —exclamó la señora, enternecida y con voz apenas perceptible—. ¡Ay, divino Corazón de Jesús! —añadió, levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida de inefable frenesí—. ¡Tú lo puedes todo!
¡Vela por tu criatura! ¡Ampárale y no le abandones! ¡Por tu santísima llaga!
¡Padre mío, protégenos en este valle de lágrimas!...
No pudo contener su emoción y se puso a llorar. Dio algunos pasos y se sentó en un banco. Allí se quedó adormecida.
Despertó de súbito. La vela estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un portillo hondo y ancho, por el que corría la esperma derretida, yendo a amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño cerrado, con el índice alzado hacia la llama.
Acomodó la vela, y como notase que Benites no había cambiado de postura y que seguía durmiendo, se inclinó a verle el rostro. "Duerme", se dijo, y resolvió no despertarle.
Leónidas Benites, en medio de las visiones de la fiebre, había mirado a menudo el cuadro del Corazón de Jesús que pendía en su cabecera. La divina imagen se mezclaba a las imágenes del delirio, envuelta en el blanco arrebol de la caliche del muro. Las alucinaciones se relacionaban con lo que más preocupaba a Benites en el mundo tangible, tales como el desempeño de su puesto en las minas, su negocio en sociedad con Marino y Rubio y el deseo de un capital suficiente para ir a Lima a terminar lo más pronto sus estudios de ingeniero y emprender luego un negocio por su cuenta y relacionado con su profesión. En el delirio vio que el comerciante Marino se quedaba con su dinero y le amenazaba pegarle, ayudado por todos los pobladores de Quivilca.
Benites protestaba enérgicamente, pero tenía que batirse en retirada, en razón del inmenso número de sus atacantes. Caía en la fuga por escarpadas rocas y, al doblar de golpe un recodo del terreno fragoso, se daba con otra parte de sus enemigos. El susto le hacía entonces dar un salto. El Corazón de Jesús entraba inmediatamente en el conflicto y espantaba con su sola presencia a los agresores y ladrones, para luego desaparecer súbitamente, dejándole desamparado, en el preciso momento en que míster Taik, muy enojado, le decía a Benites:
—¡Fuera de aquí! ¡La "Mining Society" le cancela el nombramiento en razón de su pésima conducta! ¡Fuera de aquí, zamarro!
Benites le rogaba, cruzando las manos lastimeramente. Míster Taik ordenó a dos criados que le sacasen de la oficina. Venían dos soras sonriendo, como si escarneciesen su desgracia. Le cogían por los brazos, arrastrándole, y le propinaban un empellón brutal. Entonces, el Corazón de Jesús acudía con tal oportunidad, que todo volvía a quedar arreglado. El Señor se esfumaba después en un relámpago.
Benites, poco después, sorprendía a un sora robándole un fajo de billetes de su caja. Se lanzaba sobre el bribón, persiguiéndole, impulsado no tanto por la suma que le llevaba, cuanto por la cínica risa con que el indio se burlaba de Benites, montado sobre el lomo de un caimán, en medio de un gran río.
Benites llegó a la misma orilla del río, y ya iba a penetrar en la corriente, cuando se sintió de pronto entorpecido y privado de todo movimiento voluntario. Jesús, aureolado esta vez de un halo fulgurante, apareció ante Benites. El río se dilató de golpe, abrazando todo el espacio visible, hasta los más remotos confines. Una inmensa multitud rodeaba al Señor, atenta a sus designios, y un aire de tremenda encrucijada llenó el horizonte. A Benites le poseyó un pavor repentino, dándose cuenta, de modo oscuro, pero cierto, de que asistía a la hora del juicio final.
Benites intentó entonces hacer un examen de conciencia, que le permitiera entrever cuál sería el lugar de su eterno destino. Trató de recordar sus buenas y malas acciones de la tierra. Recordó, en primer lugar, sus buenos actos. Los recogió ávidamente y los colocó en sitio preferente y visible de su pensamiento, por riguroso orden de importancia: abajo, los relativos a procederes de bondad más o menos discutible o insignificante, y arriba, a la mano, sobre todos, los relativos a grandes rasgos de virtud, cuyo mérito se denunciaba a la distancia, sin dejar duda de su autenticidad y trascendencia.
Luego pidió a su memoria los recuerdos amargos, y su memoria no le dio ninguno. Ni un solo recuerdo roedor. A veces, se insinuaba alguno, tímido y borroso, que bien examinado, a la luz de la razón, acababa por desvanecerse en las neutras comisuras de la clasificación de valores, o, mejor sopesado aun, llegaba a despojarse del todo de su tinte culpable, reemplazado este, no ya solo por otro indefinible, sino por el tinte contrario: tal recuerdo resultaba ser, en el fondo, el de una acción meritoria, que Benites reconocía entonces con verdadera fruición paternal. Felizmente, Benites era inteligente y había cultivado con esmero su facultad discursiva y crítica, con la cual podía ahora profundizar las cosas y darles su sentido verdadero y exacto.
Muy poco le faltaba a Benites, según lo intuía, para presentarse ante el Salvador. Al razonarlo, un gran miedo le hizo arrebujarse en su propio pensamiento. De allí vino a sacarle un alfalfero de Accoya, al que no veía muchos años, y a quien la madre del agrimensor solía comprarle hierba para sus cuyes, echándole maldiciones por su codicia y avaricia. Por rápida asociación de ideas, recordó que él mismo, Benites, amó también, a veces, el dinero, y quizás con exceso. Recordó que en Colca, una noche, había oído en una vasta estancia desolada, donde dormía a solas, ruido de almas en pena.
Empezaron en la oscuridad a empujar la puerta, Benites tuvo miedo y guardó silencio. Rememoraba que al otro día, refirió a los vecinos lo acontecido, no faltando quien le asegurase que en aquella casa penaban las almas a menudo, a causa de un entierro de oro que dejó allí un español, encomendero de la Colonia. Como se repitiesen después los ruidos nocturnos, el ansia de oro tentó, al fin, a Benites. Y una media noche, cuando fueron a empujar la puerta sumida en tinieblas, el agrimensor invocó a las penas.
—¿Quién es? —interrogó, incorporándose en la cama, y dándose diente con diente de miedo.
No contestaron. Siguieron empujando. Benites volvió a preguntar, anheloso y sudando frío:
—¿Quién es? Si es una alma en pena, que diga lo que desea. Una voz gangosa, que parecía venir de otro mundo, respondió con lastimero acento:
—Soy un alma en pena.
Benites sabía que era malo correr de las penas y argumentó al punto:
—¿Qué le pasa? ¿Por qué pena?
A lo que le replicaron casi llorando:
—En el rincón de la cocina dejé enterrados cinco centavos. No me puedo salvar a causa de ellos. Agrega noventa y cinco centavos más de tu parte y paga con eso una misa al cura, para mi salvación...
Indignado Benites por el sesgo inesperado y oneroso que tomaba la aventura, gruñó, agarrando un palo contra el alma en pena:
—He visto muertos sinvergüenzas, pero como este, nunca!... Al siguiente día, Benites abandonó la posada.
Recordando ahora todo esto, ya lejos de la vida terrenal, juzgó pecaminosa su conducta y digna de castigo. Sin embargo, estimó, tras de largas reflexiones, que sus palabras injuriosas para el alma en pena fueron dictadas por un estado anormal de espíritu y sin intención malévola. No olvidaba que, en materia de moral, las acciones tienen la fisonomía que les da la intención y solo la intención. Respecto a que no pagase la misa solicitada por el alma en pena, suya no había sido la culpa, sino más bien del párroco, a quien una fuerte dispepsia impedía por aquellos días ir al templo. A Benites no se le ocultaba, dicho sea de paso, que dicha enfermedad del sacerdote no era mayor que alcanzase a sustraerle del todo del cumplimiento de sus sagrados deberes.
Por último, en una análisis más juicioso y serio, quizás no fue, en realidad, un alma en pena, sino una broma pesada de alguno de sus amigos sabedores de sus cuitas en pos del supuesto tesoro. Puesto en este caso, y de haberse oficiado la misa, la broma habría tenido una repercusión de burla y de impiedad, con Benites de por medio, como uno de sus promotores.
Indudablemente había, pues, hecho bien en proceder como procedió, defendiendo subconscientemente los fueros de seriedad de la Iglesia, y su conducta podía, en consecuencia, aparejar mérito suficiente para un premio del Señor. Benites puso este recuerdo en medio, exactamente en medio, de todos sus recuerdos, movido de una dialéctica singular e inextricable.
Un sentimiento de algo jamás registrado en su sensibilidad, y que le nacía del fondo mismo de su ser, le anunció de pronto que se hallaba en presencia de Jesús. Tuvo entonces tal cantidad de luz en su pensamiento, que le poseyó la visión entera de cuanto fue, es y será, la conciencia integral del tiempo y del espacio, la imagen plena y una de las cosas, el sentido eterno y esencial de las lindes. Un chispazo de sabiduría le envolvió, dándole servida en una sola plana, la noción sentimental y sensitiva, abstracta y material, nocturna y solar, par e impar, fraccionaria y sintética, de su rol permanente en los destinos de Dios. Y fue entonces que nada pudo hacer, pensar, querer ni sentir por sí mismo ni en sí mismo exclusivamente. Su personalidad, como yo de egoísmo, no pudo sustraerse al corte cordial y solidario de sus flancos. En su ser se había posado una nota orquestal del infinito, a causa del paso de Jesús y su divina oriflama por la antena mayor de su corazón. Después, volvió en sí y, al sentirse apartado del Señor y condenado a errar al acaso, como número disperso, zafado de la armonía universal, por una gris e incierta inmensidad, sin alba ni ocaso, un dolor indescriptible y jamás experimentado le llenó el alma hasta la boca, ahogándole, como si mascase amargos vellones de tinieblas, sin poderlas siquiera ni pasar. Su tormento interior, la funesta desventura de su espíritu, no era a causa del perdido paraíso, sino a causa de la expresión de tristeza infinita que vio o sintió dibujarse en la divina faz del Nazareno, al llegar ante sus pies. ¡Oh, qué mortal tristeza la suya, y cómo no la pudo contener ni el vaso de dos bocas del Enigma! Por aquella gran tristeza, Benites sufría un dolor incurable y sin orillas.
—¡Señor! —murmuró Benites suplicante—. ¡Al menos, que no sea tanta tu tristeza! ¡Al menos, que un poco de ella pase a mi corazón! ¡Al menos, que las piedrecillas vengan a ayudarme a reflejar tu gran tristeza!
El silencio imperó en la extensión trascendental.
—¡Señor! ¡Apaga la lámpara de tu tristeza, que me falta corazón para reflejarla! ¿Qué he hecho de mi sangre? ¿Dónde está mi sangre? ¡Ay, Señor!
¡Tú me la diste y he aquí que yo, sin saber cómo, la dejé coagulada en los abismos de la vida, avaro de ella y pobre de ella!
Benites lloró hasta la muerte.
— ¡Señor! ¡Yo fui el pecador y tu pobre oveja descarriada! ¡Cuando estuvo en mis manos ser el Adán sin tiempo, sin mediodía, sin tarde, sin noche y sin segundo día! ¡Cuando estuvo en mis manos embridar y sujetar los rumores edénicos para toda eternidad y salvar lo Absoluto en lo Cambiante! ¡Cuando estuvo en mis manos realizar mis fronteras homogéneamente, como en los cuerpos simples, garra a garra, pico a pico, guija a guija, manzana a manzana!
¡Cuando estuvo en mis manos desgajar los senderos a lo largo y al través, por diámetros y alturas, a ver si así salía yo al encuentro de la Verdad!...
Empezó a callar el silencio por el lado de la nada.
—¡Señor! ¡Yo fui el delincuente y tu ingrato gusano sin perdón! ¡Cuando hasta pude no haber nacido! ¡Cuando pude, al menos, eternizarme en los capullos y en las vísperas! ¡Felices los capullos, porque ellos son las joyas natas de los paraísos, aunque duerman en sus selladas entrañas, estambres escabrosos! ¡Felices las vísperas, porque ellas no han llegado y no han de llegar jamás a la hora de los días definibles! ¡Yo pude ser solamente el óvulo, la nebulosa, el ritmo latente e inmanente: Dios!...
Estalló Benites en un grito de desolación infinita, que luego de apagado, dejó al silencio mudo para siempre.
* * *
Benites despertó bruscamente. La luz de la mañana inundaba la habitación.
Junto a la cama de Benites, estaba José Marino.
—¡Qué buena vida, socio! —exclamaba Marino, cruzándose los brazos—. ¡Las once del día y todavía en cama! ¡Vamos, vamos! ¡Levántese! Me voy esta tarde a Colca.
Benites dio un salto:
—¿Usted a Colca? ¿Hoy se va usted a Colca?
Marino se paseaba a lo largo de la pieza, apurado.
—¡Sí, hombre! ¡Levántese! ¡Vamos a arreglarnos de cuentas! Ya Rubio nos espera en el bazar...
Benites, sentado en su cama, tuvo un calofrío:
—Bueno. Me levanto en seguida. Tengo todavía un poco de fiebre, pero no importa.
—¿Fiebre, usted? ¡No friegue, hombre! ¡Levántese! ¡Levántese! Lo espero en el bazar.
Marino salió y Benites empezó a vestirse, tomando sus precauciones de costumbre: medias, calzoncillo, camiseta, camisa, todo debía adaptarse y servir al momento particular por el que atravesaba su salud. Ni mucho abrigo ni poca ropa.
A la una de la tarde, el caballo en que debía montar José Marino esperaba ensillado a la puerta del bazar. Lo sujetaba por una soga el sobrino del comerciante. Dentro del bazar se discutía a grandes voces y entre carcajadas.
Arregladas las cuentas entre Marino, Rubio y Benites, daban la despedida al comerciante, sus dos socios, el cajero Machuca, el profesor Zavala, el comisario Baldazari y místers Taik y Weiss. Las copas menudeaban. Machuca, ya un tanto bebido, preguntaba zumbonamente a Marino:
—¿Y con quién deja usted a la Rosada?
La Rosada era una de las queridas de Marino. Muchacha de dieciocho años, hermoso tipo de mujer serrana, ojos grandes y negros y empurpuradas mejillas candorosas, la trajo de Colca como querida un apuntador de las minas. Sus hermanas, Teresa y Albina, la siguieron, atraídas por el misterio de la vida en las minas, que ejercía sobre los aldeanos, ingenuos y alucinados, una seducción extraña e irresistible. Las tres vinieron a Quivilca, huidas de su casa. Sus padres —unos viejos campesinos miserables— las lloraron mucho tiempo. En Quivilca, las muchachas se pusieron a trabajar, haciendo y vendiendo chicha, obligándolas este oficio a beber y embriagarse frecuentemente con los consumidores. El apuntador se disgustó pronto de este género de trabajo de la Graciela y la dejó. A las pocas semanas, José Marino la hizo suya. En cuanto a Albina y a Teresa, corrían en Quivilca muchos rumores.
Marino, a las preguntas repetidas de Machuca, respondió con desparpajo:
—Juguémosla al cachito, si usted quiere.¡Eso es! ¡Al cacho! ¡Al cacho!
¡Pero juguémosla entre todos! —argumentó Baldazari.
En torno al mostrador se formó un círculo. Todos, y hasta el mismo Benites, estaban borrachos. Marino agitaba el cacho ruidosamente, gritando:
—¿Quién manda?
Tiró los dados y contó, señalando con el dedo y sucesivamente a todos los contertulios:
—¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Usted manda!
Fue Leónidas Benites a quien tocó jugar el primero.
—¿Pero qué jugamos? —preguntaba Benites, cacho en mano.
—¡Tire no más! —decía Baldazari—. ¿No está usted oyendo que vamos a jugar a la Rosada?
Benites respondió turbado, a pesar de su borrachera:
—¡No, hombre! ¡Jugar al cacho a una mujer! ¡Eso no se hace! ¡Juguemos una copa!
Unánimes reproches, injurias y zumbas ahogaron los tímidos escrúpulos de Leónidas Benites, y se jugó la partida.
—¡Bravo! ¡Que pague una copa! ¡El remojo de la sucesión!
El comisario Baldazari se ganó al cacho a la Rosada y mandó servir champaña. Machuca se le acercó, diciéndole:
—¡Qué buena chola se va usted a comer, comisario! ¡Tiene unas ancas así!...
El cajero, diciendo esto, abrió en círculo los brazos e hizo una mueca golosa y repugnante. Los ojos del comisario también chispearon, recordando a la Rosada, y preguntó a Machuca:
—¿Pero dónde vive ahora? Hace tiempo que no la veo.
—Por la Poza. ¡Mándela traer ahora mismo!
—¡No, hombre! Ahora no. Es de día. La gente puede vernos.
—¡Qué gente ni gente! ¡Todos los indios están trabajando! ¡Mándela traer!
¡Ande!
—Además, no. Ha sido una broma. ¿Usted cree que Marino va a soltar a la chola? Si se fuera para no volver, sí. Pero solo se va a Colca por unos días...
—¿Y eso qué importa? Lo ganado es ganado. ¡Hágase usted el cojudo! ¡Es una hembra que da el opio! ¡A mí me gusta que es una barbaridad! ¡Mándela traer! ¡Además, usted es el comisario y usted manda! ¡Qué vainas! ¡Lo demás son cojudeces! ¡Ande, comisario!
—¿Y cree usted que va a venir?
—¡Pero es claro!
—¿Con quién vive?
—Sola, con sus hermanas, que son también estupendas.
Baldazari se quedó pensando y moviendo su foete.
Unos minutos más tarde, José Marino y el comisario Baldazari salieron a la puerta.
—Anda, Cucho —dijo Marino a su sobrino—, anda a la casa de las Rosadas y dile a la Graciela que venga aquí, al bazar, que la estoy esperando, porque ya me voy. Si te pregunta con quién estoy, no le digas quiénes están aquí. Dile que estoy solo, completamente solo. ¿Me has oído?
—Sí, tío.
—¡Cuidado con que te olvides! Dile que estoy solo, que no hay nadie más en el bazar. Deja el caballo. Amárralo a la pata del mostrador. ¡Anda! ¡Pero volando! ¡Ya estás de vuelta!...
Cucho amarró la punta de la soga del caballo a una pata del mostrador y partió a hacer el mandado.
—¡Volando, volando! —le decían Marino y Baldazari.
José Marino adulaba a todo el que, de una u otra manera, podía serle útil.
Su servilismo al comisario no tenía límites. Marino le servía hasta en sus aventuras amorosas. Salían de noche a recorrer los campamentos obreros y los trabajos en las minas, acompañados de un gendarme. A veces, Baldazari se quedaba a dormir, de madrugada, en alguna choza o vivienda de peones, con la mujer, la hermana o la madre de un jornalero. El gendarme volvía entonces solo a la comisaría, y Marino, igualmente solo, a su bazar. ¿Por qué las adulaciones del comerciante al comisario? Las causas eran múltiples. Por el momento, el comerciante iba a ausentarse y le había pedido al comisario el favor de supervigilar la marcha del bazar, que quedaba a cargo del profesor Zavala, que estaba de vacaciones. De otro lado, el comisario le estaba consumiendo ahora en gran escala en el bazar, al propio tiempo que entrenaba a los otros a hacer lo mismo. Las tres de la tarde y ya José Marino había vendido muchas botellas de champaña, de cinzano, de coñac y de whisky...
Pero todas estas no eran sino razones del momento y muy nimias. Otras eran las de siempre y las más serias. El comisario Baldazari era el brazo derecho del contratista José Marino, en punto a la peonada y en punto a los gerentes de la "Mining Society". Cuando Marino no podía con un peón, que se negaba a reconocerle una cuenta, a aceptar un salario muy bajo o a trabajar a ciertas horas de la noche o de un día feriado, Marino acudía al comisario, y este hacía ceder al peón con un carcelazo, con la "barra" (suplicio original de las cárceles peruanas) o a foetazos. Asimismo, cuando Marino no podía obtener directamente de místers Taik y Weiss tales o cuales ventajas, facilidades o, en general, cualquier favor o granjería, Marino acudía a Baldazari y este intervenía, con la influencia y ascendiente de su autoridad, obteniendo de los patrones todo cuanto quería José Marino. Nada, pues, de extraño que el comerciante estuviese ahora dispuesto a entregar a su querida al comisario, ipso facto y en público.
Al poco rato, la Graciela aparecía en la esquina acompañada de Cucho. Los del bazar se escondieron. Solamente José Marino apareció a la puerta, tratando de disimular su embriaguez.
—Pasa —dijo afectuosamente Marino a la Graciela—. Ya me voy. Pasa. Te he hecho llamar porque ya me voy.
La Graciela decía tímidamente:
—Yo creía que se iba usted a ir así nomás, sin decirme ni siquiera hasta luego.
Una repentina carcajada estalló en el bazar y todos los contertulios aparecieron de golpe ante Graciela. Colorada, estupefacta, dio un traspié contra el muro. La rodearon, unos estrechándole la mano, otros abrazándola y otros acariciándola por el mentón. Marino le decía, desternillándose de risa:
—Siéntate. Siéntate. Es la despedida. ¡Qué quieres! ¡Los amigos! ¡Nuestros patrones! ¡Nuestro grande y querido comisario! ¡Siéntate! ¡Siéntate! ¿Y qué tomas?...
Cerraron a medias la puerta y Cucho jaló de afuera la soga del caballo, sentándose en el quicio a esperar.
Cayó nieve. Varias veces vino gente a hacer compras en el bazar y se iban sin atreverse a entrar. Una india de aire doloroso y apurada, llegó corriendo.
—¿Ahí está tu tío? —le preguntó jadeante a Cucho.
—Sí, ahí está. ¿Para qué?
—Para que me venda láudano. Estoy muy apurada, porque ya se muere mi mama.
—Pase usted, si quiere.
—¿Pero quién sabe está con gente?
—Está con muchos señores. Pero entre usted, si quiere...
La mujer vaciló y se quedó a la puerta, esperando. Una angustia creciente se pintaba en su cara. Cucho, sin soltar la soga del caballo, se entretenía en dibujar con el cabo de un lápiz rojo, y en un pedazo de su cuaderno de la escuela, las armas de la patria. La mujer iba y venía, desesperada y sin atreverse a entrar al bazar. Aguaitaba lo que adentro sucedía, se ponía a escuchar y volvía a pasearse. Le preguntaba a Cucho:
—¿Quién está ahí?
—El comisario.
—¿Quién más?
—El cajero, el ingeniero, el profesor, los gringos... Están bien borrachos.
Están tomando champaña.
—¡Pero oigo una mujer!...
—La Graciela.
—¿La Rosada?
—Sí. Mi tío la ha mandado llamar, porque ya se va.
—¡Ay, Dios mío! ¿A qué hora se irán? ¿A qué hora se irán?... La mujer empezó a gemir.
—¿Por qué llora usted? —le preguntó Cucho.
—Ya se muere mi mama y don José está con gente...
—Si quiere usted, lo llamaré a mi tío, para que le venda...
—Quién sabe se va a enojar...
Cucho aguaitó hacia adentro y llamó tímidamente:
—¡Tío Pepe!...
La orgía estaba en su colmo. De la tienda salía un vocerío confuso, mezclado de risas y gritos y un tufo nauseante. Cucho llamó varias veces. Al fin, salió José Marino.
—¿Qué quieres, carajo? —le dijo, irritado, a su sobrino.
Cucho, al verle borracho y colérico, dio un salto atrás, amedrentado. La mujer se hizo también a un lado.
—Para que venda usted láudano —murmuró Cucho, de lejos.
—¡Qué láudano ni la puta que te parió! —rugió José Marino, lanzándose furibundo sobre su sobrino. Le dio un bofetón brutal en la cabeza y le derribó.
—¡Carajo! —vociferaba el comerciante, dándole de puntapiés—. ¡Cojudo! ¡Me estás jodiendo siempre!
Algunos transeúntes se acercaron a defender a Cucho. La mujer del láudano le rogaba a Marino, arrodillada:
—¡No le pegue usted, taita! Si lo ha hecho por mí. Porque yo le dije.
¡Pégueme a mí, si quiere! ¡Pégueme a mí, si quiere!...
Algunas patadas cayeron sobre la mujer. José Marino, ciego de ira y de alcohol, siguió golpeando al azar, durante unos segundos, hasta que salió el comisario y lo contuvo.
—¿Qué es esto, mi querido Marino? —le dijo, sujetándole por las solapas.
—¡Perdone, comisario! —respondía Marino, humildemente—. ¡Le pido mil perdones!
Ambos penetraron al bazar. Cucho yacía sobre la nieve, llorando y ensangrentado. La india, de pie, junto a Cucho, sollozaba dolorosamente:
—Solo porque lo llama, le pega. ¡Solo por eso! ¡Y a mí también, solo porque vengo por un remedio!...
Apareció un indio mocetón llorando y a la carrera:
—¡Chana! ¡Chana! ¡Ya murió mama! ¡Ven! ¡Ven! ¡Ya murió!... Y Chana, la india del láudano, se echó a correr, seguida del indio y llorando.
El caballo de José Marino, espantado, había huido. Cucho, secándose las lágrimas y la sangre, lo fue a buscar. Sabía muy bien que, de irse el caballo, "las nalgas ya no serian suyas", como solía decir su tío cuando le amenazaba azotarle. Volvió, felizmente, con el animal, y se sentó de nuevo a la puerta del bazar, que continuaba entreabierta. Se agachó y aguaitó a hurtadillas. ¿Qué sucedía ahora en el bazar?
José Marino conversaba tras de la puerta, en secreto y copa en mano, con míster Taik, el gerente de la "Mining Society". Le decía en tono insinuante y adulador:
—Pero, míster Taik: yo mismo, con mis propios ojos, lo he visto...
—Usted es muy amable, pero eso es peligroso —replicaba muy colorado y sonriendo el gerente.
—Sí, sí, sí. Míster Taik, decídase nomás. Yo sé por qué le digo. Rubio es un enfermo. Ella (hablaban de la mujer de Rubio) no lo quiere. Además, se muere por usted. Yo la he visto.
El gerente sonreía siempre:
—Pero, señor Marino, puede saberlo Rubio...
—Yo le aseguro que no lo sabrá, míster Taik. Yo se lo aseguro con mi cuello.
Marino bebió su copa y añadió, decidido:
—¿Quiere usted que yo me lleve a Rubio un día fuera de Quivilca, para que usted aproveche?
—Bueno, ya veremos. Ya veremos. Muchas gracias. Usted es muy amable...
—Tratándose de usted, míster Taik, ya sabe que yo no reparo en nada. Soy su amigo, muy modesto, sin duda, muy humilde y muy pobre, el último, quién sabe, pero amigo de veras y dispuesto a servirle hasta con mi vida. Su pobre servidor, míster Taik. ¡Su pobre amigo!
Marino se inclinó largamente.
En ese momento, míster Weiss, del otro extremo del bazar, llamaba al comerciante:
—¡Señor Marino! ¡Otra tanda de champaña!...
José Marino voló a servir las copas.
Entretanto, la Graciela estaba ya borracha. José Marino, su amante, la había dado a beber un licor extraño y misterioso, preparado por él en secreto. Una sola copa de este licor la había embriagado. El comisario le decía en voz baja y aparte a Marino:
—¡Formidable! ¡Formidable! Es usted un portento. Ya está más para la otra que para esta...
—Y eso —respondía Marino, jactancioso—, y eso que no le he puesto _ mucho de lo verde. De otro modo, ya habría doblado el pico hace rato... Abrazaba a Baldazari, añadiendo:
—Usted se lo merece todo, comisario. Por usted todo. ¡No digo un "tabacazo"! ¡No digo una mujer! ¡Por usted, mi vida! Créalo.
La Graciela, en los espasmos producidos por el "tabacazo", cantaba y lloraba sin causa. Se paraba de pronto y bailaba sola. Todos hacían palmas, entre risas y requiebros. La Graciela, con una copa en la mano, decía, bamboleándose y sin pañolón:
—¡Yo soy una pobre desgraciada! ¡Don José! ¡Venga usted! ¿Quién es usted para mí? ¡Hágame el favor! Yo solo soy una pobre y nada más...
Las risas y los gritos aumentaban. José Marino, del brazo del comisario, le dijo entonces a la Graciela, como a una ciega, y ante todos los contertulios:
—¿Ves? Aquí está el señor comisario, la autoridad, el más grande personaje de Quivilca, después de nuestros patrones, místers Taik y Weiss. ¿Lo ves aquí, con nosotros?
La Graciela, los ojos velados por la embriaguez, trataba de ver al comisario.
—Sí. Lo veo. Sí. El señor comisario. Sí...
—Bueno. Pues el señor comisario va a encargarse de ti mientras mi ausencia. ¿Me entiendes? Él verá por ti. Él hará mis veces en todo y para todo...
Marino, diciendo esto, hacía muecas de burla y añadía:
—Obedécele como a mí mismo. ¿Me oyes? ¿Me oyes, Graciela?... La Graciela respondía, la voz arrastrada y casi cerrando los ojos:
—Sí... Muy bien... Muy bien...
Después vaciló su cuerpo y estuvo a punto de caer. El cajero Machuca soltó una risotada. José Marino le hizo señas de callarse y guiñó elojo a Baldazari, significándole que la melaza estaba en punto. Los demás, en coro, le decían a media voz a Baldazari:
—¡Ya comisario! ¡Entre nomás! ¡Éntrele!...
El comisario se limitaba a reír y a beber.
Graciela, agarrándose del mostrador para no caer, fue a sentarse, llamando a grandes voces:
—¡Don José! ¡Venga usted a mi lado! ¡Venga usted!...
José Marino insinuó de nuevo a Baldazari que se acercase a la Rosada.
Baldazari volvió, por toda respuesta, a beber otra copa. A los pocos instantes, Baldazari se encontraba completamente borracho. Hizo servir varias veces champaña. Los demás estaban, asimismo, ebrios y en una inconsciencia absoluta. Rubio hablaba de política internacional a gritos con míster Taik y, de otro lado, el profesor Zavala, Leónidas Benites y míster Weiss se abrazaban en grupo. José Marino y el comisario Baldazari rodeaban siempre a la Graciela.
Un momento, la Rosada abrazó a Marino, pero este se escabulló suavemente, poniendo en su lugar a Baldazari en los brazos de Graciela. La muchacha se dio cuenta y apartó bruscamente al comisario:
—¡Besa al señor comisario! —le ordenó entonces Marino, irritado.
—¡No! —respondió Graciela enérgicamente y como despertando.
—¡Déjela! —dijo Baldazari a Marino.
Pero el contratista de peones estaba ya colérico e insistió:
—¡Besa al señor comisario te he dicho, Graciela!
—¡No! ¡Eso, nunca! ¡Nunca, don José!
—¿No le besas? ¿No cumples lo que yo te ordeno? ¡Espérate! —gruñó el comerciante y se fue a preparar otro "tabacazo".
Al venir la noche, cerraron herméticamente la puerta y el bazar quedó sumido en las tinieblas. Todos los contertulios —menos Benites, que se había quedado dormido— conocieron entonces, uno por uno, el cuerpo de Graciela.
José Marino primero y Baldazari después, habían brindado a la muchacha a sus amigos, generosamente. Los primeros en gustar de la presa fueron, naturalmente, los patrones místers Taik y Weiss. Los otros personajes entraron luego a escena, por orden de jerarquía social y económica: el comisario Baldazari, el cajero Machuca, el ingeniero Rubio y el profesor Zavala. José Marino, por modestia, galantería o refinamiento, fue el último. Lo hizo en medio de una batahola demoníaca. Marino pronunciaba en la oscuridad palabras, interjecciones y gritos de una abyección y un vicio espeluznantes.
Un diálogo espantoso sostuvo, durante su acto horripilante, con sus cómplices.
Un ronquido, sordo y ahogado, era la única seña de vida de Graciela. José Marino lanzó, al fin, una carcajada viscosa y macabra...
Y, cuando encendieron luz en el bazar, viose botellas y vasos rotos sobre el mostrador, champaña derramado por el suelo, piezas de tejidos deshechas al azar, y las caras, macilentas y sudorosas. Una que otra mancha de sangre negreaba en los puños y cuellos de las camisas. Marino trajo agua en un lavador para lavarse las manos. Mientras se estaban lavando, todos en círculo, sonó un tiro de revólver, volando el lavador por el techo. Una carcajada partió de la boca del comisario, que era quien había tirado.
—¡Para probar mis hombres! —dijo Baldazari, guardando su revólver—. Pero veo que todos han temblado.
Leónidas Benites despertó.
—¿Y la Graciela? —interrogó, restregándose los ojos—. ¿Ya se fue?... Míster Taik, limpiando sus lentes, dijo:
—Señor Baldazari: hay que despertarla. Me parece que debe irse ya a su rancho. Ya es de noche.
—Sí, sí, sí —dijo el comisario, poniéndose serio—. ¡Hay que despertarla; usted, Marino, que es siempre el hombre!
—¡Ah! —exclamó el comerciante—. Eso va a ser difícil. Contra el "tabacazo" no hay otro remedio sino el sueño.
—Pero, de todos modos —argumentó Rubio—, no es posible dejarla botada así, en el suelo... ¿No le parece, míster Taik?
—¡Oh, sí, sí! —decía el gerente, fumando su pipa.
Leónidas Benites se acercó a Graciela, seguido de los demás. La Rosada yacía en el suelo, inmóvil, desgreñada, con las polleras en desorden y aún medio remangadas. La llamaron, agitándola fuertemente y no dio señales de despertar. Trajeron una vela. Volvieron a llamarla y a moverla. Nada. Seguía siempre inmóvil. José Marino puso la oreja sobre el pecho de la moza y los otros esperaron en silencio.
—¡Carajo! —exclamó el comerciante, levantándose—. ¡Está muerta!...
—¿Muerta? —preguntaron todos, estupefactos—. ¡No diga usted disparates!
¡Imposible!
—Sí —repuso en tono despreocupado el amante de Graciela—. Está muerta.
Nos hemos divertido.
Míster Taik dijo entonces en voz baja y severa:
—Bueno. Que nadie diga esta boca es mía. ¿Me han oído? ¡Ni una palabra!
Ahora hay que llevarla a su casa. Hay que decir a sus hermanas que le ha dado un ataque y que la dejen reposar y dormir. Y mañana, cuando la hallen muerta, todo estará arreglado...
Los demás asintieron y así se hizo.
A las diez de la noche, José Marino montó a caballo y partió a Colca. Y, al día subsiguiente, se enterró a Graciela. En primera fila del cortejo fúnebre iba el comisario de Quivilca, acompañado de Zavala, de Rubio, de Machuca y de Benites. De lejos, seguía el cortejo Cucho, el sobrino del amante de la muerta.
Todos los del bazar volvieron del cementerio tranquilos y conversando indiferentemente. Solo Leónidas Benites estaba muy pensativo. El agrimensor era el único de los del bazar en quien la muerte de Graciela dejó cierto pesar y hasta cierto remordimiento. En conciencia, sabía Benites que la Rosada no había fallecido de muerte natural. Verdad es que él no vio nada de lo que ocurrió con Graciela en la oscuridad, por haberse quedado profundamente dormido; pero lo sospechaba todo, aunque solo fuese de modo oscuro y dudoso. Benites, de regreso del entierro, se encerró en su cuarto, arrepentido de la escena del bazar, cosa a la que no estaba acostumbrado y que, en principio, le repugnaba, y se tendió en su cama a meditar. Después, se quedó dormido.
Por la tarde de ese mismo día, se presentaron de pronto en el escritorio del gerente de la "Mining Society", míster Taik, las dos hermanas de la muerta, Teresa y Albina. Venían llorando. Otras dos indias, chicheras también, como las Rosadas, las acompañaban. Albina y Teresa pidieron audiencia al patrón y, tras de una breve espera, fueron introducidas ante el yanqui, a quien acompañaba a la sazón su compatriota, el subgerente, míster Weiss. Ambos chupaban sus pipas.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó secamente míster Taik.
—Aquí, patrón —dijo Teresa, llorando—, venimos porque todos dicen en Quivilca que a la Graciela la han matado y que no se ha muerto ella. Nos dicen que es porque la emborracharon en el bazar. Por eso. Y que usted, patroncito, debe hacernos justicia. Cómo ha de ser, pues, que maten así a una pobre mujer y que todo se quede así nomás...
El llanto no la dejó continuar.
Míster Taik se apresuró a contestar, enojado:
—¿Pero quién dice eso?
—Todos, señor, todos...
—¿Han ido ustedes a quejarse al comisario?
—Sí, patrón. Pero él nos dice que son habladurías y nada más, y que no es cierto.
—¿Entonces? Si así les ha contestado el señor comisario, ¿a qué vienen ustedes aquí y por qué siguen creyendo tonterías y chismes imbéciles?
Déjense de zonceras y váyanse a su casa tranquilas. La muerte es la muerte y el resto son necedades y lloriqueos inútiles... ¡Váyanse! ¡Váyanse! —añadió paternalmente míster Taik, disponiéndose él también a salir.
—¡Váyanse! —repitió, también en tono protector, míster Weiss, chupando su pipa y paseándose—. No hagan caso de tonterías. Váyanse. No estamos para cantaletas y majaderías. Hagan el favor...
Los dos patrones, llenos de dignidad y despotismo, indicaron la puerta a las Rosadas, pero Teresa y Albina, cesando de llorar, exclamaron, a la vez, airadas:
—¡Solo porque son patrones! ¡Por eso hacen lo que quieren y nos botan así, solo porque venimos a quejamos! ¡Han matado a mi Graciela! ¡La han matado! ¡La han matado!...
Vino un sirviente y las hizo salir de un empellón. Las dos muchachas se alejaron protestando y llorando, seguidas de las otras chicheras, que también protestaban y lloraban.