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Klondike

Esa parte de Norteamérica que se llama Alaska es una vasta región, bañada a la vez por las aguas de dos océanos: el Ártico y el Pacífico. No se calcula en menos de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados la superficie de este territorio, que el imperio ruso cedió a los americanos, se dice, tanto por simpatía por la Unión como por antipatía por Gran Bretaña. En todo caso, hubiera sido difícil que esta región no llegara a ser americana y sirviera al engrandecimiento del Dominion y de la Columbia británica. ¿No justificará acaso el futuro la famosa doctrina Monroe: toda América para los americanos?

Aparte de los yacimientos auríferos que posee, ¿se sacará algún provecho de este territorio medio canadiense, medio alaskiense, regado por el Yukon, situado en parte más allá del círculo polar, y cuyo suelo no es favorable para ningún tipo de industria agrícola?

Es poco probable.

No hay que olvidar, sin embargo, que, comprendiendo las islas Baranof, Amirauté, Príncipe de Gales, que pertenecen a Alaska, del mismo modo que el archipiélago de las Áleutianas, esta región presenta una extensa costa de trece mil kilómetros, en la que una serie de puertos se prestan para que los navíos hagan escala en esos tempestuosos parajes: desde Sitka, la capital de Alaska, hasta Saint-Michel, situado en la desembocadura del Yukon, uno de los ríos más grandes del Nuevo Mundo.

Después de haber sido descubierta por los rusos en 1730, luego explorada en 1741, cuando su población total no sobrepasaba los treinta y tres mil habitantes, la mayoría de origen indio, esta comarca se halla hoy invadida por la muchedumbre de emigrantes y prospectores que el descubrimiento de las minas de oro atrae desde hace algunos años a Klondike.

Para establecer la línea de demarcación entre Alaska y el Dominion, se ha escogido el meridiano ciento cuarenta y uno, que parte del monte Saint-Elie, de cinco mil ochocientos veintidós metros de altura, y termina en el océano Ártico.

Al contemplar un mapa de Alaska, se observa que el suelo es plano en la mayor parte de su superficie. El sistema orográfico no se presenta sino en el sur. Allí surge la cadena de montañas que continúa a través de la Columbia británica y California y que lleva el nombre de Cascade Range.

Lo que llama particularmente la atención es el curso del Yukon. Después de haber regado el Dominion, dirigiéndose hacia el norte hasta Fort Cudahy, después de haberlo surcado con sus afluentes y subafluentes (inmensa red hidrográfica en la que se entrecruzan el Pelly, el Big Salmon, el Hootalinga, el Stewart, el Sixty Miles, el Forty Miles Creek, el Indian, el Klondike), este magnífico río describe una curva hasta Fort Yukon, para volver a descender hacia el sudeste y derramar sus últimas aguas en SaintMichel, en la cuenca del mar de Bering.

En suma, el Yukon es el río del oro por excelencia. Con sus tributarios, surca los

yacimientos más ricos de Alaska y del Dominion, y, si las pepitas flotaran, ¡cuántas pepitas flotarían en su superficie!

El Yukon es superior al Padre de las Aguas, al mismo Mississippi. Su caudal sobrepasa los veintitrés mil metros cúbicos por segundo, y su curso se extiende sobre dos mil doscientos noventa kilómetros, a través de una cuenca cuya superficie debe tener un millón de kilómetros cuadrados.{13}

Aunque los territorios que recorre no son aptos para el cultivo, el área forestal es muy considerable. Se constituye sobre todo de impenetrables bosques de cedros amarillos, de los que todo el planeta podría disfrutar si sus bosques llegaran a agotarse. La fauna está representada por el oso negro, el oriñal, el caribú, el tebai u oveja de montaña, la gacela de largo pelaje blanco; las aves se encuentran por miríadas: gangas, becadas, tordos, perdices de nieve, patos en tal cantidad que, en los tiempos del descubrimiento, bastaban para la alimentación de la población indígena.

Las aguas que bañan este inmenso perímetro de costas no son menos ricas en mamíferos marinos y en peces de toda clase. Hay uno entre ellos, el harlatán, que es digno de mención por el uso que se puede hacer de él. Está de tal modo impregnado de aceite que basta encenderlo para que dé luz como una candela. De ahí el nombre de Candle Fish{14} que le han dado los americanos.

Pero la riqueza aurífera es superior a todas las otras. Es posible que su rendimiento sea mayor que el de Australia, California y las minas de África meridional.

Los primeros yacimientos de Klondike se descubrieron en 1864.

El reverendo Mac Donald halló por entonces oro como para recogerlo a cucharadas en un pequeño río vecino a Fort Yukon.

En 1882, un contingente de antiguos mineros de California, entre ellos los hermanos Boswell, se aventuraron a través de los senderos del Chilkoot y explotaron regularmente las primeras parcelas.

En 1885, lavadores de oro del Lewis-Yukon descubrieron los yacimientos del Forty Miles Creek, un poco río abajo del emplazamiento que iba a ocupar Dawson-City, en la línea convencional que separa Alaska del Dominion. Dos años después, el mismo año en que el gobierno canadiense procedió a la delimitación de la frontera, se extrajeron del lugar más de seiscientos mil francos de oro.

En 1892, la North American Trading and Transportation Company de Chicago fundó el caserío de Fort Cudahy, cerca de la desembocadura del Forty Miles Creek; debía defenderlo el fuerte Constantine, construido dos años después. Puestos todos al trabajo allí, trece agentes de policía, cuatro suboficiales y tres oficiales recogieron por lo menos mil quinientos francos en las parcelas del río Sixty Miles, un poco antes de Dawson-City.

La carrera había empezado. Los prospectores acudirían de todas partes. En 1895, no eran menos de mil canadienses, principalmente franceses, los que atravesaban el Chilkoot y se dispersaban por los territorios ribereños del Yukon.

En 1896 se difunde la resonante noticia: se ha descubierto el Eldorado, un afluente del Bonanza, que es afluente del Klondike, el cual es a su vez afluente del Yukon. Una

multitud de buscadores de oro se precipita en esos territorios. En Dawson-City, los lotes que se vendían en veinticinco francos valen ahora ciento cincuenta mil. El gobierno de Ottawa va a reconocer a la ciudad la categoría de capital en 1898.

La región que lleva específicamente el nombre de Klondike es sólo un distrito del Dominion. Pertenece pues a esa vasta anexión inglesa del Canadá, como parte de la Columbia británica. El grado ciento cuarenta y uno de longitud, que traza la línea fronteriza entre la Alaska convertida en posesión americana y las posesiones de Gran Bretaña, marca el límite occidental del distrito.

La frontera norte la marca el río Klondike, afluente del Yukon, de ciento cuarenta kilómetros de longitud. El Klondike llega hasta la misma Dawson-City, a la que divide en dos partes desiguales.

Al oeste, el límite es el meridiano convencional, que el Yukon corta un poco al noroeste de la capital, después de haber recibido por su orilla derecha al río Stewart, al Indian, el Baker Creek y este famoso río Bonanza donde se absorbe el Eldorado.

Al este, la región de Klondike limita con la parte del Dominion en que aparecen las primeras ramificaciones de las montañas Rocosas. El río Mackensie atraviesa de sur a norte estos territorios.

El centro del distrito presenta altas colinas; la principal, conocida con el nombre de Dame, fue descubierta en junio de 1897. Son los únicos relieves de este suelo por lo general plano en el que se extiende la red hidrográfica de la cuenca del Yukon. Se puede comprender la importancia de este río sólo por el número de afluentes directos que posee: el Klondike, alimentado por el Too Much Gold, el Hunker, que surge de las entrañas del Dame, el Bear, el Awigley, el Bonanza, el Bryant, el Swadish, el Montana, el Baker Creek, el Westfield, el Geneenee, el Montecristo, el Insley, el Sixty Miles, el Indian, comentes de agua que acarrean grandes cantidades de oro, y junto a las cuales centenas de parcelas ya están en explotación.

Pero el territorio aurífero por excelencia es el que baña el Bonanza, que sale de las alturas de Cormack’s, y sus múltiples afluentes: el Eldorado, el Queen, el Boulder, el American, el Pure Gold, el Cripple, el Tail, etc.

Es comprensible, pues, que los prospectores se hayan precipitado en masa sobre un territorio en el que se multiplican los ríos enteramente despejados de hielo durante los tres o cuatro meses de la buena estación, sobre yacimientos tan numerosos y de explotación relativamente fácil. Su número aumenta cada año, a pesar de la parte del viaje comprendida entre Skagway y la capital de Klondike.

En el lugar en que el río de este nombre se precipita sobre el Yukon, sólo existía hace algunos años una marisma que a menudo se sumergía en la época de las crecidas. No había allí más que algunas chozas de indios, unas “islas” construidas a la manera rusa, donde vivían miserablemente familias indígenas.

Allí se fundó Dawson-City, que ya cuenta con dieciocho mil habitantes.

Leduc, canadiense de origen, fundador de la ciudad, la dividió en lotes, por los que no pedía más de veinticinco francos, y que ahora encuentran compradores por precios que varían entre cincuenta y doscientos mil francos.

Y si los primeros yacimientos de Klondike no están destinados a agotarse en un futuro próximo, si otros terrenos auríferos se descubren en la cuenca del gran río, si las parcelas se llegan a contar ahí por miles, ¿no es posible acaso que Dawson-City se convierta en una metrópoli como Vancouver, en la Columbia británica, o como Sacramento en la California americana?

Como la nueva ciudad estaba situada sobre una marisma, desde el primer momento estuvo amenazada de desaparecer en una inundación. El Klondike la divide en dos barrios situados en la orilla derecha del Yukon, y en la época del deshielo es tal la abundancia de agua que se pueden temer los mayores estragos.

Fue preciso construir diques sólidos para resguardarse de estas inundaciones, que por lo demás se producen sólo durante un breve período. En efecto, durante el verano el estiaje de las aguas del Klondike baja a tal punto que los peatones pueden pasar sin mojarse de un barrio al otro.

Los comienzos de la nueva ciudad fueron difíciles, como se ve, lo que no impidió que el número de habitantes creciera en una proporción considerable.

Ben Raddle, no lo ignoramos, conocía a fondo la historia de este distrito, pues se había informado de todos los descubrimientos desde hacía algunos años. Sabía cuál había sido la progresión del rendimiento de las parcelas, una progresión siempre constante, y qué enriquecimientos súbitos se habían producido. Que él hubiera venido a Klondike sólo para tomar posesión de la parcela del Forty Miles Creek, para evaluarla y venderla al mejor precio, no ofrece ninguna duda. Pero Summy Skim se daba cuenta de que, a medida que se aproximaban a Dawson-City, Ben Raddle se interesaba más de lo que él hubiera querido en los trabajos de los mineros, y siempre temía que sintiera la tentación de sumarse a ellos.

Desde luego, ¡él se opondría, él no dejaría a su primo comprometerse en tales empresas, no le permitiría instalarse en ese país del oro y de la miseria!

Por esa época el distrito contaba por lo menos con ocho mil parcelas, numeradas desde la desembocadura ‘ de los afluentes y subafluentes del Yukon hasta su nacimiento. Los lotes eran de quinientos pies de superficie, o de doscientos cincuenta según la modificación establecida por la ley de 1896.

Cabe destacar que la preferencia de los prospectores y de los sindicatos se dirigía siempre a los yacimientos del Bonanza, de sus tributarios y también a los de las montañas de la orilla izquierda. En ese suelo privilegiado Georgie Mac Cormack vendió varias parcelas de ochenta pies de largo por catorce de ancho, de las cuales se sacaron pepitas por un valor de ocho mil dólares, o sea cuarenta mil francos, en menos de tres meses…

La riqueza de los yacimientos del Eldorado es tal que, según el experto en catastros Ogilvie, el promedio de cada plato es de veinticinco a, treinta y cinco francos. La conclusión es lógica: si, como todo lo hace creer, la vena tiene treinta pies de ancho, quinientos de largo y cinco de espesor, su rendimiento puede calcularse en unos veinte millones de francos.

Las sociedades, los sindicatos, trataban de adquirir esas parcelas y se las disputaban a los precios más altos. Es difícil prever a qué tasa llegarán las ofertas cuando se trata de terrenos en los que se recogen de mil quinientos a cuatro mil francos de oro purísimo por plato. La onza vale, en el mercado de Dawson-City, quince y dieciséis dólares.

Resultaba verdaderamente lamentable -es, al menos, lo que debía pensar Ben Raddle-que la herencia del tío Josías no fuera una de esas parcelas del Bonanza. Ya sea que se tomara la decisión de explotarla o de venderla, el beneficio habría sido más considerable.

Es de suponer que, en tal caso, las ofertas de compra a los herederos habrían sido tan sustanciosas que Ben Raddle no hubiera emprendido el viaje a Klondike. Summy Skim estaría veraneando en su hacienda de Green Valley, en lugar de chapotear en las calles de esta capital en la que el barro quizás encierra partículas del precioso metal.

Es verdad que existía todavía la proposición del sindicato relativa al número 129 del Forty Miles Creek, a menos que por falta de respuesta hubiera caducado.

Después de todo, Ben Raddle había venido para ver, y vería. Aunque la 129 jamás hubiera producido pepitas de tres mil francos -y la más grande que se encontró en Klondike alcanzaba ese valor-, no debía estar agotada, ya que se habían hecho ofrecimientos de compra. Los sindicatos americanos o ingleses no tratan estos asuntos con los ojos cerrados. En todo caso, aunque tuvieran la peor de las suertes, los dos primos obtendrían por lo menos el dinero para costear el viaje.

Y luego, Ben Raddle lo sabía, ya se hablaba de nuevos descubrimientos en el río Hunker, un afluente del Klondike, cuya desembocadura está a veintitrés kilómetros de Dawson-City; se trata de una corriente de agua de siete leguas que pasa entre montañas de mil quinientos pies de altura, ricas en yacimientos en los que el oro era más puro que el del Eldorado. Se hablaba de un afluente del Gold Bottom, donde, según el informe de Ogilvie, existiría un filón de cuarzo aurífero que daba hasta mil dólares por tonelada.

Los periódicos también llamaban la atención sobre el Bear, un afluente del Klondike a sólo cuatro leguas de Dawson-City. Se dividía en sesenta lotes a lo largo de once kilómetros, y su explotación, durante la última campaña, habría producido beneficios soberbios. Cundía el rumor de que, dispuestos estos lotes de modo más regular que los del río Bonanza, se les trabajaba con mayor facilidad.

Sin duda, Ben Raddle pensaba que quizás habría que mirar hacia ese lado si no había nada que hacer con el lote 129.

En cuanto a Summy Skim, se repetía a veces:

“Todo esto es perfecto. Muy bien el Bonanza, el Eldorado, el Bear, el Hunker, el Gold Bottom. Pero a nosotros nos interesa el Forty Miles Creek, y del Forty Miles Creek no escucho decir nada, como si no existiera”.

Existía, sin embargo, y el mapa de Bill Stell lo señalaba exactamente como tributario del Yukon, río abajo de Dawson-City.

En verdad, hubiera sido una deplorable mala suerte que ese Forty Miles Creek no hubiera aportado su cuota al rendimiento aurífero del Klondike, el cual, según el informe de Mac Donald, no había producido menos de cien millones de francos durante la campaña realizada entre mayo y septiembre del año 1898.

¿Cómo Ben Raddle y el propio Summy Skim habrían podido dudar de la riqueza de ese distrito, que provocaba, a pesar de las fatigas del viaje, un éxodo cada vez más considerable de mineros de todo el mundo? Ese lugar había en tregado en 1896 siete millones quinientos mil francos en pepitas, y en 1897 doce millones quinientos mil

francos. El rendimiento de 1898 podía cifrarse en treinta millones… Para resumir: por numerosos’ que fueran los emigrantes, ¿no podrían repartirse los doscientos cincuenta millones de francos en los cuales Ogilvie evaluaba la riqueza de Klondike? Seguramente los millonarios serían los menos, una pequeña cantidad, pero en todo caso de las entrañas de ese suelo saldrían torrentes de oro…

Hay que destacar también que el territorio de Klondike no es el único en la región que está surcado por venas auríferas. Se sabía que existían otros, no solamente en la superficie del Dominion, sino del otro lado del Yukon, en la inmensa área de Alaska, en la que ciertas regiones no han sido todavía suficientemente exploradas. E incluso en la orilla derecha del gran río, en la parte canadiense, en la frontera meridional del Klondike, se menciona el río Indian, cuyos yacimientos van a hacer la competencia a los del distrito…

Los mineros ya están ocupados en la explotación de trescientas parcelas hasta la confluencia del Sulphor y del Dominion, esteros que forman ese río. Más de dos mil quinientos ya lavan platos de trescientos a cuatrocientos francos.

Y no son sólo los afluentes de la orilla derecha del Yukon los que acarrean láminas y pepitas de oro. Los prospectores se precipitan ahora hacia los afluentes de la orilla izquierda. Hay numeración de parcelas en el río Sixty Miles, el Geneenee, el Westfield, el Swadish, que poseen por lo menos seiscientos ochenta lotes, y, en fin, el Forty Miles Creek, pues existe, a pesar de lo que pueda pensar Summy Skim, y la parcela del tío Josías es la número 129, tal como el telegrama lo había indicado al señor Snubbin, el notario de Montreal.

Todavía más, en la parte del Klondike situada entre el río Indian y el Inley, otro afluente del Yukon, se encuentra una superficie todavía inexplorada donde los mineros no tardarán en descubrir nuevas riquezas.

Basta echar una mirada al mapa del Dominion para observar que las regiones auríferas, aparte de las de Klondike, ya han sido indicadas: así las vecinas al macizo del Chilkoot, que riegan el río Pelly antes de verter sus aguas en el Yukon, y la del monte Cassiar, al norte de Telegraph Creek y al sur del campo minero de Centreville.

Se ha podido comprobar asimismo que esas regiones son todavía más numerosas en el territorio de Alaska, y se puede estar seguro de que los americanos, los nuevos poseedores de ese país, no las dejarán improductivas: al sur del gran río se hallan las de Circle-City, Rampart-City, los montes Tanana, y al norte la de Fort Yukon, y más allá del círculo polar, toda una vasta comarca regada por el Nootok y el Colville, y que proyecta la punta Hope sobre el océano Ártico.

Mientras Ben Raddle hacía relumbrar estos futuros tesoros ante los ojos de Summy Skim, éste se contentaba con sonreír.

-Sí, decididamente es una región favorecida por los dioses ésta que atraviesa el Yukon.

Y nosotros poseemos sólo un pedacito… ¡y lo único que me interesa es deshacerme de una vez por todas de la herencia de nuestro tío Josías!

XI

En Dawson-City

-Una aglomeración de cabañas, de “isbas”, de tiendas, una especie de campamento levantado en una ciénaga, siempre amenazado por las crecidas del Yukon y del Klondike, calles tan irregulares como embarradas, baches a cada paso, en absoluto una ciudad, sino algo así como una gran perrera buena a lo sumo para que la habiten los miles de perros que se escucha ladrar día y noche: ¡eso es lo que usted cree que es Dawson-City, señor Skim! Pero la ciudad se ha transformado a ojos vistas, gracias a los incendios que despejan el terreno. Tiene sus iglesias católicas y protestantes, sus bancos y sus hoteles, va a tener su Mascott Théatre, tendrá pronto su gran ópera, en la que dos mil doscientos dawsonenses podrán disponer de una butaca, y etcétera, y usted no puede imaginar lo que se subentiende en este “y etcétera”.

Así hablaba el doctor Pilcox, un anglocanadiense de unos cuarenta años, gordo, vigoroso, activo, despabilado, de salud inquebrantable. Era de constitución resistente a cualquier enfermedad, y parecía gozar de increíbles inmunidades. Hacía un año había venido a instalarse en esta ciudad tan favorable para el ejercicio de su profesión, pues parece que las epidemias se dieron cita allí, sin hablar de la fiebre endémica del oro, contra la cual parecía que estaba no menos vacunado que el propio Summy Skim.

Además de médico, el doctor Pilcox era cirujano, boticario y dentista. Como se le sabía hábil y servicial, la clientela afluía a su bastante cómoda casa de Front Street, una de las calles principales de Dawson-City.

Hay que decir igualmente que el doctor Pilcox había sido nombrado médico jefe del hospicio donde esperaban la llegada de las dos hermanas de la Misericordia.

Bill Stell conocía desde hacía mucho tiempo al doctor Pilcox. Se había relacionado con él cuando servía en calidad de guía en el ejército canadiense. Lo había recomendado siempre a las familias de emigrantes que conducía de Skagway a Klondike. Nada más natural, pues, que se le viniera a la mente poner a Ben Raddle y a Summy Skim en contacto con un personaje tan estimado y cuyo celo alcanzaba los límites de la filantropía.

¿Dónde podrían haber encontrado a alguien que estuviera más al tanto de lo que pasaba en el país que ese doctor, confidente de tantas fortunas e infortunios? Si alguien era capaz de dar un buen consejo del mismo modo que un buen diagnóstico o un buen remedio, desde luego era este excelente hombre. En medio de la tremenda excitación que vivía la ciudad cada vez que llegaba la noticia de algún descubrimiento, el doctor había conservado siempre la sangre fría, fiel a su oficio, y nunca habría tenido la ambición de hacer prospección por su cuenta.

El médico estaba orgulloso de su ciudad y no lo ocultó en la primera visita que le hizo Summy Skim.

-Sí -repitió-, Dawson-City ya es digna de llevar el nombre de capital de Klondike que le ha otorgado el gobernador del Dominion.

-Pero me parece que la ciudad está apenas empezando a construirse, doctor -observó Summy Skim.

-Si todavía no está enteramente construida, lo estará dentro de poco. El número de habitantes crece día a día.

-Y actualmente tiene… -preguntó Summy Skim.

-Más de veinte mil, señor.

-Que no hacen más que pasar por la ciudad, tal vez.

-Perdóneme. Esta gente se ha establecido con sus familias y no piensa más que yo en abandonar la ciudad.

-Sin embargo -observó Summy Skim, que se divertía picando al doctor-, yo no veo en Dawson-City lo que caracteriza generalmente a una capital.

-¿Cómo? -exclamó el doctor Pilcox inflándose, lo que lo hacía parecer más gordo-.

Dawson-City es la residencia del Comisario General de los territorios del Yukon, el mayor James Walsh, y de toda una jerarquía de funcionarios que usted no encontrará en las metrópolis de Columbia y del Dominion.

-¿Cuáles, doctor?

-Un juez de la Corte Suprema, el señor Mac Guire, un comisario del oro, el señor Faucett, un comisario de las Tierras de la Corona, el señor Wade, un cónsul de los Estados Unidos de América, un agente consular de Francia…

-En efecto -respondió Summy Skim-, ésos son altos personajes de la administración…

Pero por lo que se refiere al comercio…

-Tenemos ya dos bancos -respondió el doctor-: el Canadian Bank of Commerce de Toronto, que dirige el señor Wills, y el Bank of British North America.

-¿E iglesias?

-Dawson-City posee tres, señor Skim: una iglesia católica servida por el padre jesuita Judge y por el oblato Desmarais, una iglesia de la religión reformada y una iglesia protestante inglesa.

-Perfecto, doctor, en lo que concierne a la salvación de los habitantes. Pero en cuanto a la seguridad pública…

-¿Y qué piensa usted, señor Skim, de un comandante en jefe de la policía montada, el capitán Stearns, canadiense de origen francés, y del capitán Harper, a la cabeza del servicio postal, ambos con sesenta hombres a sus órdenes?

-Yo digo, doctor -respondió Summy Skim-, que esta escuadra de policía no parece suficiente. La población de Dawson-City, como usted dice, aumenta cada día.

-Bueno, pues, se la aumentará según las necesidades. ¡El gobernador del Dominion hará todo lo necesario para garantizar la seguridad de los habitantes de la capital de Klondike!

Había que escuchar al buen doctor pronunciar esas palabras: ¡capital de Klondike!

-Después de todo -continuó Summy Skim-, parece muy posible que Dawson-City esté destinada a desaparecer cuando los yacimientos se agoten.

-¿Que se agoten? ¿Los yacimientos de Klondike? Pero si son inagotables, señor Skim.

Se descubren todos los días nuevos yacimientos a lo largo de los esteros. Cada día se explotan nuevas parcelas. No creo que haya en el mundo una ciudad que tenga más asegurada su existencia que la capital de Klondike.

Summy Skim no quiso proseguir una discusión que ya veía bien inútil. Que DawsonCity viviera dos o dos mil años, qué le importaba a él, que no iba a pasar allí más de quince días.

De todos modos, por inagotable que fuera ese suelo, como decía el doctor, terminaría por agotarse, y que la ciudad sobreviviera después de la extinción de su riqueza, cuando ya no tuviera razón de existir, en condiciones de habitabilidad tan detestables, en el límite del círculo polar, parecía inadmisible. Pero como el doctor le auguraba una vitalidad más grande que la de cualquiera otra ciudad del Dominion, Quebec, Ottawa o Montreal, para qué contradecirle. Lo importante para Ben Raddle y Summy Skim era que Dawson-City tenía un hotel.

En realidad había por lo menos tres: el hotel Yukon, el Klondike y el Northern, y fue en este último donde los dos primos obtuvieron habitación.

En realidad, por poco que los mineros continuaran afluyendo a Dawson-City, los propietarios de esos hoteles no dejarían de hacer fortuna. Una habitación costaba siete dólares diarios; la comida, tres dólares cada una; el servicio, un dólar. El corte de barba cuesta un dólar, y el de pelo, un dólar y medio.

-Felizmente -observó Summy Skim-, no tenemos la costumbre de afeitarnos. En cuanto al pelo, esperaremos estar de regreso en Montreal para cortárnoslo.

Se comprenderá por las cifras citadas que todo tiene un precio exorbitante en la capital de Klondike. Quien no se enriquece allí por un golpe de suerte está casi seguro de arruinarse a corto plazo.

Por esa época, Dawson-City se extendía al borde de la orilla derecha del Yukon y tenía una longitud de dos kilómetros. De dicha orilla a la colina más cercana había una distancia de mil doscientos metros. Su superficie era de ochenta y ocho hectáreas. Dos barrios la dividían, separados por el Klondike, que desemboca allí en el gran río. Tenía siete avenidas y cinco calles que se cortaban en ángulo recto. La más próxima al río era Front Street. Las calles tenían aceras de madera y, cuando no se veían surcadas por el paso de los trineos durante los meses de invierno, enormes coches, pesados carruajes circulaban por ellas con gran estrépito, en medio de la multitud de perros.

Alrededor de Dawson-City había unas cuantas huertas en las que crecían nabos, berzas, rábanos, lechugas y otras verduras, pero no bastaban para las necesidades de la población. Había que contar con las legumbres que venían del Dominion, de la Columbia o de los Estados Unidos. En cuanto a la carne en conserva, la carne de carnicería y la caza, los barcos frigoríficos la traían después del deshielo, remontando el Yukon desde SaintMichel. Ya la primera semana de junio aparecían los barcos río abajo. El muelle resonaba con el silbido de las sirenas.

Es innecesario decir que, el mismo día de su llegada a Dawson-City, las dos religiosas fueron acompañadas al hospital que dependía de la Iglesia Católica. La superiora las recibió con ansiedad y no escatimó palabras de agradecimiento para Summy Skim, Ben Raddle y el scout por su ayuda y por las atenciones que habían tenido con la hermana Marta y la hermana Magdalena.

La acogida del doctor Pilcox no fue menos emotiva, y, en realidad, su presencia era bien necesaria, pues el personal del hospital no daba abasto.

En efecto, como consecuencia del riguroso invierno las salas estaban atestadas, y es difícil imaginar a qué estado la fatiga, el frío y la miseria habían reducido a esas pobres gentes venidas de tan lejos. Había en ese momento en Dawson-City epidemias de escorbuto, de diarrea, de meningitis, de fiebre tifoidea. La estadística de los decesos se elevaba cada día, y las calles abrían sin cesar el paso a los coches fúnebres tirados por perros. A estos desdichados les esperaba en el cementerio una pobre tumba cavada en las entrañas de ese suelo lleno de oro.

Y sin embargo, a pesar de este lamentable espectáculo, los dawsonienses, o por lo menos los mineros de paso, se abandonaban incesantemente a los placeres excesivos. Se juntaban en los casinos, en las salas de juego, los que iban por primera vez a los yacimientos y los que regresaban para rehacer sus ganancias devoradas en algunos meses.

Viendo esta turba amontonarse en los restaurantes y bares, resultaba difícil imaginar que una epidemia diezmaba la ciudad, y que, cerca de algunos vividores, jugadores, aventureros de constitución sólida, hubiera tantos miserables que no tenían fuego ni albergue, familias enteras, hombres, mujeres, niños, que la enfermedad detenía en el umbral de la ciudad, impedidos de ir más lejos.

Se veía a todo este mundo ávido de placeres violentos y de continuas emociones frecuentar los Folies Bergére, los Monte-Carlo, los Dominion, los Eldorado, no se sabría decir si por la tarde o por la mañana, ya que en esa época del año, próxima al solsticio, ya no había mañana ni tarde. Allí funcionaban el póquer, el monte, la ruleta. Se jugaba sobre el tapete verde, ya no guineas o piastras, sino pepitas, polvo de oro, en medio de gritos, de provocaciones, de agresiones y a veces también de detonaciones de revólver. En fin, escenas abominables que la policía era incapaz de reprimir y en las cuales individuos de la ralea de Hunter y de Malone desempeñaban los primeros papeles.

Luego, los restaurantes están abiertos toda la noche. Se come allí a cualquier hora. Se sirven pollos a veinte dólares la pieza, piñas a diez dólares, huevos garantizados a quince dólares la docena. Se bebe vino a veinte dólares la botella, whisky que ha costado (…) y se fuman cigarros a tres francos cincuenta. Tres o cuatro veces por semana, los prospectores vuelven de las parcelas vecinas y arriesgan en esas casas de juego todo lo que han ganado en los barriales del Bonanza y de sus afluentes.

Era un espectáculo triste, deprimente, en que se mostraban los más deplorables vicios de la naturaleza humana. Lo poco que le fue posible observar a Summy Skim desde su llegada a Dawson-City no pudo más que acrecentar en él su repugnancia por el mundo de los aventureros.

Pero no es probable que tuviera la ocasión de estudiarlo más a fondo. Contaba siempre con que su estancia en Klondike sería de corta duración; Ben Raddle no era hombre que

perdiera el tiempo.

-Ante todo, nuestro asunto -dijo-, vamos en primer lugar a conocer la parcela 129 del Forty Miles Creek.

-Cuando quieras -respondió Summy Skim. -¿El Forty Miles Creek está lejos de Dawson

City? -preguntó Ben Raddle a Bill Stell.

-Nunca he ido -respondió el scout-. Pero, según el mapa, ese estero desemboca en el Yukon en Fort Reliance, al noroeste de Dawson-City.

-Entonces, de acuerdo con el número que lleva -observó Summy Skim-, no creo que la parcela del tío Josías esté lejos.

-No puede estar a más de treinta leguas -respondió el scout-, ya que a esa distancia está la frontera entre Alaska y el Dominion, y el número 129 está en territorio canadiense.

-Partiremos mañana -declaró Ben Raddle.

-Entendido -respondió su primo-, pero antes de fijar el valor del 129, ¿no convendría saber si el sindicato que nos ha hecho la oferta la mantiene? -dijo Summy Skim.

-Dentro de una hora tendremos eso claro -respondió Ben Raddle.

-Les voy a indicar las oficinas del capitán Healy, de la Anglo American Transportation and Trading Company -dijo Bill Stell-. Están en Front Street.

Los dos primos dejaron el hotel Northem después del mediodía y se dirigieron, guiados por el scout, a la casa ocupada por el sindicato de Chicago.

El barrio estaba atestado de gente. El barco del Yukon acababa de desembarcar una cantidad de emigrantes, y éstos, mientras esperaban la hora de dispersarse en los diversos afluentes del río, unos para ir a explotar los yacimientos que les pertenecían, otros para alquilar sus brazos a buen precio, hormigueaban por la ciudad.

Front Street estaba más abarrotada que ninguna otra calle, ya que las principales agencias estaban allí. La turba humana se mezclaba con la turba canina. A cada paso se topaba uno con esos animales, apenas domesticados y cuyos aullidos perforaban los oídos.

-Pero, ¡ésta es una ciudad de perros! -repetía Summy Skim-; ¡su primer magistrado debe ser un dogo!

No sin soportar choques, empujones e insultos, Ben Raddle y Summy Skim lograron subir por Front Street hasta la oficina del sindicato. El scout los dejó en la puerta, y quedaron de reencontrarse en el hotel.

Fueron recibidos por el subdirector, el señor William Broll, al cual le explicaron el objeto de su visita.

-Muy bien -respondió el señor Broll-. ¿Ustedes son los señores Raddle y Skim de Montreal? Encantado de conocerlos.

-No menos encantados -respondió Summy Skim.

-¿Los herederos de Josías Lacoste, propietario de la parcela 129 del Forty Miles

Creek?

-Precisamente -declaró Ben Raddle.

-Y desde que partimos para este interminable viaje -preguntó Summy Skim-, ¿se puede pensar que esa parcela no ha desaparecido?

-No, señores -respondió el señor William Broll-, tengan la seguridad de que la parcela está en el lugar que le asignó el catastro, en el límite de los dos Estados, que aún no está exactamente determinado.

¿Qué significaba esta frase inesperada? ¿Qué relación podía tener la línea fronteriza que separaba Alaska del Dominion con la parcela 129? El señor Josías Lacoste era el legítimo propietario y su propiedad había pasado legítimamente a sus herederos naturales, al margen de cualquier problema fronterizo…

-Señor -dijo Ben Raddle-, a nosotros nos avisaron en Montreal que el sindicato del cual el capitán Healy es el director proponía adquirir la parcela 129 del Forty Miles Creek.

-En efecto, señor Raddle.

-Bueno, pues, nosotros hemos venido, mi coheredero y yo, con el fin de conocer el valor de esa parcela, y queremos saber si el ofrecimiento del sindicato se mantiene.

-Sí y no -respondió el señor William Broll.

-¿Sí y no? -exclamó Summy Skim.

-Le rogaría que nos explicara, señor -dijo Ben Raddle-, por qué ese sí y ese no.

-Es muy sencillo, señores -respondió el subdirector-. Es sí, en el caso de que el emplazamiento se establezca de una manera, y es no, si se establece de otra.

Decididamente, esto merecía una explicación. Sin esperar, Summy Skim exclamó:

-De cualquier forma, el señor Josías Lacoste era propietario de esa parcela. Ahora lo somos nosotros, puesto que somos sus herederos…

En apoyo de esta declaración, Ben Raddle sacó de su portadocumentos los títulos que comprobaban sus derechos de propiedad.

-Señores -respondió el subdirector-, estos títulos de propiedad están en regla, no tengo la menor duda, pero, se lo repito, el problema no es ése. Nuestro sindicato les ha hecho llegar proposiciones relativas a la compra de la parcela del señor Josías Lacoste y, a la pregunta que usted me hace sobre el mantenimiento de esas proposiciones, yo no puedo responderle de otro modo que…

-Es decir que no hay respuesta -replicó Summy Skim, que empezaba a irritarse, sobre todo observando la actitud un tanto burlona del señor Broll, que no era como para agradarle.

-Señor subdirector -dijo Ben Raddle-, su telegrama en que ofrecía comprar la parcela del señor Josías Lacoste llegó el 22 de marzo a Montreal. Estamos a 7 de junio. Han pasado dos meses. Yo le pregunto, ¿qué es lo que pasó en este intervalo para que usted no pueda darnos ahora una respuesta formal?

-Usted habla de esa parcela como si su emplazamiento no estuviera exactamente determinado -añadió Summy Skim-. Yo pienso que está donde siempre ha estado.

-Ciertamente, señores -respondió el señor Broll-, pero ocupa en el Forty Miles Creek un punto en la frontera entre el Dominion, que es británico, y Alaska, que es americana.

-Está del lado canadiense -replicó vivamente Ben Raddle.

-Sí, si el límite de los dos Estados está bien determinado -declaró el subdirector-, pero no si no lo está. Como el sindicato, que es canadiense, sólo puede explotar yacimientos canadienses, yo no puedo darles una respuesta afirmativa.

-¿De modo que actualmente está en discusión la frontera entre los Estados Unidos y Gran Bretaña?

-Exactamente, señores -dijo el señor Broll.

-Yo creía -dijo Ben Raddle- que se había elegido el meridiano ciento cuarenta y uno como línea de separación.

-Se lo escogió, efectivamente, señores, y con razón; y desde 1867, época en que Rusia cedió Alaska a los Estados Unidos de América, siempre se estuvo de acuerdo en que ese meridiano formaría la frontera.

-Y bien -replicó Summy Skim-, pienso que los meridianos no cambian de lugar, ni siquiera en el Nuevo Mundo, y ese meridiano ciento cuarenta y uno no se ha movido ni al este ni al oeste.

-No, pero parece que no está donde debería estar -replicó el señor William Broll-, pues desde hace dos meses se han lanzado serias impugnaciones a la localización de ese meridiano, y es posible que se le traslade un poco más al oeste.

-¿Cuántas leguas?

-No, algunas centenas de metros solamente -declaró el subdirector.

-Y por tan poco se discute… exclamó Summy Skim.

-Y con razón, señor -replicó el subdirector-: lo que es americano debe ser americano, y lo que es canadiense debe seguir siendo canadiense.

-¿Y cuál de los dos Estados es el que reclama? -preguntó Ben Raddle.

-América -respondió el señor Broll-, y reivindica una faja de terreno hacia el este que el Dominion reivindica por su parte hacia el oeste.

-¿Y qué es lo que tenemos que ver nosotros con esas discusiones? -exclamó Summy Skim.

-Tienen que ver -respondió el subdirector-, porque, si América gana este pleito, una parte de las parcelas del Forty Miles Creek pasará a ser americana.

-¿Y la parcela 129 estará entre ellas?

-Tal como usted dice -respondió el señor Broll-, y en esas condiciones el sindicato retiraría sus ofertas de adquisición.

Esta vez la respuesta era formal.

-Pero -preguntó Ben Raddle-, ¿se han comenzado por lo menos los trabajos relativos a esta rectificación de frontera?

-Sí, señores, y la triangularización se efectúa con una precisión notable.

En suma, no se trataba más que de una faja bastante estrecha de terreno situada a lo largo del meridiano ciento cuarenta y uno, y si los reclamos se hacían con tanta insistencia por parte de los dos Estados, era porque el terreno en cuestión era aurífero. Y ¡vaya uno a saber si a través de esta larga faja que va desde el monte Elie al sur y del océano Ártico al norte no corría una rica vena de la que la República federal sabría sacar tanto provecho como el Dominion!…

-En fin, para concluir, señor Broll -preguntó Ben Raddle-, si la parcela 129 permanece al este de la frontera, ¿el sindicato mantendrá su oferta?

-Exactamente.

-Y si, por el contrario, queda al oeste, ¿debemos renunciar a tratar con el sindicato? -

Exactamente.

-Está bien -declaró Summy Skim-, nos dirigiremos a otros, y si desplazan nuestra parcela a tierra americana, la cambiaremos por dólares.

Así finalizó la entrevista, y los dos primos volvieron al hotel Northem. Allí los esperaba el explorador Stell, a quien le contaron lo ocurrido.

-En todo caso -les aconsejó-, harían bien en ir a Forty Miles Creek lo más pronto posible.

-Es nuestra intención -dijo Ben Raddle-. Partiremos mañana.

-Parece que ya comenzaron los trabajos de rectificación de la frontera -agregó Summy Skim riendo-. Tengo curiosidad por ver cómo terminan. No ha de ser fácil trasladar un meridiano.

-Sí, usted lo verá -dijo Bill Stell-, pero verá también que la parcela 127, vecina de la 129, pertenece a un propietario particular con el que tendrán que tener cuidado.

-Sí, ese texano Hunter -dijo Summy Skim.

-Su compañero Malone y él -continuó el scoutexplotan esa parcela de la que son dueños, pero como no tienen interés en venderla, poco les importa que esté situada en el territorio de Alaska o del Dominion.

-Espero -añadió Ben Raddle- no tener ningún contacto con esos groseros personajes.

-Será lo mejor -afirmó el scout.

-¿Y usted, Bill, qué va a hacer? –preguntó Summy Skim.

-Voy a partir a Skagway para traer otra caravana a Dawson-City.

-¿Y estará ausente…? -Unos dos meses.

-Contamos con usted para el regreso. -Entendido, señores, pero, por su parte, no

pierdan tiempo si quieren dejar Klondike antes del invierno.

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