No podía dudarse de que una importante parte de la colonia de Argel había sido tragada repentinamente por las aguas; pero más que una simple desaparición de tierras en el fondo del mar, parecía que las entrañas del globo, entreabiertas para aniquilarla, se habían cerrado después sobre todo un territorio. Efectivamente, el terreno peñascoso de la provincia habíase abismado sin dejar vestigio alguno, y un suelo nuevo, formado por una sustancia desconocida, había reemplazado el fondo de arena sobre el que reposaba el mar.
Los exploradores de la Dobryna continuaban ignorando la causa que había producido aquel espantoso cataclismo, y sólo trataban de averiguar la extensión de aquellos desastres.
Después de discutir seria y largamente, se convino en que la goleta continuaría su marcha hacia el Este, siguiendo la línea trazada en otro tiempo por el continente africano sobre aquel mar cuyos límites eran a la sazón desconocido. Se navegaba sin grandes dificultades, y era necesario aprovechar las ventajas que ofrecían entonces el tiempo favorable y el viento propicio.
Pero en todo aquel trayecto de la costa, que se extendía entre el cabo Metifú y la frontera de Túnez, no se encontró vestigio alguno: ni de la ciudad marítima de Dellys, edificada en anfiteatro, ni ninguna apariencia en el horizonte de aquella cadena del Jurjura cuyo punto culminante elevábase a 2.300 metros de altura, ni la ciudad de Bugía, ni las pendientes abruptas del Guraya, ni el monte Adrar, ni Didyela, ni las montañas de la Pequeña Kabilia, ni el Tritón de los antiguos, conjunto de siete cabos cuya cima más alta medía 1.100 metros, ni Collo, el antiguo puerto de Constantina, ni Stora, el puerto moderno de Philippeville, ni Bona, situada a orillas de su golfo de cuarenta kilómetros de abertura; no se veía nada, ni del cabo de Garda, ni del cabo Rosa, ni de los montañosos cerros de Edugh, ni de las dunas arenosas del litoral, ni de Mafrag, ni de Calle, famosa por la importancia de su industria de corales; y cuando la sonda fue lanzada por centésima vez al fondo no halló ni siquiera una muestra de los admirables zoófitos de las aguas mediterráneas.
El conde Timascheff en vista de este resultado, decidió seguir la latitud que cortaba en otro tiempo la costa tunecina hasta el cabo Blanco; es decir, hasta la punta más septentrional de África, en cuyo paraje el mar, muy estrechado entre el continente africano
y Sicilia, debía ofrecer alguna particularidad que conviniese observar.
La Dobryna siguió, pues, la dirección del paralelo 37, y el 7 de febrero atravesaba el 7º
de longitud.
La razón que había inducido al conde Timascheff, de acuerdo con el capitán Servadac y el teniente Procopio, a continuar la exploración hacia el Este era la siguiente: En aquella época, a pesar de haberse renunciado a la empresa durante algún tiempo, se hallaba ya creado un nuevo mar del Sahara, merced a la influencia francesa. Aquella gran obra, simple restauración de la vasta cuenca del Tritón en la que fue lanzado al agua el barco de los argonautas, había cambiado ventajosamente las condiciones climatológicas del país y monopolizado en beneficio de Francia todo el comercio entre Sudán y Europa.
Importaba, por lo tanto, observar qué influencia había tenido la resurrección de aquel antiguo mar en el nuevo orden de cosas.
En el grado 34 de latitud, a la altura del golfo de Gabes, un ancho canal daba entonces paso a las aguas del Mediterráneo que se abrían en la vasta depresión del suelo ocupado por las poblaciones de Kebir, Gharsa y otras. El istmo, de veintiséis kilómetros al Norte de Gabes, que existía en el sitio mismo en que la bahía de Tritón se unía en otra época al mar, había sido cortado, y las aguas habían entrado en el antiguo lecho, de donde por falta de alimento permanente habíanse escapado por evaporación en otro tiempo, bajo la acción del sol de Libia.
Ahora bien: ¿no habría sido este paraje en que se había practicado la sección donde se habría producido la fractura que había ocasionado la desaparición de una parte notable de África? La Dobryna, después de bajar hasta más allá de los 34° de latitud, ¿no encontraría la costa de Trípoli, que en tal caso habría impedido que se extendieran los desastres?
–Si cuando lleguemos allí –dijo el teniente Procopio–, vemos todavía el mar extenderse hasta lo infinito hacia el Sur, no nos quedará otro recurso que ir a preguntar a las playas europeas la solución de un problema cuya resolución no podemos hallar en estos parajes.
La Dobryna, sin escasear combustible, continuó, pues, a todo vapor su marcha hacia el cabo Blanco, sin encontrar el cabo Negro ni el cabo Serrat. Al llegar a la altura de Biserta, preciosa ciudad completamente oriental, no halló el lago que se extendía más allá de su gola, ni los marabús sombreados por palmeras magníficas. La sonda arrojada en el sitio que ocupaban aquellas aguas transparentes sólo encontró el mismo llano árido que servía de asiento a las olas mediterráneas.
El cabo Blanco, o por mejor decir, el sitio en que estaba aquel cabo cinco semanas antes, fue doblado por la Dobryna el 7 de febrero. La goleta surcó con su quilla aguas que hubieran debido ser las de la bahía de Túnez; pero de aquel admirable golfo no quedaba ya el más insignificante vestigio, como tampoco de la ciudad, construida en forma de anfiteatro, ni del fuerte del Arsenal, ni de los dos puentes de BuKurnein. El cabo Bon, promontorio que formaba la punta más avanzada del África hacia Sicilia, habíase sumergido lo mismo que el continente, hundiéndose con él en las entrañas del globo.
Antes de los acontecimientos extraños que acababan de ocurrir, el fondo del Mediterráneo subía en aquellos parajes por una especie de pendiente áspera, dibujándose
en forma de loma. La armazón terrestre se levantaba a modo de espina dorsal, cerrando el estrecho de Liba, sobre el que no quedaban más que unos diecisiete metros de agua. Por el contrario, de cada lado de loma la profundidad era de 170 metros. Según todas las probabilidades, en las épocas de formación geológica el cabo Bon había estado unido al cabo Furina, en el extremo de Sicilia, como sin duda alguna lo habían estado Ceuta y Gibraltar.
El teniente Procopio, experto marino que conocía perfectamente en todos sus pormenores el Mediterráneo, no podía ignorar esta particularidad, y aquélla era la ocasión de ver si se había modificado el fondo del mar entre África y Sicilia, o si la loma submarina del estrecho líbico existía todavía.
El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente presenciaban la operación de sondeo.
A la voz de mando, el marinero situado en la mesa de guarnición de mesana, arrojó al agua la sonda.
–¿Cuántas brazas? –preguntó el teniente Procopio.
–Cinco –respondió el marinero.
–¿Y el fondo?
–Llano.
Se trataba entonces de reconocer la importancia de la depresión de cada lado de la cresta submarina. La Dobryna dirigióse sucesivamente a media milla a la derecha y a media milla a la izquierda, y se sondaron estos dos fondos.
¡Cinco brazas en todas partes: fondo siempre llano; costa inmutable! La cresta submarina entre el cabo Bon y el cabo Furina había desaparecido. Era evidente que el cataclismo había nivelado el fondo del Mediterráneo, formado ahora por un polvo metálico y de composición desconocida, según demostraban los sondeos. No existían aquellas esponjas, aquellas actinias, aquellas comatulas, ni aquellos cidipos hialinos, hidrofitos o conchas de que estaban tapizadas en otros tiempos las rocas submarinas.
La Dobryna, virando de babor, puso proa al Sur y prosiguió su viaje de exploración.
Entre las particularidades de aquella navegación es preciso consignar la de que el mar estaba siempre desierto. No se veía en su superficie un solo buque al que la tripulación de la goleta hubiera podido dirigirse para pedir noticias de Europa.
La Dobryna era, según todas las apariencias, el único barco que recorría aquellas aguas abandonadas; y todos los tripulantes, sintiendo el aislamiento en torno suyo, preguntábanse si sería la goleta el único punto habitado del globo terrestre, nueva arca de Noé que encerrara los únicos supervivientes de la catástrofe, los únicos seres animados de la Tierra.
El 9 de febrero la Dobryna navegaba precisamente sobre la ciudad de Dido, la antigua Birsa, más destruida entonces que la Cartago púnica lo fue por Escipión Emiliano, y la Cartago romana lo fue más tarde por Hasan el Gazanida.
Aquella tarde, cuando el Sol desaparecía bajo el horizonte del Este, el capitán Servadac
estaba apoyado en el coronamiento de la goleta, absorto en profundas reflexiones. Su mirada vagaba desde el cielo, en el que, al través de fugitivos vapores, parpadeaban algunas estrellas, hasta el mar, cuyas largas olas iban apaciguándose al mismo tiempo que la brisa.
De pronto, mientras contemplaba el horizonte meridional, por la popa de la goleta, sus ojos sintieron una especie de impresión luminosa, que le hizo suponer que era víctima de una ilusión de óptica, y miró con más atención.
Entonces vio realmente una luz lejana, y un marinero, a quien consultó, la vio también distintamente.
Inmediatamente se notificó este acontecimiento al conde Timascheff y al teniente Procopio.
–¿Será tierra? –preguntó el capitán Servadac.
–¿Será un buque con sus fuegos de posición? –dijo el conde Timascheff.
–Antes de una hora lo sabremos –contestó el capitán Servadac.
–Capitán, no lo sabremos hasta mañana –rectificó el teniente Procopio.
–¿No vas a poner la proa hacia esa luz? –le preguntó el conde Timascheff, muy sorprendido.
–No, señor; nos quedaremos al pairo y esperaremos que amanezca, porque temo aventurarme durante la noche en parajes desconocidos.
El conde aprobó la prudencia del teniente Procopio, y la Dobryna, orientando sus velas de modo que avanzase poco a poco, dejó pasar la noche.
Aunque una noche de seis horas no es larga, para los impacientes exploradores tuvo la duración de un siglo.
El capitán Servadac, que no había dejado el puente, temía a cada instante que la débil luz se extinguiera, pero sus temores no se confirmaron, porque la luz siguió brillando en la oscuridad, como brilla un fuego de segundo orden en el extremo límite del horizonte.
–¡Está siempre en el mismo sitio –observó el teniente Procopio–, de donde puede deducirse con gran probabilidad de acierto que es tierra lo que tenemos a la vista y no un buque!
Al salir el sol todos los anteojos de a bordo estaban enfocados al punto que había parecido luminoso durante la noche. Los primeros albores del día extinguieron la luz; pero en su lugar apareció a seis millas de la Dobryna una especie de roca de forma singular, que parecía un islote abandonado en medio de aquel mar desierto.
–Es una roca –dijo el conde Timascheff–, o, por mejor decir, es la cima de alguna montaña sumergida.
De todos modos, el reconocimiento de aquella roca, cualquiera que fuese, tenía suma importancia, porque formaba un arrecife peligroso del que debían desconfiar los buques en lo sucesivo. Se puso, pues, proa hacia el islote, y tres cuartos de hora después la Dobryna se encontraba a dos cables de distancia de él.
El islote era una especie de colina árida, desnuda, abrupta, que sólo sobresalía del mar unos cuarenta pies. Ninguna avanzada de peñas defendía sus inmediaciones, lo que inducía suponer que se había hundido poco a poco por la influencia del inexplicable fenómeno, hasta encontrar un nuevo punto de apoyo que la sostenía definitivamente a aquella altura sobre las olas.
–¡ En este islote hay una habitación! –exclamó el capitán Servadac, que con el anteojo siempre ante su vista no cesaba de registrar las enormes anfractuosidades del peñasco–.
Quizás algún superviviente.
Al oír esta hipótesis de Servadac, se apresuró el teniente Procopio a hacer un gesto negativo. El islote parecía estar absolutamente desierto, y, en efecto, el cañonazo que disparó la goleta no tuvo la virtud de hacer que se presentara ningún habitante de la costa.
Sin embargo, en la parte superior del islote había una especie de edificio de piedra, que tenía en su conjunto cierta semejanza con un marabut árabe.
Inmediatamente se arrojó al agua el bote de la Dobryna, en el que se apresuraron a embarcar el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio, con cuatro marineros que remaron vigorosamente.
Los exploradores no tardaron en tomar tierra y, sin perder un momento, subieron la cuesta empinada del islote que conducía al marabut.
Allí los detuvo un muro de circunvalación, incrustado de restos antiguos, como vasos, columnas y estatuas, dispuestos desordenadamente y sin tener en cuenta las exigencias del arte.
El conde Timascheff y sus dos compañeros, después de dar la vuelta al recinto, llegaron a una estrecha puerta que encontraron abierta y se apresuraron a entrar.
Una segunda puerta, abierta también, les dio acceso al interior del marabut. Sus paredes estaban esculpidas según la usanza árabe; pero aquellos adornos no tenían valor alguno.
En el centro de la única sala del marabut había un sepulcro de gran sencillez y sobre él una enorme lámpara de plata, que contenía todavía varios litros de aceite, en el que estaba sumergida una larga mecha encendida.
La luz de esta lámpara era sin duda la que durante la noche había visto el capitán Servadac.
El marabut estaba deshabitado. El guarda si había habido alguno, lo había abandonado en el momento de la catástrofe; pero en él habían buscado refugio algunos cormoranes que, cuando los exploradores penetraron, remontaron el vuelo y se dirigieron Hacia el Sur.
En un ángulo del sepulcro había un antiguo libro de oraciones, escrito en lengua francesa. Estaba abierto en el ritual especial del aniversario del 25 de agosto.
El capitán Servadac comprendió enseguida de lo que se trataba. El punto del Mediterráneo que ocupaba el islote, el sepulcro, a la sazón aislado en medio del mar, la página en que el lector del libro se había detenido, todo le reveló el lugar en que se encontraba con sus compañeros.
–¡El sepulcro de San Luis, señores! –dijo.
Y allí era, efectivamente, donde el rey de Francia había ido a morir, y donde durante seis siglos manos francesas rodearon su tumba de un culto piadoso.
El capitán Servadac se inclinó ante el sepulcro venerado y sus dos compañeros le imitaron respetuosamente. Aquella lámpara, que ardía sobre la tumba de un santo, era quizás el único faro que iluminaba ya las olas del Mediterráneo; pero este faro iba pronto a extinguirse.
Los tres exploradores salieron del marabut, dejando la roca desierta. El bote los llevó nuevamente a bordo, y la Dobryna, reanudando la marcha hacia el Sur, no tardó en perder de vista el sepulcro del rey Luis IX, único punto de la provincia de Túnez que se había salvado de la inexplicable catástrofe.