FORMENTERA! –exclamaron casi al unísono el conde Timascheff y el capitán Servadac.
Era el nombre de una isla del grupo de las Baleares situado en el Mediterráneo. Esto indicaba con claridad y exactitud el punto que ocupaba entonces el autor de los documentos. ¿Pero qué hacía allí aquel francés? Si estaba, ¿vivía todavía?
No podía dudarse que era Formentera de donde había lanzado las noticias indicando las posiciones del fragmento del globo terrestre a que llamaba Galia.
De todos modos, el documento llevado por la paloma demostraba que el día 1.° de abril, o, lo que es lo mismo, quince días antes, estaba todavía en su puesto; pero aquel despacho se diferenciaba de los documentos anteriores que en el último no había el menor indicio de satisfacción. Ya no decía va bene, ni all right, ni nihil desperandum. Además, el despacho, únicamente redactado en francés, contenía un llamamiento supremo, una petición de socorro, puesto que anunciaba que iban a faltar los víveres.
El capitán Servadac hizo en pocas palabras estas observaciones y después agregó:
–Amigos míos, debemos ir en seguida a socorrer a ese desgraciado.
–O a esos desgraciados –añadió el conde Timascheff–. Capitán, estoy dispuesto a ir con usted.
–Es evidente –dijo entonces el teniente Procopio– que la Dobryna ha pasado cerca de Formentera cuando exploramos el sitio de las antiguas Baleares, y, por consiguiente, si no hemos visto tierra alguna es porque, en Formentera como Gibraltar, lo mismo que en Ceuta, sólo queda un pequeño islote de todo aquel archipiélago.
–Por pequeño que sea ese islote, lo encontraremos –respondió el capitán Servadac–.
Teniente Procopio, ¿que distancia hay de aquí a Formentera?
–Ciento veinte leguas aproximadamente, capitán; y ahora tengo que preguntar a usted cómo piensa hacer este viaje.
–Me veré precisado a ir a pie –respondió Héctor Servadac–, puesto que el mar no está libre. Iremos patinando; ¿no es verdad, conde Timascheff?
–Marcharemos, capitán –dijo el conde ruso, que jamás era indiferente ni irresoluto para las obras de caridad.
–Señor –se apresuró a decir el teniente Procopio–; quisiera hacerle una observación, no para que dejara de cumplir un deber, sino por lo contrario, para que pueda cumplirlo con más seguridad.
–Habla, Procopio.
–El capitán Servadac y usted van a emprender la marcha; pero el frío es excesivo, el termómetro señala 22 grados bajo cero y reina un fuerte viento del Sur que hace insostenible esta temperatura. Admitiendo que puedan andar veinte leguas durante el día, necesitarán seis días para llegar a Formentera. Además, hay que llevar víveres, no sólo para ustedes dos, sino también para aquel o aquellos a quienes van a socorrer.
–Llevaremos el saco a la espalda como los soldados –respondió el capitán Servadac que no quería ver lo imposible, sino sólo lo difícil de semejante viaje.
–Está bien –respondió con frialdad el teniente Procopio–; pero necesitarán ustedes descansar con frecuencia durante el camino; y, como el campo de hielo está unido y compacto, no tendrán el recurso de abrir una gruta a semejanza de los esquimales.
–Correremos día y noche, teniente Procopio –respondió Héctor Servadac–, y en vez de seis días, llegaremos en tres o quizás en dos a Formentera.
–Es posible; admito que puedan ustedes llegar en dos días, lo que es sumamente difícil; pero, ¿que harán ustedes de los que se encuentren en el islote medio muertos de frío y de hambre? Si los traen consigo, sólo traerán cadáveres a Tierra Caliente.
Las palabras del teniente Procopio impresionaron profundamente a los oyentes. La imposibilidad de un viaje emprendido en semejantes condiciones, mostróse clara a los ojos de todos. Evidentemente, el capitán Servadac y el conde Timascheff, sin abrigo en aquel inmenso campo de hielo, podían caer para siempre si se levantaba algún viento impetuoso que los envolviera en torbellinos de nieve.
Héctor Servadac, arrastrado por un vivo sentimiento de generosidad y por el deseo de cumplir un deber, quería rechazar la evidencia y se obstinaba contra la fría razón del teniente Procopio. Además, su fiel Ben-Zuf no dejaba de sostenerle, declarándose dispuesto a que le firmaran su pasaporte con el de su capitán si el conde Timascheff vacilaba en emprender la marcha.
–¿Qué dice usted conde? –preguntó Servadac.
–Haré lo que usted haga, capitán.
–No podemos abandonar a nuestros semejantes sin víveres y, posiblemente, también sin abrigo.
–No podemos –asintió el conde Timascheff.
Luego dirigiéndose a Procopio, le dijo:
–Si no hay otro medio de llegar a Formentera que el que tú rechazas, lo emplearemos a pesar de todo, confiando en la ayuda de Dios.
El teniente, absorto en su pensamiento, guardó silencio.
–¡Ah, si tuviéramos siquiera un trineo! –exclamó Ben-Zuf.
–Un trineo no es difícil de construir –dijo el conde Timascheff–; ¿pero dónde hay perros o renos que tiren de él?
–Tenemos dos caballos que podremos herrar para que anden sobre el hielo –dijo Ben-Zuf.
–No podrían soportar esta temperatura excesiva y sucumbirían en mitad del camino –
respondió el conde.
–No importa –dijo el capitán Servadac–; no hay que vacilar; construyamos el trineo.
–Ya está construido –dijo el teniente Procopio.
–En ese caso, enganchemos…
–No, capitán. Tenemos un motor más seguro y más rápido que los caballos, que no podrían soportar las fatigas del viaje.
–¿Y es? –preguntó el conde Timascheff.
–El viento –respondió el teniente Procopio.
El viento era efectivamente un gran motor que los americanos utilizan para los trineos de vela. Estos trineos rivalizan actualmente con los trenes expresos de los ferrocarriles en las vastas praderas de la Unión, habiéndose obtenido una celeridad de cincuenta metros por segundo, o, lo que es lo mismo, de ciento ochenta kilómetros por hora. Ahora bien, el viento, a la sazón, soplaba del Sur con gran fuerza y podía imprimir a esta clase de vehículos una celeridad de doce a quince leguas por hora. Podríase, por consiguiente, entre las dos salidas del sol sobre el horizonte de Galia, llegar a las Baleares o al islote del archipiélago respetado por el inmenso desastre.
El motor estaba en disposición de funcionar; pero Procopio había agregado que también el trineo lo estaba. Efectivamente, el yu-yu de la Dobryna, de unos doce pies de largo y que podía contener de cinco a seis personas, era un verdadero trineo. Bastaba añadirle dos zapatas de hierro, que sosteniendo sus costados formaran dos patines sobre los que pudiera deslizarse, operación que el mecánico de la goleta ejecutaría en pocas horas. En aquel campo de hielo tan bien unido, y en el que no había obstáculo alguno, ni una sola eminencia, ni una sola grieta, la ligera embarcación, impulsada por la vela y corriendo viento en popa, se deslizaría con incomparable velocidad. Además, el yu-yu podía cubrirse de una especie de techo de tablas forrado de tela fuerte, para que sirviera de abrigo a los que lo dirigiesen a la ida y a los que volvieran después con ellos. Provistos de pieles, de alimentos, de cordiales y de una hornilla portátil alimentada con alcohol, podían llegar al islote en favorables condiciones, y conducir a Tierra Caliente a los que sobrevivieran en Formentera. No podía imaginarse nada mejor ni más práctico. Sin embargo, algo se podía objetar.
El viento era bueno para ir al Norte; pero cuando fuera necesario volver al Sur…
–No importa –exclamó el capitán Servadac–. Ahora sólo debemos pensar en llegar.
Cuando estemos allí, pensaremos en el regreso.
Además, si el yu-yu no corría como una embarcación sostenida contra la deriva por el timón, podría quizá sortear el viento en cierta medida. Sus zapatas de hierro, al morder la superficie helada, le asegurarían la marcha en la dirección conveniente.
Era, por tanto, posible, si el viento no variaba de dirección cuando los viajeros regresaran, que pudiera, en cierto modo dar bordadas y adelantarse hacia el Sur. Esto se vería después.
El mecánico de la Dobryna, ayudado por algunos marineros, emprendió en seguida la obra, y al oscurecer del mismo día el yu-yu, provisto de una doble armadura de hierro encorvada hacia proa, protegido por un ligero techo en forma de toldo, con una especie de espadilla metálica que debía sostenerlo en lo posible contra las guiñadas, y lleno de provisiones, utensilios y mantas, se encontraba ya dispuesto para partir.
Entonces el teniente Procopio solicitó que se le dejara remplazar al conde Timascheff, puesto que el yu-yu no debía llevar más que dos pasajeros para el caso en que hubiera que trasladar varias personas, y la maniobra de la vela, lo mismo que la dirección exigían la mano y la pericia de un marino.
Esto no obstante, el conde Timascheff insistió en su deseo de acompañar al capitán Servadac; pero éste le rogó muy encarecidamente que lo remplazara al lado de sus compañeros, y viose obligado a ceder. El viaje era peligroso y los pasajeros del yu-yu iban a verse expuestos a mil peligros, pues una tempestad algo violenta era suficiente para que el frágil vehículo no resistiera. Si el capitán Servadac no debía volver, únicamente el conde Timascheff podía ser el jefe de la pequeña colonia… Consintió, pues, en quedarse.
El capitán Servadac no hubiera cedido su sitio a nadie, porque sin duda alguna era un francés el que pedía socorro y amparo, y al oficial francés correspondía llevárselos.
El 16 de abril, al salir el Sol, el capitán Servadac y el teniente Procopio embarcáronse en el yu-yu, después de despedirse de sus compañeros, cuya emoción fue grande al verlos dispuestos a lanzarse sobre la inmensa llanura blanca, con un frío que pasaba de 25 grados centígrados. Ben-Zuf estaba profundamente conmovido; los marineros rusos y los españoles estrecharon todos las manos del capitán y del teniente; y el conde Timascheff abrazó al valeroso oficial y a su fiel Procopio. Un beso de la pequeña Nina, cuyos grandes ojos apenas podían contener las lágrimas, puso término a aquella tierna escena de despedida. Después, se desplegó la vela, y el yu-yu, impulsado como por un ala inmensa, se perdió rápidamente más allá del horizonte.
El velamen del yu-yu componíase de una cangreja y un foque. Este fue atravesado de modo que recibiera el viento en popa; la velocidad del vehículo fue, pues, considerable, y los pasajeros la calcularon en doce leguas por hora.
Una abertura hecha en la parte anterior del toldo permitía al teniente Procopio pasar por ella la cabeza envuelta en la capucha del capotón, sin exponerla mucho al frío, y por medio de la brújula dirigirse en línea recta a Formentera.
La marcha del yu-yu era velocísima, a pesar de lo cual no experimentaba el más ligero estremecimiento, ni aun los que suelen experimentar los trenes en los caminos de hierro mejor construidos. Menos pesado en la superficie de Galia que lo hubiera sido en la Tierra, deslizábase por el hielo sin balance ni cabeceo, y diez veces más de prisa que lo hubiera hecho en su elemento natural. El capitán Servadac y el teniente Procopio creían a veces que eran llevados por el aire, como si un globo aerostático los paseara por encima del campo de hielo. Sin embargo, no era así; la capa superior se pulverizaba bajo la armadura metálica del yu-yu, dejando detrás de sí una nube de polvo nevado.
Entonces, pudieron ver fácilmente que el aspecto de aquel mar helado no era en todas partes el mismo. Ni un ser viviente animaba aquella vasta soledad; cuyo aspecto era sumamente triste; pero de aquella escena se desprendía una especie de poesía que impresionaba a los dos viajeros, a cada uno según su carácter; el teniente Procopio como hombre de ciencia; el capitán Servadac como artista dispuesto a recibir todas las emociones nuevas. Al ponerse el Sol, cuando sus rayos, hiriendo oblicuamente el yu-yu, proyectaron hacia su izquierda la sombra desmesurada de sus velas, y cuando la noche remplazó de pronto al día, acercáronse uno a otro movidos por una atracción involuntaria,
y se estrecharon las manos en silencio.
La noche fue muy oscura, porque la Luna era nueva desde la víspera; pero las constelaciones brillaban esplendorosamente en el cielo oscurecido. A falta de brújula, el teniente Procopio habría podido guiarse con toda seguridad por la nueva Polar, que brillaba cerca del horizonte. Compréndese que cualquiera que fuese la distancia que separase entonces a Galia del Sol era muy insignificante respecto a la inconmensurable de las estrellas. En cuanto a esta distancia, era ya grandísima y la última noticia recibida del sabio anónimo lo decía con claridad. En esto pensaba el teniente Procopio, mientras el capitán Servadac, abismado en otra serie de ideas, no pensaba sino en el compañero o compañeros a quienes iba a socorrer.
La celeridad de Galia en su órbita había disminuido en 20.000 000 de leguas desde el 1.° de marzo al 1.” de abril, de conformidad con la segunda ley de Kepler; pero su distancia del Sol habíase acrecentado en 32.000.000 de leguas. Se encontraba, por lo tanto, en medio de la zona recorrida por los planetas telescópicos que circulan entre las órbitas de Marte y de Júpiter, como lo demostraba, además, la captación de aquel satélite, que, según el desconocido sabio era Nerina, uno de los últimos asteroides descubiertos. Galia, por consiguiente, continuaba alejandose de su centro atractivo, según una ley perfectamente determinada.
¿No podía abrigarse la esperanza de que el autor de los documentos llegara a calcular aquella órbita y a fijar con exactitud matemática la época en que Galia había de estar en su afelio, si seguía una órbita elíptica? Aquel punto determinaría entonces su distancia mayor al Sol, y, a partir de aquel instante, tendería a aproximarse cada vez más al astro luminoso.
Entonces se conocería con precisión la duración del año solar y el número de los día galianos.
En todos estos alarmantes problemas iba pensando el teniente Procopio cuando lo sorprendió bruscamente la vuelta del Sol. El capitán Servadac y él celebraron consejo, y, calculando que habían recorrido 100 leguas en línea recta desde su partida, resolvieron disminuir la celeridad del yu-yu. Al efecto, se acortaron las velas y, a pesar del frío excesivo, los exploradores examinaron la llanura blanca con mayor escrupulosidad.
Estaba desierta en absoluto y no se levantaba una sola roca que alterara su majestuosa uniformidad.
–¿Habremos pasado quizás al Oeste de Formentera? –preguntó el capitán Servadac, después de haber consultado el mapa.
–Es probable –respondió el teniente Procopio–, porque, lo mismo que habría hecho en el mar, me he atenido al viento de la isla. Ahora nos dejaremos llevar.
–Manos a la obra, teniente –repuso el capitán Servadac– y no perdamos tiempo.
El teniente maniobró para poner la proa al Nordeste, mientras que Héctor Servadac, arrostrando el viento frío, permanecía de pie a proa contemplando el mar en todas direcciones.
No buscaba en el mar una humareda que descubriera el retiro del sabio desgraciado, a quien era muy probable que faltasen el combustible y los víveres, sino la cima de un islote que sobresaliera en el campo de hielo sobre la línea del horizonte.
De pronto su vista se animó y, tendiendo la mano hacia un punto del espacio, dijo:
–¡Allí, allí!
Y mostró al teniente una especie de construcción de madera que sobresalía sobre la línea circular trazada por el cielo y el mar helado.
El teniente Procopio tomó su catalejo y, después de mirar, repuso:
–Sí, sí; esa es una armazón que ha servido para alguna operación geodésica.
Ya no era posible dudar. Se dio la vela al viento y el yu-yu, que estaba a seis kilómetros del punto señalado, marchó hacia él con celeridad prodigiosa.
El capitán Servadac y el teniente Procopio, dominados por la emoción, no habrían podido pronunciar una sola palabra, si hubiesen pretendido hablar. La construcción que habían visto iba aumentando de tamaño a medida que se acercaban y a los pocos instantes descubrieron un conjunto de rocas bajas dominadas por ella y cuya aglomeración formaba una especie de mancha sobre la blanca alfombra del campo de hielo.
Como había sospechado el capitán Servadac, no salía humo del islote y con aquel frío tan intenso no era posible hacerse ilusiones; era seguramente una tumba adonde se encaminaba el yu-yu.
Diez minutos después, y un kilómetro antes de llegar, el teniente Procopio cerró la cangreja, creyendo que el ímpetu del yu-yu bastaría para acercarlo a las rocas.
La viva emoción que oprimía el pecho de Héctor Servadac se acrecentó.
En la cima de la construcción ondeaba al viento un pedazo de estambre azul… Era cuanto quedaba de la bandera de Francia.
El yu-yu chocó, al fin, contra las primeras rocas. El islote sólo tenía medio kilómetro de circunferencia, siendo él el único vestigio que existía de Formentera y del archipiélago de las Baleares.
Junto a la construcción alzábase una miserable cabaña de madera, que tenía cerradas las ventanas.
El capitán Servadac y el teniente Procopio lanzáronse con la rapidez del rayo sobre las rocas y, trepando por las piedras resbaladizas, llegaron a la cabaña.
Héctor Servadac golpeó la puerta que estaba atrancada por la parte interior.
Llamó, pero no obtuvo respuesta alguna.
–¡Aquí, teniente! –exclamó.
Y ambos, apoyando vigorosamente los hombros, hicieron saltar la puerta que estaba medio carcomida.
La cabaña tenía un solo aposento y en él reinaban la oscuridad más completa y el silencio más absoluto.
O el último habitante la había abandonado, o estaba allí muerto.
Abriéronse las ventanas y entró la luz.
En el hogar frío de la chimenea no había sino la ceniza de un fuego apagado.
En un rincón había una cama y sobre ella un cuerpo tendido.
El capitán se acercó y exhaló un grito de angustia.
–¡Muerto de frío y hambre!
El teniente Procopio inclinóse sobre el cuerpo de aquel infortunado.
–¡Vive! –exclamó.
Y, abriendo un frasco que llevaba consigo, lleno de un enérgico cordial, introdujo, aunque no sin algún trabajo, algunas gotas entre los labios del moribundo.
A los pocos momentos oyóse un leve suspiro, al que siguió esta palabra pronunciada con voz débil.
–¿Galia?
–Sí, Galia –respondió Héctor Servadac–, y es…
–Es mi cometa, el que he descubierto yo, mi cometa.
Dichas estas palabras, el moribundo cayó nuevamente en un gran sopor, mientras el capitán Servadac se decía a sí mismo:
–¡Yo conozco a este hombre! ¿Dónde le he visto?
Como era de todo punto imposible cuidarlo y salvarlo de la muerte en aquella cabaña, donde no había recurso alguno. Héctor Servadac y el teniente Procopio adoptaron en seguida la resolución de conducirlo a Tierra Caliente, y en pocos instantes el moribundo, sus instrumentos de física y de astronomía, sus vestidos, sus papeles, sus libros y hasta una puerta vieja que le servía de encerado para sus cálculos, fueron trasladados al yu-yu.
El viento, que por fortuna había cambiado de dirección, era casi favorable, y, para aprovecharlo, puso el teniente Procopio la vela en situación conveniente, y la única roca que quedaba de las islas Baleares fue abandonada por los expedicionarios.
Treinta y seis horas después, es decir, el día 19 de abril, fue depositado en la sala grande de la Colmena de Nina el cuerpo del sabio, que no había abierto los ojos ni pronunciado una sola palabra.
El capitán Servadac y el teniente Procopio fueron recibidos con aclamaciones de júbilo por sus compañeros, que habían esperado con impaciencia, no exenta de cierta zozobra, su regreso.