CAPÍTULO XX CONTRA LO QUE SUELE OCURRIR EN TODAS LAS NOVELAS, ÉSTA NO TERMINA CON EL CASAMIENTO DEL HÉROE

AH, mi capitán, Argelia!

–¡Y Mostaganem, Ben-Zuf! Tales fueron las exclamaciones que pronunciaron a un mismo tiempo los labios del capitán Servadac y los de su asistente, al recobrar, con los demás compañeros, el conocimiento.

Por un milagro, inexplicable como todos los milagros, se encontraban sanos y salvos.

Mostaganem, Argelia, habían dicho el capitán Servadac y su asistente, y no podían equivocarse, después de haber estado muchos años de guarnición en aquella parte de la provincia.

Volvían, por lo tanto, casi al sitio de donde habían salido, al cabo de un viaje de dos años por el mundo solar.

Una casualidad asombrosa, si podemos llamar casualidad al hecho de que Galia y la Tierra se hubieran encontrado al mismo tiempo sobre el mismo punto de la eclíptica, les había traído precisamente al punto de partida.

Encontrábanse a menos de dos kilómetros de Mostaganem.

Media hora más tarde, el capitán Servadac y todos sus compañeros entraban en la ciudad.

Lo que les sorprendió de un modo extraordinario fue que todo estuviera tranquilo en la superficie de la Tierra. La población argelina hallábase entregada pacíficamente a sus ocupaciones habituales; los animales, nada alarmados, pacían la hierba algo húmeda por el rocío de enero; eran las ocho de la mañana y el sol ascendía sobre su horizonte acostumbrado. No sólo no parecía que hubiera ocurrido nada anormal en el globo terrestre, sino que tampoco había síntomas de que nada anormal hubieran esperado los habitantes.

–¿Qué es esto? –preguntó el capitán Servadac–. ¿No estaban advertidos de la llegada del cometa?

–Así es de creer –respondió Ben-Zuf–. Y yo que esperaba ser recibido triunfalmente.

Evidentemente, el choque del cometa no era esperado, porque, de otro modo, el pánico habría sido extraordinario en todos los puntos del globo y sus habitantes se hubieran creído próximos al fin del mundo, más que lo habían creído en el año mil.

En la puerta de Mascara, el capitán Servadac encontró precisamente, a sus dos compañeros, el comandante del segundo de tiradores y el capitán del octavo de artillería, en brazos de los cuales se precipitó al verlos.

–¿Es usted, Servadac? –exclamó el comandante.

–Sí, señores, yo soy.

–¿De dónde viene usted, mi pobre amigo, después de esta inexplicable ausencia?

–Se lo diría a usted de buena gana, pero si se lo dijera, no me creería.

–Pero…

–Amigos míos, estrechen la mano de un camarada que no les ha olvidado, y convengamos en que he estado soñando.

Y Héctor Servadac no dijo otra cosa, a pesar De la insistencia con que sus amigos pretendieron hacerle hablar.

Limitóse a preguntar a los dos oficiales:

–¿Y la señora de…?

El comandante de tiradores, que comprendió el motivo de la pregunta, no le dejó concluir.

–Casada, amigo mío, casada nuevamente –le respondió–. ¿Qué quiere usted? Los ausentes no tienen jamás razón.

–En efecto –respondió el capitán Servadac–, no hay razón para recorrer durante dos años el país de las quimeras.

Luego, dirigiéndose al conde Timascheff, le dijo:

–Señor conde, ya lo ha oído usted, y celebro con toda el alma no tener ya motivo para reñir.

–Y a mí, capitán, me regocija mucho el poder estrechar a usted cordialmente la mano sin segunda intención.

–También me alegro yo –murmuró Héctor Servadac– de otra cosa, y es de no verme obligado a terminar mi horrible rondó.

Y los dos rivales, que no tenían ya razón para serlo, sellaron, estrechándose la mano, una amistad que no debía romperse sino con la muerte.

El conde Timascheff, de acuerdo con sus compañeros, no reveló nada de los acontecimientos extraordinarios que habían presenciado, puesto que para ellos mismos era completamente inexplicable su partida y su llegada. Lo que les asombró de un modo extraordinario, fue que todo estuviera en su sitio en el litoral mediterráneo.

Decididamente era preferible callar, puesto que nadie había de creerlos.

Al día siguiente se disgregó la pequeña colonia. Los rusos volvieron a Rusia con el conde Timascheff y el teniente Procopio; los españoles dirigiéronse a España, donde la generosidad del conde debía ponerlos para siempre al abrigo de la miseria; y todos se

separaron después de prodigarse recíprocamente las muestras de la más sincera amistad.

Isaac Hakhabut, arruinado por la pérdida de la Hansa y por el abandono que se había visto obligado a hacer de su oro y de su plata, desapareció; pero no hubo nadie que preguntara por él.

–Ese viejo tuno –dijo un día Ben-Zuf–, irá a exhibirse en América como persona que ha viajado por el mundo solar.

Palmirano Roseta, a quien no había nada ni nadie que le obligara a callar, habló; pero todos le negaron la existencia del cometa Galia, porque ningún astrónomo lo había visto en el horizonte terrestre, y, por consiguiente, el famoso cometa no fue inscrito en el catálogo. La cólera del irascible profesor llegó entonces a un punto imposible de imaginar, y dos años después de su vuelta a la Tierra publicó una voluminosa memoria que contenía, con los elementos de Galia, la relación de sus propias aventuras.

Los hombres científicos de Europa se dividieron entonces, pues mientras unos, en gran número, se declararon contra el autor, otros, en pequeño número, se mostraron partidarios de él.

Una respuesta a esta memoria, probablemente la mejor que podía darse, redujo el trabajo de Palmirano Roseta a su justo límite, intitulándola: Historia de una hipótesis.

Esta impertinencia acabó de sacar de quicio al profesor, que entonces pretendió haber visto de nuevo gravitando por el espacio no sólo a Galia, sino también al fragmento del cometa en que viajaban los trece ingleses por la infinidad del mundo sideral. Jamás debía consolarse de no ser su compañero de viaje.

En fin, Héctor Servadac y Ben-Zuf, hubieran o no viajado a través del mundo solar, no por eso dejaron de ser el uno capitán y el otro su inseparable asistente.

Un día, paseando por el cerro de Montmartre, y en la seguridad de que nadie les oía, hablaron de sus aventuras.

–¡Quizá no sean ciertas, mi capitán! –dijo Ben-Zuf.

–¡Rayos y centellas! ¿Vas a hacerme creer que he soñado? –repitió, sonriéndose, el capitán Servadac.

Pablo, que fue adoptado por el conde Timascheff, y Nina, adoptada por Héctor Servadac, recibieron esmerada educación bajo la dirección de sus protectores.

Transcurrieron los años, y un día, al advertir el coronel Servadac que sus cabellos empezaron a encanecer, casó al joven español, que era un gallardo mancebo, con la pequeña italiana, que era una hermosa joven. El conde Timascheff dio a la novia una espléndida dote, cosa que no sorprendió a nadie, dados el amor que profesaba a su hija adoptiva, su proverbial generosidad y su inmensa fortuna.

Pablo y Nina vivieron felices, como deben serlo y lo son sin duda los que, amándose con toda el alma, ven santificado su amor por el matrimonio.

{1} Población de tiendas o chozas en Argel.

{2} ) Camino recorrido de enero a febrero.

{3} Se trata de moneda francesa en curso a final del siglo pasado y principios del actual. (N. del C.)

{4} En la actualidad se le conocen doce satélites. (N. del C.)

{5} En la actualidad el número de satélites de Saturno conocidos, es de diez. (N. del C.)

{6} Los satélites de Urano no son más que cinco, pero sin duda por errores no comprobados en la época en que se escribió esta obra se le atribuían ocho. (N. del C.)

{7} Dos son los satélites conocidos, por ahora, de Neptuno. (N. del C.)

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