Capítulo primero EN EL QUE SE PRESENTA SIN CEREMONIA EL TRIGÉSIMO SEXTO HABITANTE DEL ESFEROIDE GALIANO

HABÍASE presentado, al fin, en Tierra Caliente el habitante número treinta y seis de Galia.

–Es mi cometa, el que he descubierto yo; mi cometa –habían sido las únicas palabras que había pronunciado y, por cierto, no con mucha claridad

¿Qué había querido decir con esto? ¿Que la proyección de un enorme fragmento de la Tierra, al espacio, se debía al choque de un cometa con el globo terrestre? ¿A cuál de los dos asteroides había dado el nombre de Galia el sabio astrónomo, recogido casi moribundo en Formentera? ¿Al cometa que había chocado con la Tierra o al fragmento desprendido de ésta y lanzado al través del mundo solar?

Esto no podía resolverlo sino el mismo sabio que con tanta energía reclamaba la propiedad de Galia.

De todos modos, no podía dudarse que el moribundo era el autor de las noticias recogidas durante el viaje de exploración de la Dobryna, el astrónomo que había redactado el documento llevado a Tierra Caliente por la paloma mensajera.

Únicamente él había podido arrojar estuches y barriles al mar y dar libertad al ave cuyo instinto debía dirigirla al único territorio habitable y habitado del nuevo astro.

Aquel sabio, porque indudablemente era un sabio, conocía, por consiguiente, alguno de los elementos de Galia; había podido medir su alejamiento progresivo del Sol, y calcular la disminución de su celeridad tangencial; pero, y eso era lo que tenía más importancia, ¿había calculado la naturaleza de su órbita y reconocido si era una hipérbole, una parábola o una elipse la que seguía el asteroide? ¿Había determinado esta condición por medio de la observación sucesiva de tres posiciones de Galia? ¿Sabía, por último, si el nuevo astro estaba en las condiciones requeridas para volver a la Tierra, y cuánto tiempo había de tardar en dar esta vuelta?

Tales eran las preguntas que el conde Timascheff se hizo a sí mismo y las que sometió a la consideración del capitán Servadac y el teniente Procopio, que tampoco pudieron responderle.

Estas varias hipótesis las habían formulado y discutido al hacer su viaje de regreso, pero sin poder resolverlas. Por desgracia, el hombre que, según todas las probabilidades, poseía la solución del problema, estaba reducido a tal estado, que era de temer que sólo hubieran llevado un cadáver a Tierra Caliente. Si era así habría que renunciar a toda esperanza de conocer el porvenir reservado al mundo galiano.

Necesitábase, por consiguiente, en primer término, reanimar el cuerpo del astrónomo que no daba ninguna señal de vida. La farmacia de la Dobryna estaba bien provista, y en nada podía utilizarse mejor que en obtener aquel importante resultado; y eso fue lo que se hizo después de la siguiente observación de Ben-Zuf:

–A la obra, mi capitán, nadie puede calcular lo dura que tienen la piel estos sabios.

Comenzóse, pues, a tratar al moribundo, dándole friegas tan vigorosas que hubieran deteriorado a un vivo, y haciéndole ingerir cordiales tan confortantes que hubieran resucitado a un muerto.

Ben-Zuf, relevado por Negrete, habíase encargado del medicamento exterior, y, sin duda, aquellos dos robustos practicantes cumplieron a conciencia su deber de dar friegas.

Héctor Servadac preguntábase en vano quién era aquel francés recogido en el islote de Formentera y en qué circunstancia lo había visto antes.

Y, sin embargo, habría debido reconocerlo, porque el sabio que reposaba en la gran sala de la Colmena de Nina no era otro que el antiguo profesor de física de Héctor Servadac en el Liceo Carlomagno.

Se llamaba Palmirano Roseta y era un verdadero sabio, muy versado en todas las ciencias matemáticas. Héctor Servadac, después de cursar el primer año de matemáticas elementales, había salido del Liceo Carlomagno para ingresar en la escuela de Saint-Cyr y desde entonces el profesor y él no se habían visto, o, por mejor decir, habíanse creído olvidados uno de otro.

El discípulo, como se sabe, jamás había sido excesivamente aplicado al estudio; pero, en cambio, había hecho muchas diabluras al infeliz Palmirano Roseta juntamente con algunos otros alumnos indisciplinados de su misma condición.

Unos alumnos echaban granos de sal al agua destilada del laboratorio, lo que producía las reacciones químicas más inesperadas. Otros quitaban una gota de mercurio del tubo del barómetro momentos antes que el profesor lo consultara; éstos introducían insectos vivos entre el ocular y el objetivo de los anteojos; aquéllos destruían el aislamiento de la máquina eléctrica para que no produjese una sola chispa; los otros, en fin, agujereaban la plancha que sostenía la campana de la máquina neumática para hacer sudar a chorros a Palmirano Roseta cuando pretendía extraer el aire de ella. Tales eran las diversiones favoritas del alumno Servadac y de sus revoltosos compañeros.

Aquellos juegos y diabluras tenían tanto más atractivo para los alumnos cuanto que el profesor de quien se trata era un gruñón de primer orden, cuyos accesos de cólera regocijaban a los grandes del Liceo Carlomagno, poniéndolos del mejor humor del mundo.

Dos años después de la salida de Héctor Servadac del Liceo, Palmirano Roseta, que tenía más vocación a la cosmografía que a la física, abandonó el profesorado para dedicarse especialmente a los estudios astronómicos. Intentó entrar en el Observatorio; pero su carácter huraño, tan conocido por los hombres científicos, le mantuvo obstinadamente cerradas las puertas de aquel templo. Como poseía algún capital, dedicóse a la astronomía por su propia cuenta, sin título oficial, proporcionándose el gran placer de criticar los sistemas de los demás astrónomos.

A él se debió el descubrimiento de tres de los últimos planetas telescópicos y el cálculo de los elementos del cometa número 325 del catálogo; pero, como hemos dicho, el profesor Roseta y el alumno Servadac no habían vuelto a verse jamás hasta el encuentro casual del islote de Formentera.

Como habían transcurrido doce años, nada de particular tenía que Servadac no hubiese conocido, sobre todo en el estado en que se encontraba, a su antiguo profesor Palmirano Roseta.

Cuando Ben-Zuf y Negrete sacaron al sabio de entre las pieles que lo envolvían desde

la cabeza a los pies, encontráronse con un hombrecillo de cinco pies y dos pulgadas, enflaquecido, sin duda, pero naturalmente flaco y calvo, con un hermoso cráneo prominente que semejaba el extremo de un huevo de avestruz. Su rostro no tenía barba, pero conocíase que no había sido afeitado desde hacía una semana; la nariz era larga y algo arqueada y sobre ella cabalgaban un par de formidables anteojos, de esos que, en algunos miopes, puede decirse que forman parte integrante del individuo.

Aquel hombrecillo debía de ser sumamente nervioso, y hasta se le habría podido comparar con una de esas devanaderas de Rhumkorff, cuyo hilo arrollado hubiera sido un nervio de muchos hectómetros de largo y en el que la corriente nerviosa remplazara a la corriente eléctrica con la misma intensidad.

En resumen, en la devanadera Roseta la nerviosidad estaba acumulada en una gran tensión, como la electricidad lo está en la devanadera Rhumkorff.

De todos modos, por nervioso que fuera el profesor, era un deber humanitario hacer todos los esfuerzos posibles para salvarle la vida; en un mundo que sólo tenía treinta y cinco habitantes, el número treinta y seis no debía ser desdeñado.

Cuando al moribundo se le despojó en parte de sus vestiduras, pudo comprobarse que su corazón palpitaba todavía, aunque débilmente; pero, en fin, palpitaba, y por consiguiente era posible que recobrara el conocimiento, gracias a los cuidados que le prodigaban.

Ben-Zuf frotaba sin cesar aquel cuerpo, seco como un sarmiento viejo, hasta hacer temer que se incendiara, y como si hubiera limpiado su sable para una parada, mientras propinaba su vigoroso medicamento, cantaba coplas soldadescas.

Gracias a Dios, a los veinte minutos de frotación no interrumpida, escapóse un suspiro de los labios del moribundo, al que siguió el segundo y, luego el tercero. Su boca, herméticamente cerrada hasta aquel momento, se abrió; se entornaron sus ojos, se volvieron a cerrar y, al fin, se abrieron por completo; pero si’ que el sabio supiera todavía el sitio ni las circunstancias en que se encontraba. Pronunció algunas palabras ininteligibles; tendió su mano derecha, la levantó, la llevó a la frente, como si buscara algún objeto y, luego, se contrajeron sus facciones, se enrojeció su cara, como si hubiera vuelto a la vida agitada por un exceso de locura, y exclamó:

–¡Mis anteojos! ¿Dónde están mis anteojos?

Ben-Zuf buscó los anteojos y tuvo la fortuna de encontrarlos. Eran unos anteojos monumentales, armados de oculares de telescopio a guisa de cristales. Durante las friegas habíanse desprendido de las sienes del profesor, a las que parecían fijados, como si un tornillo atravesara su cabeza de una sien a otra Roseta se los ajustó sobre la nariz, de pico de águila, que era su asiento natural, y exhaló entonces un nuevo suspiro que terminó por un ¡hum! que a todos pareció de buen agüero.

El capitán Servadac habíase inclinado sobre el rostro de Palmirano Roseta a quien miraba muy atentamente. El profesor abrió en aquel momento los ojos por completo, miró al través del espeso cristal de sus anteojos, y con voz irritada exclamó:

–¡Alumno Servadac, quinientas líneas para mañana!

Este fue el saludo que Palmirano Roseta dirigió al capitán Servadac; pero, cuando oyó este extraño principio de conversación, sin duda alguna provocado por el recuerdo súbito de antiguos resentimientos, el oficial francés, aunque creía soñar, conoció a su antiguo profesor de física del Liceo Carlomagno.

–¡ Señor Palmirano Roseta! –exclamó–. ¡Mi antiguo profesor, aquí mismo… en carne y hueso!

–En hueso solamente –respondió Ben-Zuf.

–¡Diablo! ¡El encuentro es singular! –añadió el capitán Servadac estupefacto.

Mientras tanto, Palmirano Roseta había caído de nuevo en una especie de somnolencia que se creyó prudente respetar.

–Tranquilícese usted, mi capitán –dijo Ben-Zuf–; vivirá, respondo de ello; estos hombrecillos son todo nervios. Yo los he visto más secos que éste y que habían venido de más lejos.

–¿Pues de dónde habían venido, Ben-Zuf?

–De Egipto, mi capitán, en una caja muy pintarrajeada.

–Eran momias, ¡imbécil!

–Lo que usted quiera, mi capitán.

Como el profesor se había dormido, se le condujo a un lecho bien caliente, aplazándose hasta que se despertara las urgentes preguntas relativas a su cometa que se le deseaba hacer.

Durante todo aquel día el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio, que representaban la Academia de Ciencias de la pequeña colonia, en vez de esperar pacientemente al día siguiente, se entretuvieron en discutir las más inverosímiles hipótesis. ¿Qué cometa era aquel a que Palmirano Roseta había impuesto el nombre de Galia? ¿Se aplicaba este nombre a un fragmento desprendido del globo? ¿Los cálculos de distancia y de celeridad expuestos en los breves documentos del profesor, se referían al cometa Galia o al soberbio esferoide que conducía al capitán Servadac y a sus treinta y cinco compañeros por el espacio? ¿No eran galianos los supervivientes de la humanidad terrestre?

Si, efectivamente, no eran galianos, el conjunto de deducciones laboriosas cuyo resultado era la hipótesis de la producción de un esferoide arrancado de las entrañas de la Tierra, y que ocasionaba los nuevos fenómenos cósmicos quedaba destruido.

–De todos modos –exclamó al fin el capitán Servadac–, ahí está el profesor Roseta que nos dirá la verdad, porque seguramente la dirá.

Al hablar de Palmirano Roseta, el capitán Servadac lo dio a conocer a sus compañeros como un hombre de mal genio con quien era muy difícil mantener amistosas relaciones; un ente original, absolutamente incorregible; muy terco y gruñón, pero, como todas las personas gruñonas, buen hombre en el fondo. Lo mejor sería siempre dejar que pasara su mal humor, como se deja pasar una tempestad poniéndose al abrigo de ella.

Cuando el capitán Servadac hubo concluido su pequeña digresión biográfica, el conde

Timascheff hizo uso de la palabra diciendo:

–Crea usted, capitán, que haremos cuanto nos sea posible para vivir en buena armonía con el profesor Palmirano Roseta, quien nos prestará un gran servicio comunicándonos el resultado de sus observaciones. Pero sólo podrá hacerlo en un caso.

–¿Cuál? –preguntó Héctor Servadac.

–En el caso –respondió el conde Timascheff– de que sea, en efecto, el autor de los documentos que hemos recogido.

–¿Lo pone usted en duda?

–No, capitán. Todas las probabilidades estarían contra mí, y no he dicho esto sino para agotar la serie de las hipótesis desfavorables.

–¿Quién podía haber redactado esas diversas noticias sino mi antiguo profesor? –

observó el capitán Servadac.

–Algún otro astrónomo abandonado quizás en otra parte de esta tierra.

–No puede ser –respondió el teniente Procopio–, porque los documentos son los únicos que nos han dado a conocer el nombre de Galia, y este nombre ha sido el primero que han pronunciado los labios del profesor Roseta.

A esta observación no había nada que oponer, y no podía dudarse que el solitario de Formentera fuese el autor de las noticias adquiridas. Oportunamente se sabría qué hacía en aquella isla.

Además, no solamente la puerta en que hacía sus cálculos, sino también sus papeles, habían sido llevados con él, y no era indiscreto consultarlos mientras dormía.

Y así se hizo efectivamente.

La letra y los números habían sido escritos evidentemente por la misma mano que los documentos. La puerta estaba todavía cubierta de signos algebraicos trazados con yeso, que fueron cuidadosamente respetados. En cuanto a los papeles eran casi todos cuartillas llenas de hipérboles, curvas abiertas cuyas dos ramas son infinitas y se apartan cada vez más unas de otras; las parábolas, curvas caracterizadas por la forma reentrante, pero cuyas ramas se alejan de igual modo hasta lo infinito; y, por último, las elipses, curvas siempre cerradas por mucho que se prolonguen.

El teniente Procopio observó que estas diversas curvas se referían precisamente a las órbitas cometarias que podían ser parabólicas, hiperbólicas o elípticas, lo que quería decir en los dos primeros casos, que los cometas observados desde la Tierra no habían de volver jamás a presentarse en el horizonte terrestre, y en el tercero que reaparecerían en él periódicamente después de más o menos tiempo.

A juzgar por la sola inspección de los papeles y de la puerta, era evidente que el profesor se había dedicado a hacer cálculos de elementos comentarios; pero era imposible prejuzgar nada acerca de las diversas curvas sucesivamente trazadas por él, porque los astrónomos para empezar a hacer cálculos, atribuyen a los cometas una órbita parabólica.

El resultado de todas estas deducciones fue que Palmirano Roseta, durante su estancia en Formentera, había calculado, total o parcialmente, los elementos de un cometa nuevo

cuyo nombre no figuraba en el catálogo.

¿Había efectuado este cálculo antes o después del cataclismo de 1.° de enero? Sólo él podía decirlo.

–Es preciso esperar –dijo el conde Timascheff.

–Esperaremos, pero con impaciencia –respondió el capitán Servadac que estaba muy inquieto–. Daría un mes de mi vida por cada hora de sueño del profesor Roseta.

–Quizás hiciera usted un mal negocio, capitán –repuso el teniente Procopio.

–¡ Eh! ¿Por saber el porvenir reservado a nuestro asteroide…?

–No quiero quitar a usted las ilusiones, capitán –respondió el teniente Procopio–; pero de que el profesor sepa mucho respecto al cometa Galia, no se deduce que pueda darnos noticias acerca del fragmento que nos lleva por el espacio. La aparición del cometa en el horizonte terrestre, ¿se relaciona siquiera con la proyección de un trozo del globo al espacio?

–Sí, diablo –exclamó el capitán Servadac–, evidentemente se relaciona. Es claro como la luz del día que…

–¿Cómo? –preguntó el conde Timascheff como si aguardara la respuesta que iba a dar su interlocutor.

–Que la Tierra ha chocado con un cometa, y que a ese choque se debe el haber sido proyectada al espacio la parte en que estamos.

Al oír esta hipótesis afirmativa, expuesta por el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio miráronse durante algunos instantes.

Por improbable que fuera el encuentro de la Tierra con un cometa, no era imposible, y un choque de esta naturaleza podía ser la explicación del fenómeno inexplicable, la clave del enigma cuyos efectos eran tan extraordinarios.

–Quizá tenga usted razón, capitán –respondió el teniente Procopio, después de haber examinado la cuestión desde este nuevo punto de vista–. Puede admitirse que se produzca un choque de tal naturaleza y que se desprenda un fragmento considerable de la Tierra, en cuyo caso el enorme disco que vimos durante la noche inmediata a la catástrofe sería el cometa, desviado de su órbita normal, pero cuya celeridad era tanta que la Tierra no ha podido retenerlo en su centro de atracción.

–No se explica de otro modo la presencia de este astro desconocido –respondió el capitán Servadac.

–Esa –dijo entonces el conde Timascheff– es una nueva hipótesis, bastante plausible por cierto, y que está de acuerdo con nuestras observaciones y con las del profesor Roseta.

En tal caso, el nombre de Galia, dado por este profesor, sería el del astro errante cuyo choque hemos sufrido.

–Sin duda alguna, conde Timascheff.

–Muy bien, capitán; pero hay una cosa inexplicable.

–¿Cuál?

–Que ese sabio se haya preocupado más del cometa que del trozo de Tierra que lo lleva a él y a nosotros por el espacio.

–¡Ah, conde Timascheff! –respondió el capitán Servadac–. Usted sabe que esos fanáticos de la ciencia son personas muy originales y que el que tenemos aquí es el más original de todos.

–Es muy posible –observó el teniente Procopio– que el cálculo de los elementos de Galia haya sido hecho antes de que se verificase el choque. El profesor ha podido ver venir el cometa y observarlo antes de la catástrofe.

La observación del teniente Procopio era atinada; pero de todos modos la hipótesis del capitán fue aceptada en principio. Todo quedaba reducido, según esta hipótesis, a que un cometa, cortando la eclíptica, había chocado con la Tierra durante la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero, separando del globo terrestre un enorme fragmento que había sido proyectado a los espacios interplanetarios.

Si la Academia de Ciencias de Galia no había descubierto por completo todavía la verdad, debía faltarle muy poco.

El problema sólo podía ser resuelto completamente por Palmirano Roseta.

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