QUÉ consecuencia podía acarrear aquel grave acontecimiento a los habitantes de Galia? El capitán Servadac y sus compañeros no se atrevían a responder a esta pregunta.
Apareció nuevamente el Sol sobre el horizonte, con tanta mayor intensidad cuanto que la desmembración de Galia había producido este resultado. Si el cometa no había modificado su rotación y continuaba girando sobre su eje de Oriente a Occidente, la duración de la rotación diurna había quedado reducida a la mitad. El intervalo entre dos salidas del Sol era ya de seis horas en vez de doce. Tres horas después de haber aparecido en el horizonte el astro radiante se ponía en el horizonte opuesto.
–¡Diablos! –exclamó el capitán Servadac–. Nuestro año va a ser ahora de dos mil ochocientos días.
–El almanaque no va a tener santos bastantes para todos los días de este año –dijo Ben-Zuf.
Y, en efecto, si Palmirano Roseta hubiera querido rehacer su calendario con arreglo a la nueva duración de los días, habría tenido que hablar del 238 de junio o del 325 de diciembre.
En cuanto al fragmento de Galia que se había llevado a los ingleses y a Gibraltar, no tardó en verse gravitando alrededor del cometa, y que cada vez se iba alejando más de él.
¿Pero se había llevado consigo una parte cualquiera del mar y de la atmósfera de Galia?
¿Tenía suficientes condiciones de habitabilidad? ¿Y, en fin, volvería alguna vez a la Tierra?
Esto no podía saberse entonces.
¿Qué influencia podía ejercer semejante desmembración en la marcha de Galia? Esto era ‘o que el conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio habíanse preguntado desde luego. El primer efecto que habían experimentado era el aumento de sus fuerzas musculares y la nueva disminución de la gravedad. Habiendo disminuido notablemente la masa de Galia, ¿no se modificaría su celeridad, y no podía temerse que se adelantara o retrasara su revolución, evitando con ello el choque con la Tierra?
Ésta habría sido una irreparable desgracia.
¿Había variado la celeridad de Galia? El teniente Procopio no lo creía. Sin embargo, como no tenía conocimientos suficientes en esta materia, no se atrevía a hacer afirmación
alguna a este respecto.
Sólo Palmirano Roseta podía responder a esta pregunta, y era preciso a todo trance, por la persuasión o por la violencia, obligarle a hablar y a decir cuál era la hora precisa en que debía ocurrir el choque.
Desde luego, y durante los días siguientes, se advirtió que el profesor estaba de un humor endiablado. ¿Era por haber perdido su famoso telescopio, o porque la división de Galia en dos fragmentos no había alterado su celeridad, y, por consiguiente, iba a encontrar a la Tierra en el momento previsto?
Efectivamente, si a consecuencia de la división del cometa se hubiera adelantado o retrasado en su marcha, hasta el punto de comprometer su vuelta a la Tierra, Palmirano Roseta no habría podido disimular su satisfacción, y, como no manifestaba alegría alguna, era indudable que no tenía motivos para estar alegre, por lo menos desde este punto de vista.
Tales eran las conjeturas que nacían el capitán Servadac y sus compañeros; pero esto no era suficiente, se necesitaba arrancar a aquel erizo su secreto.
Al fin, el capitán Servadac consiguió lo que deseaba, arrancándole el secreto al profesor, lo que acaeció casi por sorpresa.
Era el 18 de diciembre, Palmirano Roseta, exasperado, acababa de discutir agriamente con Ben-Zuf, que había insultado al profesor en su cometa, preguntando qué especie de astro era aquel que se rompía como un juguete de niño, que estallaba como un arpa vieja y que se hendía como una nuez seca. Y tantas y tales cosas llegó a decir de Galia el ordenanza de Héctor Servadac, que si Palmirano Roseta no estalló entonces de cólera, como un triquitraque, debe creerse que lo debió a un milagro de la divina Providencia. Los dos se habían arrojado a la cabeza recíprocamente, el uno Galia, y el otro Montmartre.
La casualidad hizo que el capitán Servadac llegara en el momento en que la discusión era más viva. No sabemos si por inspiración celeste o por otra causa, se le ocurrió que, puesto que la suavidad empleada de nada había servido para obtener la revelación que se esperaba de Palmirano Roseta, acaso la violencia sería más eficaz, y se puso de parte de Ben-Zuf.
Esto aumentó la cólera del profesor que se deshizo en improperios contra su ex discípulo.
El capitán Servadac fingió encolerizarse también.
–Señor profesor –dijo–, tiene usted una libertad de lenguaje que no me conviene, y que estoy resuelto a no tolerar durante más tiempo. Usted no recuerda que habla al gobernador general de Galia.
–Y usted –contestó el irascible astrónomo– olvida que está hablando con su propietario.
–No importa, señor profesor; los derechos de propiedad de usted son muy dudosos.
–¿Dudosos?
–Y puesto que no podemos ya volver a la Tierra, se someterá usted en lo sucesivo a las
leyes que rigen en Galia.
–¡Ah! ¿De veras? –dijo Palmirano Roseta–. ¿Me someteré en lo sucesivo?
–Sí, señor, y especialmente ahora que Galia no ha de volver a la Tierra, y que, por consiguiente, estamos condenados a vivir aquí eternamente –respondió el capitán Servadac.
–¿Y por qué no ha de volver Galia a la Tierra? –preguntó el profesor con acento despectivo.
–Porque, habiéndose dividido en dos pedazos –respondió el capitán Servadac–, su masa ha disminuido, y, por consiguiente, se habrá modificado su celeridad.
–¿Y quién dice tamaño disparate?
–Yo lo digo; y todo el mundo lo dice también.
–Pues bien, capitán Servadac, usted y todos los que dicen eso son unos…
–¡Señor Roseta!
–Son unos ignorantes, unos asnos que desconocen por completo la mecánica celeste.
–¡Cuidado, señor profesor!
–¡Y no saben nada de la física más elemental!
–¡Señor profesor!
–¡Ah, mal discípulo! –exclamó el profesor, completamente exasperado–. ¡ No he olvidado que en otro tiempo era usted la deshonra de mi clase!
–¡Eso es demasiado!
–¡Que era usted la ignominia del colegio Carlomagno!
–¡Si no calla usted…!
–No, no me callaré, y tendrá usted que oírme, por más capitán que sea. ¡Valientes físicos son ustedes! ¡Porque la masa de Galia ha disminuido, creen que se ha modificado su celeridad tangencial! ¡ Como si la celeridad no dependiera únicamente de la primordial combinación con la atracción solar! ¡Como si las perturbaciones no se calcularan, prescindiendo de la masa de los astros perturbados! ¿Acaso es conocida la masa de los cometas? No. ¿Y no se calculan, sin embargo, sus perturbaciones? Sí. ¡Ah! ¡Me inspira usted lástima!
El profesor iba entusiasmándose cada vez más, y Ben-Zuf, tomando por lo serio la cólera del capitán Servadac, le dijo:.
–¿Quiere usted que le parta en dos, mi capitán, como se ha partido su cometa?
–¡ Imbécil! ¡Atrévase usted a tocarme siquiera con el dedo! –exclamó Palmirano Roseta, irguiéndose cuanto permitía su pequeña estatura.
–Señor profesor –dijo vivamente el capitán Servadac–, sabré hacer entrar a usted en razón.
–Y yo le llevaré a usted ante los tribunales competentes por maltratarme de palabra y
de hecho.
–¿Los tribunales de Galia?
–No, señor capitán, los tribunales de la Tierra.
–¡Bah! La Tierra está muy lejos –dijo el capitán.
–Por lejos que esté –repuso Palmirano Roseta, excesivamente sofocado–, no dejaremos de cortar su órbita en el nudo ascendente en la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero, y llegaremos a ella a las dos horas cuarenta y siete minutos treinta y cinco segundos y seis décimas de segundo de la madrugada…
–Mi querido, respetado y sabio profesor –respondió el capitán Servadac, saludándolo graciosamente–, no deseaba saber más de usted.
Y separóse de Palmirano Roseta, que se quedó estupefacto, y a quien Ben-Zuf creyó también deber saludar no menos graciosamente que su capitán.
Héctor Servadac y sus compañeros sabían al fin lo que tanto les interesaba saber. A las dos horas, cuarenta y siete minutos, treinta y cinco segundos y seis décimas de la madrugada del 1.º de enero el cometa Galia volvería a chocar con la Tierra.
Faltaban por consiguiente, trece días terrestres, o sea veintiséis días galianos del antiguo calendario, o cincuenta y dos del nuevo.
Mientras tanto, hacíanse los preparativos para la partida con sin igual ardor; todos ansiaban que llegara el momento de salir de Galia, y a todos parecía el globo inventado por el teniente Procopio el medio más seguro de evitar el riesgo que les amenazaba.
Deslizarse con la atmósfera galiana en la atmósfera terrestre, parecíales cosa facilísima, olvidándose los mil peligros de aquella situación sin precedente en los viajes aerostáticos.
Nada era para ellos más natural; y sin embargo, el teniente Procopio repetía, con razón, que el globo, súbitamente detenido en su movimiento de traslación, se quemaría con toda la gente que llevara, si Dios no hacía un milagro. El capitán Servadac mostrábase en presencia de los colonos entusiasmado, y Ben-Zuf, que siempre había ansiado dar un paseo en globo, pensando haber llegado al colmo de sus aspiraciones.
El conde Timascheff, más frío, y el teniente Procopio, más reservado, reflexionaron acerca de los peligros que ofrecía aquella tentativa; pero estaban dispuestos a todo.
En aquella época el mar, libre de los hielos, había vuelto a ser navegable. Preparóse la chalupa de vapor, y con el carbón que quedaba se hicieron varios viajes a la isla de Gurbí.
El capitán Servadac, Procopio y algunos marinos rusos fueron los primeros que emprendieron este viaje y encontraron que la isla Gurbí y el cuerpo de guardia habían sido respetados por aquel invierno.
Varios arroyuelos regaban la superficie del suelo; las aves que habían abandonado a Tierra Caliente, habíanse vuelto a instalar en aquel rincón de tierra fértil, donde veían de nuevo el verdor de las praderas y de los árboles. La influencia de aquel calor ecuatorial de los días de tres horas, había hecho crecer nuevas plantas, sobre las que el Sol derramaba sus rayos perpendiculares con extraordinaria intensidad. Era el estío ardiente que sucedía casi de repente al invierno.
En la isla Gurbí se recogieron la hierba y la paja que habían de servir para hinchar el globo. Si este enorme aparato no hubiera tenido un volumen tan grande, quizá lo habrían trasladado por mar a la isla Gurbí, pero se creyó preferible remontarse al espacio desde Tierra Caliente, y llevar a ésta el combustible destinado a enrarecer el aire.
Ya se quemaba para las necesidades diarias la leña procedente de los restos de los dos buques. Cuando se trató de utilizar la de la urca, Isaac Hakhabut pretendió oponerse a ello; pero Ben-Zuf le hizo entender que si se oponía, le harían pagar cincuenta mil francos por su sitio en la navecilla del globo, y entonces el avariento judío suspiró y guardó silencio.
El 25 de diciembre estaban completamente terminados todos los preparativos para la partida, y se festejó el aniversario de la Natividad de Nuestro Señor Jesuscristo como se había festejado un año antes, aunque con sentimiento religioso más vivo. En cuanto al primer día del año inmediato, los colonos esperaban celebrarlo en la Tierra, llegando Ben-Zuf a prometer buenos regalos para aquel día al joven Pablo y a la niña.
–Mirad –les dijo–, es como si los tuvierais en la mano.
Por muy extraño que parezca, es lo cierto que, al aproximarse el momento supremo, el capitán Servadac y el conde Timascheff pensaban en cosas muy ajenas a los peligros de la llegada a la Tierra. La frialdad que manifestaba el uno del otro no era fingida; los dos años que acababan de pasar juntos lejos de la Tierra, eran para ambos como un sueño olvidado, e iban a encontrarse en el terreno de la realidad, enfrente uno del otro, porque entre ellos se interponía una imagen hechicera, que les impedía verse como en otro tiempo.
Entonces, ocurriósele al capitán Servadac la idea de concluir el famoso rondó cuya última copla había quedado sin terminar. Algunos versos más, y aquel delicioso poemita estaría completo. Galia había arrebatado un poeta a la Tierra y lo devolvería.
El capitán pasaba y repasaba mentalmente todas las rimas.
En cuanto a los demás habitantes de la colonia, el conde Timascheff y el teniente Procopio ansiaban vehementemente volver a la Tierra Los rusos no pensaban más que en seguir a su amo adonde quisiera llevarlos.
Los españoles lo habían pasado tan bien en Galia, que de buena gana habrían permanecido en ella el resto de sus días aunque Negrete y los suyos no dejaban de sentirse atraídos por el deseo de volver a ver las risueñas campiñas de Andalucía.
Pablo y Nina anhelaban también volver a la Tierra con todos sus amigos, pero con la condición de no separarse nunca.
Entre los galianos sólo había un descontento: el malogrado Palmirano Roseta, cuya cólera no cedía.
El iracundo profesor no cesaba de jurar que no se embarcaría en la navecilla; pretendía no abandonar su cometa y continuar en él noche y día haciendo observaciones astronómicas. ¡Ah! ¡Qué falta le hacía su anteojo! Galia iba a entrar en la estrecha zona de las estrellas errantes. ¿No había allí fenómenos que observar y descubrimientos que hacer?
El astrónomo, desesperado, empleó entonces el medio heroico de aumentar la pupila de sus ojos a fin de remplazar algo la fuerza óptica de su anteojo. A este fin se sometió a la acción de la belladona, que tomó de la botica de la Colmena de Nina, y miró y remiró
hasta casi cegar. Pero, aunque había aumentado la intensidad de la luz que se pintaba en su retina, no vio nada ni descubrió nada.
Los últimos días transcurrieron en medio de una sobreexcitación febril, de la que nadie estuvo exento. El teniente Procopio, vigilaba la ejecución de los últimos detalles. Los dos mástiles más pequeños de la goleta fueron plantados en la playa para que sirvieran de sostén al enorme globo, todavía no hinchado, pero envuelto ya en la red. La navecilla, de capacidad suficiente para contener a todos los pasajeros, se encontraba también allí.
Algunos odres atados a su quilla debían permitirle sobrenadar durante algún tiempo, en el caso de que el globo cayera en el mar, cerca de un litoral, porque si caía en medio del océano, se iría a pique con todos los que llevaba, a no ser que pasara algún buque a punto para recogerlos.
Transcurrieron los días 26, 27, 28, 29 y 30 de diciembre. No quedaban más que veintisiete horas terrestres que pasar en Galia. Y llegó al fin el 31 de diciembre.
Aún faltaban veinticuatro horas, al cabo de las cuales el globo elevado en la atmósfera por el aire caliente y rarificado, se cernería sobre el suelo de Galia. Es verdad que aquella atmósfera era menos densa que la de la Tierra, pero, siendo menor la atracción, el aparato sería menos pesado.
Galia encontrábase a la sazón a cuarenta millones de leguas del Sol, distancia algo superior de la que separa al Sol de la Tierra. Avanzaba con excesiva rapidez hacia la órbita terrestre, que iba a cortar en su nudo ascendente, precisamente en el punto de la eclíptica que había de ocupar a su paso el esferoide. La distancia que separaba al cometa de la Tierra era sólo de dos millones de leguas; y marchando ambos astros uno hacia el otro, aquella distancia iba a ser recorrida a razón de ochenta y siete mil leguas por hora, recorriendo Galia cincuenta y siete mil y la Tierra unas veintinueve mil.
En fin, a las dos de la mañana los galianos se dispusieron a emprender la marcha. La colisión debía efectuarse cuarenta y siete minutos y treinta y cinco segundos después.
A causa de la modificación del movimiento de rotación de Galia sobre su eje, era a la sazón de día, y de día también en la parte del globo terrestre con que iba a chocar el cometa.
El globo había sido hinchado una hora antes y la operación había resultado perfecta. El enorme aparato, balanceándose entre los dos mástiles, que lo sujetaban, estaba dispuesto a partir, y la navecilla, unida a la red, no esperaba más que a los pasajeros.
Galia encontrábase ya a setenta y cinco mil leguas de la Tierra.
Isaac Hakhabut se instaló antes que ninguno en la barquilla; pero en aquel momento el capitán Servadac, advirtiendo que el judío llevaba un enorme cinto, le preguntó:
–¿Qué es eso?
–Esto, señor gobernador –respondió Isaac Hakhabut–, es mi modesto capital, que llevo conmigo.
–Y, ¿cuánto pesa el modesto capital de usted?
–¡Oh! Unos treinta kilos solamente.
–¡Treinta kilos, y nuestro globo no tiene más fuerza ascensorial que la precisa para levantarnos! Maese Isaac, arroje usted ese inútil peso.
–Pero, ¡señor gobernador!
–Es inútil que se lamente, porque no podemos sobrecargar de ese modo la barquilla.
–¡Dios de Israel! –exclamó el judío–. ¡Toda mi hacienda todo mi capital tan penosamente ganado!
–Bien sabe usted, maese Isaac, que su oro no valdrá nada en la Tierra, porque Galia vale doscientos cuarenta y seis trillones.
–Pero, ¡señor gobernador, por piedad!
–¡Vamos, Matatías! –dijo entonces Ben-Zuf–. Líbranos de tu presencia o de tu oro: escoge.
El desdichado judío no tuvo otro remedio que deshacerse de su enorme cinturón, lo que efectuó con lamentaciones y exclamaciones de que no podríamos dar una idea.
Palmirano Roseta motivó otra escena no menos curiosa. El sabio, rabioso, pretendía no abandonar el núcleo de su cometa. Aquello era arrancarlo de su propiedad; por lo demás, aquel globo era un aparato absurdamente imaginado; el paso de una atmósfera a otra no podría efectuarse sin que el globo se quemara como una simple hoja de papel. En su opinión era menos peligroso permanecer en Galia, y en el caso en que Galia no hiciera más que rozar la Tierra, a lo menos, Palmirano Roseta continuaría gravitando con ella. Por último, alegó mil razones acompañadas de imprecaciones furibundas y grotescas, tales como amenazas de imponer un castigo para toda la vida a su rebelde y desaplicado discípulo Servadac.
A pesar de todo, el profesor fue introducido el segundo en la barquilla, atado y sujeto por dos robustos marineros. El capitán Servadac, resuelto a no dejarlo en Galia, lo había embarcado con aquella violencia.
Fue necesario también abandonar los dos caballos y la cabra de Nina, abandono doloroso para el capitán, para Ben-Zuf y para la niña; pero era imposible llevarlos. De todos los animales únicamente la paloma de Nina tuvo un sitio reservado. ¿Quién sabe si aquella paloma no llegaría a servir de mensajero entre los pasajeros de la barquilla y algún punto de la superficie terrestre?
El conde Timascheff y el teniente Procopio se embarcaron a invitación del capitán.
Éste encontrábase todavía sobre el suelo galiano con el fiel Ben-Zuf.
–Vamos, Ben-Zuf, a ti te toca –le dijo.
–Después que usted, mi capitán.
–No; debo quedar el último a bordo, como el comandante que se ve precisado a abandonar su buque.
–Sin embargo…
–¡Embárcate! Te lo mando.
–¡Por obediencia, entonces! –respondió Ben-Zuf, El asistente entró en la barquilla y después que él se embarcó el capitán Héctor Servadac.
Entonces se cortaron las últimas cuerdas y el globo se levantó majestuosamente en la atmósfera.