Durante dieciocho meses

El 31 de marzo despuntó el alba sin que el Kawdjer, agitado por las fuertes emociones de

la vigilia, hubiera conciliado el sueño. ¡Qué pruebas acababa de pasar! ¡Qué experiencias acababa de realizar! Había llegado hasta el fondo del alma humana, capaz, a un mismo tiempo, de lo mejor y de lo peor, de los instintos más feroces y de la más pura abnegación.

Antes de ocuparse de los culpables, se apresuró en socorrer a las inocentes víctimas de aquel drama espantoso. Dos camillas improvisadas los habían transportado rápidamente a la Gobernación.

Cuando Sand estuvo desvestido y reposó sobre la litera, su estado aún pareció más horroroso. Sus piernas, literalmente hechas papilla, ya no existían. El espectáculo de aquel joven cuerpo martirizado era tan lamentable, que a Hartlepool le dio un vuelco el corazón, y grandes lágrimas rodaron sobre sus mejillas curtidas por todas las brisas del mar.

Con una paciencia maternal, el Kaw-djer curó aquella pobre carne despedazada. Era evidente que, con aquellas piernas terriblemente laminadas, Sand estaba condenado a no poder utilizarlas jamás y a llevar, hasta su último día, una vida de inválido. No había nada que hacer a aquel respecto, pero ya se lograría un apreciable resultado si se podía evitar una amputación que podría ser fatal para aquel débil organismo.

Terminada la curación, el Kaw-djer hizo pasar algunas gotas de un cordial entre los labios descoloridos del herido, que comenzó a lanzar débiles quejidos y a murmurar palabras confusas.

El Kaw-djer se ocupó en segundo lugar de Dick, que también parecía encontrarse en gran peligro. Ardía con una intensa fiebre, tenía los ojos cercados, nerviosos temblores recorrían su cara de color teja y una respiración entrecortada silbaba entre sus. dientes apretados. Ante aquellos síntomas diversos, el Kaw-djer sacudió la cabeza con aire inquieto. A pesar de la integridad de sus miembros y de su aspecto menos impresionante, el estado de Dick era en realidad mucho más grave que el de su salvador.

Cuando estuvieron acostados los dos niños, el Kaw-djer, a pesar de lo avanzado de la hora, se dirigió a casa de Harry Rhodes y le puso al corriente de los acontecimientos. El relato trastornó a Harry Rhodes que no regateó la ayuda de los suyos. Convinieron que la señora Rhodes y Clary, Tullia Ceroni y Graziella velarían por turnos en la cabecera de los dos niños, las jóvenes durante el día y sus madres durante la noche. La primera en hacer guardia fue la señora Rhodes. Se vistió en un instante y partió con el Kaw-djer.

Fue solamente entonces cuando éste, habiendo puesto remedio de aquel modo a lo más urgente, fue a buscar reposo; pero no lograría encontrarlo. Demasiadas emociones agitaban su corazón, un problema demasiado grave se planteaba en su conciencia.

De los cinco asesinos, tres estaban muertos, pero quedaban dos más. Había que tomar partido con respecto a ellos. Si uno, Sirdey, había desaparecido y erraba por la isla donde no tardarían sin duda en encontrarlo, el otro, Kennedy, esperaba, encerrado en la prisión, a que se decidiera sobre su suerte.

Aquella vez no era cuestión de echar tierra sobre un asunto cuyo balance se saldaba con tres hombres muertos, uno en fuga y dos niños en peligro de muerte. Además, demasiadas personas estaban al corriente para que se pudiera esperar mantenerlo en secreto. Había que actuar. ¿En qué dirección?

Ciertamente, los medios de acción adoptados por la gente con la que el Kaw-djer acababa

de combatir, no tenían nada en común con los que él estaba inclinado a emplear, pero, en el fondo, el principio era el mismo. En suma, se reducía a que a aquella gente como a él mismo, le repugnaba la coacción, y no habían podido resignarse a ella. La diferencia de temperamentos había hecho el resto. Habían querido derrocar la tiranía, mientras que él se había contentado con huir de ella. Pero, a fin de cuentas, su necesidad de libertad, aunque fuera opuesta a sus manifestaciones, era semejante en su esencia a la suya, y aquellos hombres no eran, después de todo, más que rebeldes como también lo había sido él mismo. Y reconociéndose en ellos, ¿iba a arrogarse el derecho de castigo bajo el pretexto de ser el más fuerte?

En cuanto se hubo levantado, el Kaw-djer se dirigió a la prisión, donde Kennedy había pasado la noche postrado en un banco. Al verlo acercársele, se levanto apresuradamente y, no contento con aquel gesto de respeto, se quitó humildemente la boina. Para hacerlo, el antiguo marinero tuvo que alzar juntas sus manos que estaban unidas por una corta y sólida cadena de hierro. Después de esto, esperó con la mirada baja.

Kennedy se semejaba a un animal cogido en la trampa. Alrededor suyo se encontraba el aire, el espacio, la libertad. Ya no tenía derecho a aquellos bienes naturales de los que había querido privar a otros hombres y de los que otros hombres le privaban a su vez.

El Kaw-djer no soportó su vista.

-¡Hartlepool…! -llamó, acercando la cabeza al puesto de policía.

Hartlepool acudió.

-Saquéle la cadena -dijo el Kaw-djer, mostrándole las manos trabadas del prisionero.

-Pero, señor… -empezó Hartlepool.

-Se lo ruego… -interrumpió el Kaw-djer con un tono que no admitía réplica.

Luego, cuando Kennedy estuvo libre, se dirigió a él.

-Has querido matarme. ¿Por qué? -le preguntó.

Kennedy, sin alzar la mirada, se encogió de hombros, balanceándose torpemente y dando vueltas entre sus dedos a su gorro de marino, a modo de respuesta de que no lo sabía.

El Kaw-djer, después de haberle observado un instante en silencio, abrió de par en par la puerta que daba al puesto de policía y apartándose:

-¡Vete! -dijo.

Luego, Kennedy mirándole con aire indeciso.

-¡Vete! -dijo por segunda vez con voz tranquila.

Sin hacerse rogar, el antiguo marinero salió con la espalda encorvada. El Kaw-djer cerró la puerta tras él y se dirigió a ver a los dos enfermos, abandonando a Hartlepool a sus reflexiones, completamente perplejo.

El estado de Sand era estacionario, pero el de Dick parecía muy agravado. Presa de un furioso delirio, este último se agitaba sobre su litera pronunciando palabras incoherentes.

Ya no cabía duda alguna, el niño tenía una congestión cerebral de tal magnitud que había

que temer un final fatal. En las presentes circunstancias no se le podía aplicar la medicación habitual. ¿Dónde se podía procurar el hielo para refrescar su ardiente frente?

Los progresos realizados en la isla Hoste aún no eran tales, que permitieran encontrar aquella sustancia fuera del período invernal.

La naturaleza no iba a tardar en proporcionar en cantidades ilimitadas aquella sustancia cuya ausencia deploraba el Kaw-djer. El invierno del año 1884 fue muy crudo y también excepcionalmente precoz. Desde los primeros días de abril, comenzó con violentas tempestades que se sucedieron durante un mes, casi sin interrupción. A aquellas tempestades siguió un descenso excesivo de temperatura, que finalmente provocó unas nevadas como nunca las hubo visto el Kaw-djer desde que se había instalado en la Tierra de Magallanes. En tanto que estuvo en manos de los hombres, se luchó enérgicamente contra la nieve, pero en el transcurso del mes de junio, cayeron implacables copos en torbellinos tan espesos que tuvieron que reconocerse vencidos. A pesar de todos los esfuerzos, la capa de nieve alcanzó a mediados de julio un espesor de más de tres metros y Liberia quedó sepultada bajo una sábana helada. Las ventanas de los primeros pisos sustituyeron a las puertas habituales. En cuanto a las casas que no tenían más que planta baja, su única salida consistió en un agujero abierto en el tejado. Como es lógico, la vida pública se detuvo por completo y las relaciones sociales se redujeron al mínimo indispensable para asegurar la subsistencia de todos.

La salud pública acusó necesariamente aquella rigurosa exclaustración. Algunas enfermedades epidémicas hicieron de nuevo su aparición y el Kaw-djer tuvo que ayudar al único médico de Liberia, que se veía desbordado.

Felizmente y para tranquilidad suya, ya no había que inquietarse, por el momento, ni por Dick ni por Sand. Sand había sido el primero en encontrarse en vías de curación. Diez días después del drama del que había sido la víctima voluntaria, se le pudo considerar fuera de peligro y ya no hubo motivo para dudar que la amputación sería evitada. En efecto, en los días sucesivos, la cicatrización avanzó cada vez más con aquella rapidez, casi podría decirse con aquella fogosidad, propia de los tejidos jóvenes. No habían transcurrido dos meses cuando se autorizó a Sand a abandonar el lecho.

¿Abandonar el lecho…? A decir verdad, la expresión resulta inapropiada. Sand no podía, no podría ya jamás abandonar el lecho, ni moverse lo más mínimo sin que le ayudaran.

Sus piernas muertas no volverían a soportar jamás su cuerpo de impedido, condenado en lo sucesivo a la inmovilidad.

Pero aquello no parecía afectar demasiado al joven. Cuando volvió a adquirir conciencia de las cosas, la primera palabra no fue para lamentar su estado, sino para informarse de la suerte de Dick, por cuya salvación se había sacrificado tan heroicamente. Una pálida sonrisa entreabrió sus labios cuando le aseguraron que Dick estaba sano y salvo, pero aquello pronto le resultó insuficiente y, a medida que recuperaba fuerzas, comenzó a reclamar a su amigo con una insistencia cada vez mayor.

Durante mucho tiempo no fue posible satisfacerle. Dick no salió de su delirio durante más de un mes. Su frente echaba humo, literalmente, a pesar del hielo que el Kaw-djer podía emplear ahora sin reservas. Luego, cuando al final se resolvió aquel crítico período, el enfermo estaba tan débil que su vida parecía pendiente de un hilo.

De todos modos, desde aquel día se notaron rápidos progresos en su convalecencia. El mejor de los remedios fue para él enterarse de que también Sand se había salvado. El rostro de Dick se iluminó con aquella noticia de una felicidad celestial y, por primera vez desde hacía muchos días, se quedó dormido en un apacible sueño.

Al día siguiente, él mismo pudo asegurar a Sand que no le habían engañado, y a partir de aquel momento éste se libró de toda preocupación. No hacía caso alguno de su desgracia personal. Tranquilizado por la suerte de Dick, reclamó en seguida su violín y cuando tuvo entre sus brazos su querido instrumento, pareció en la cima de la felicidad.

Algunos días más tardé, hubo que ceder a las instancias de los dos niños y reunirlos en la misma habitación. Desde entonces, las horas transcurrieron para ellos con la rapidez de un sueño. En sus literas, colocadas una junto a otra, Dick leía mientras Sand tocaba y, de vez en cuando se miraban sonriendo para descansar. Se consideraban completamente felices.

Un día triste fue cuando Sand abandonó el lecho. La vista del amigo martirizado de aquel modo lanzó a Dick, ya levantado desde hacía una semana, en un abismo de desesperación.

La impresión que le produjo aquel espectáculo fue tan duradera como profunda. Se transformó de pronto, como si una varita mágica le hubiera tocado. Nació otro Dick, más respetuoso, más reflexivo, con una conducta menos descarada y menos combativa.

Era entonces principios del mes de junio, es decir , el momento en que la nieve comenzaba a bloquear a los liberianos en sus viviendas. Un mes más tarde entraban en el período más frío de aquel rudo invierno. No había que contar con el deshielo antes de la primavera.

El Kaw-djer se esforzó por reaccionar contra los deprimentes efectos de aquel largo cautiverio. Se organizaron bajo su dirección juegos al aire libre. Por un canal abierto con gran cantidad de brazos en la orilla del río, el agua, sacada de debajo del hielo, se expandió por la llanura cenagosa que fue transformada así en un admirable campo de patinaje. Los adeptos a aquel deporte, muy practicado en América, se lo pasaron en grande. Para quienes les era familiar, se dispusieron carreras de esquís o vertiginosos deslizamientos en trineos a lo largo dé las pendientes de las colinas del sur.

Poco a poco, los invernantes se acostumbraron a aquellos deportes en el hielo y tomaron gusto por ellos. Además éstos influyeron notablemente en la alegría y en la salud públicas.

Así se fueron sucediendo los días, mejor o peor, hasta el 5 de octubre. En esa fecha tuvo lugar el deshielo. La nieve que cubría la llanura situada junto al mar fue la primera en fundirse. Al día siguiente se fundió a su vez la que ocupaba Liberia, transformando las calles en torrentes, mientras que el río rompía su prisión de hielo. Luego, el fenómeno se generalizó y el deshielo de las primeras pendientes del sur alimentó durante muchos días los torrentes enlodados que se deslizaban a través de la ciudad; finalmente el deshielo continuó propagándose por el interior y el río creció rápidamente. En veinticuatro horas alcanzó el nivel de las orillas. Muy pronto se desbordaría por la ciudad. Había que intervenir, so pena de ver destruida la obra de tanto tiempo.

El Kaw-djer echó mano de todos los brazos. Un ejército de jornaleros levantó una presa siguiendo un ángulo que abarcaba la ciudad y cuyo vértice se situó al sudoeste. Uno de los lados de aquel ángulo se dirigía oblicuamente hacia los montes del sur, mientras que el otro, trazado a una cierta distancia del río, se amoldaba sensiblemente a su curso. Un pequeño número de casas, y especialmente la de Patterson, construidas demasiado cerca

de la orilla, quedaban fuera del perímetro de protección. Tuvieron que resignarse a aquel sacrificio necesario.

En cuarenta y ocho horas estuvo terminado, aquel trabajo proseguido día y noche. Justo a tiempo. Un diluvio acudía hacia el mar desde el interior. La presa partió en dos, como una cuña, aquella inmensa capa de agua. Una parte se lanzó hacia el oeste, hacia el río, mientras que por el este corría la otra retumbando hacia el mar.

A pesar de la inclinación del suelo, Liberia fue en pocas horas una isla en una isla. No se veía más que agua por todas partes, hacia el este y el sur; desde donde emergían las montañas y hacia el noroeste, desde donde sobresalían las casas del Bourg Neuf, protegido por su relativa altura. Todas las comunicaciones quedaron cortadas. Entre la ciudad y su suburbio del río se precitaban bramando oleadas cada vez mayores.

Ocho días más tarde, la inundación no mostraba aún ninguna tendencia a disminuir y fue entonces cuando se produjo un grave accidente. A la altura del cercado de Patterson, la orilla, socavada por las aguas furiosas se vino abajo de pronto arrastrando consigo la casa del irlandés. Este y Long desaparecieron con ella, llevados por un incontenible torbellino.

Desde el comienzo del deshielo, Patterson, sordo a todas las reprobaciones, se había negado enérgicamente a abandonar su vivienda. No cedió cuando se vio excluido de la protección de la presa, ni tampoco cuando la parte inferior de su cercado estuvo invadida.

Ni tampoco cedió cuando el agua azotó la entrada de su casa.

En un instante, y bajo los ojos de algunos espectadores que desde lo alto de la presa asistían a la escena, casa y habitantes fueron engullidos Como si el doble asesinato hubiera satisfecho su cólera, la inundación mostró poco después una tendencia a decrecer. El nivel del agua bajó poco a poco y, finalmente, el 5 de noviembre, justo un mes después del comienzo del deshielo, el río volvió a su cauce habitual.

Pero ¡qué estragos dejaba el fenómeno tras él! Las calles de Liberia estaban surcadas como si un arado hubiera pasado por encima. No quedaban más que vestigios de las carreteras, que en algunos lugares habían desaparecido y en otros se mostraban cubiertas por una espesa capa de lodo.

En primer lugar, se ocuparon de restablecer las comunicaciones suprimidas. Construida en plena ciénaga, la carretera que conducía al Bourg Neuf era la que había sufrido los más serios daños. También fue la última en recobrar su aspecto normal. Se necesitaron más de tres semanas para hacer de nuevo practicable el paso.

Paya sorpresa general, la primera persona que la utilizó fue precisamente Patterson. Fue visto por los pescadores del Bourg Neuf en el momento en que llegaba al mar, desesperadamente aferrado a un trozo de madera; el irlandés había tenido la suerte de salir sano y salvo de aquel mal paso. Por el contrario, Long no había tenido la misma suerte.

Los resultados de las búsquedas que se hicieron para encontrar su cuerpo fueron infructuosos.

Obtuvieron ulteriormente aquellas informaciones de los salvadores, y no de Patterson quien, sin dar la menor explicación, se dirigió en línea recta hacia él antiguo emplazamiento de su casa. Cuando vio que no quedaba ni rastro, se apoderó de él la

desesperación. Con aquélla, desaparecía todo lo que había poseído sobre la tierra. Todo estaba perdido sin remedio, lo que había traído a la isla Hoste, lo que había acumulado después, a costa de trabajo, de privaciones, de implacable dureza para con los demás y para consigo mismo. Ya no le quedaba nada a él, para quien el oro era la única pasión, para quien su único objetivo había consistido siempre en amasar más y más, y ahora era el más pobre entre los pobres que le rodeaban. Tenía que volver a comenzar su vida, desnudo y desprovisto de todo como cuando se llega a la tierra.

Fuera cual fuese su abatimiento, Patterson no se permitió ni lamentaciones ni quejas.

Primero, meditó en silencio con los ojos fijos en el río que se había llevado sus bienes, luego fue deliberadamente al encuentro del Kaw-djer. Habiéndole abordado con humilde educación y después excusándose por la libertad que se tomaba le expuso que la inundación, además de que le podía haber costado la vida, le había reducido a la más terrible miseria.

El Kaw-djer, que sentía por el demandante una profunda antipatía, le respondió en tono frío:

-Lo lamento mucho, pero ¿qué puedo hacer? ¿Es una ayuda lo que usted pide?

En contrapartida a su implacable avaricia, Patterson poseía una cualidad: el orgullo. Jamás le habría implorado nada a nadie. Si se había mostrado poco escrupuloso en la elección de los medios, siempre se había enfrentado él solo a todo el mundo y su lenta ascensión hacia la fortuna no se la debía a, nadie más que a sí mismo.

-No estoy pidiendo caridad -replicó enderezando su espalda encorvada-. Reclamo justicia.

-¡Justicia…! -repitió el Kaw-djer sorprendido-. ¿Contra quién?

-Contra la ciudad de Liberia -respondió Patterson-, contra todo el Estado hosteliano.

-¿Con qué motivo? -preguntó el Kaw-djer cada vez más estupefacto.

Volviendo a adoptar una actitud de deferencia. Patterson expuso su pensamiento en términos dulzones. A su entender, estaba comprometida la responsabilidad de la colonia, primero, porque se trataba de una desgracia general y pública cuyos daños debían ser soportados proporcionalmente y además, porque había faltado gravemente a su deber, al no levantar la presa que había salvado a la ciudad justo en la orilla del ríos de modo que hubiera podido proteger todas las casas sin excepción.

Por más que el Kaw-djer le replicaba que la culpa de la que él se quejaba era imaginaria, que si se hubiera levantado el dique más cerca del río, se habría derrumbado con la orilla y que, por consiguiente habría invadido el resto de la ciudad, Patterson no quiso saber nada y se obstinó en repetir sus argumentos precedentes. El Kaw-djer, al borde de su paciencia, cortó de golpe aquella estéril discusión.

Patterson no intentó prolongarla. En seguida volvió a ocupar su puesto entre los trabajadores del puerto. Destruida su vida, la empleaba sin perder una hora en reconstruirla.

El Kaw-djer, considerando cerrado el incidente, dejó de pensar inmediatamente en él. Al día siguiente tuvo que desengañarse. No, el incidente no estaba cerrado, tal y como probaba una queja recibida por Ferdinand Beauval en su calidad de presidente del

Tribunal. Como ya le habían demostrado una vez al irlandés que había justicia en la isla Hoste, recurrió a ella por segunda vez.

De buen o mal grado se vieron obligados a pleitear aquel singular proceso en él que, claro está, perdió Patterson. Al terminar la sentencia se retiró sin mostrar la cólera que debía haberle experimentado su fracaso, sordo a las pullas que no se escatimaron para una victima universalmente detestada, y regreso apaciblemente a su puesto de trabajador.

Pero un nuevo germen fermentaba en su alma. Hasta entonces había visto la tierra dividida en dos campos: él en uno y el resto de la humanidad en otro. El problema a resolver consistía únicamente en hacer pasar el mayor oro posible del segundo grupo al primero.

Aquello implicaba una lucha perpetua, pero no implicaba odio. El odio es una pasión estéril; sus intereses no se pagaban con monedas en curso. El auténtico avaro no sabe lo que es. Pero Patterson iba a odiar en lo sucesivo. Odiaba al Kaw-djer que le denegaba la justicia; odiaba a todo el pueblo hosteliano que alegremente había dejado morir el producto tan duramente adquirido a costa de tantas penalidades y esfuerzos: Patterson encerró en sí mismo su odio, que debía prosperar y crecer en aquella alma, cálido invernadero favorable a la vegetación de los peores sentimientos. Por el momento, era impotente ante sus enemigos. Pero los tiempos podían cambiar… Esperaría.

La mayor parte de la buena temporada fue empleada en reparar los daños causados por la inundación. Se procedió a la reparación de las carreteras y a la reedificación de las granjas en los casos necesarios. Desde el mes de febrero de 1885 no quedó ya el menor rastro de la prueba que la colonia acababa de sufrir.

Mientras se iban realizando aquellos trabajos, el Kaw-djer recorrió la isla en todas direcciones según su costumbre. Ahora podía multiplicar aquellas excursiones que hacía a caballo, pues se habían importado un centenar de aquellos animales. Al azar de sus recorridos, tuvo la ocasión repetidas veces de informarse de Sirdey. Todas las informaciones que obtuvo fueron muy vagas. Raros eran los emigrantes que podían proporcionar la menor noticia del cocinero del Jonathan. Algunos solamente recordaron haberle visto el pasado otoño dirigirse a pie hacia el norte. Nadie fue capaz de decir qué había sido realmente de él.

En el último mes de 1884 un navío trajo los doscientos fusiles encargados después del primer atentado de Dorick. De ahora en adelante, el Estado hosteliano poseería cerca de doscientas cincuenta armas de fuego, sin incluir aquellas que un reducido número de colonos se habían podido procurar.

Un mes más tarde, a principios del año 1885, la isla Hoste recibió la visita de varias familias fueguinas. Como cada año, aquellos pobres indios iban a pedir ayuda y consejos al Bienhechor, ése era el significado del nombre indígena que su reconocímiento había otorgado al Kaw-djer. Si él les había abandonado, ellos no habían olvidado ni olvidarían jamás a quien les había dado tantas pruebas de su abnegación y de su bondad.

De todos modos, fuera cual fuese el amor que le manifestaban los fueguinos, el Kaw-djer no había logrado nunca hasta entonces hacer que ni uno solo de entre ellos se instalara en la isla Hoste. Estas tribus son demasiado independientes para someterse a cualquier regla.

Para ellos no existe ventaja material que valga la libertad. Pues poseer una vivienda es ya ser un esclavo. Sólo es verdaderamente libre el hombre que no posee nada. Es por ello que

prefieren a la certeza del mañana, sus vagabundos recorridos en persecución de un alimento escaso e incierto.

Por vez primera, el Kaw-djer convenció, aquel año, a tres familias de pescadores de plantar su tienda e intentar una vida sedentaria. Aquellas tres familias, las más inteligentes de las que erraban a través del archipiélago, se instalaron en la orilla izquierda del río, entre Liberia y el Bourg Neuf, y fundaron un caserío que serviría de incentivo a las aldeas indígenas que debieran establecerse allí a su vez.

Aquel verano vio además la realización de dos notables sucesos, de carácter distinto.

Uno de aquellos sucesos se refiere a Dick.

Desde el 15 de junio pasado, podía considerarse que los dos niños se habían restablecido.

Dick, en particular, estaba completamente curado, y si aún estaba algo delgado, aquel resto de delgadez no podía resistir mucho tiempo al formidable apetito del que hacia prueba. En cuanto a Sand, no se podía pedir más a su estado general y en cuanto a lo demás, no había motivo de preocupación, pues la ciencia humana no podía impedir que estuviera condenado a la inmovilidad hasta el final de sus días. Por otro lado, el pequeño inválido aceptaba muy apaciblemente aquella inevitable desgracia. La naturaleza le había concedido un alma dulce y poco inclinada a la rebeldía que arrastraba a su amigo Dick. Su dulzura le sirvió en aquella circunstancia. En verdad no echaba en falta los juegos violentos a los que antes se dedicara mucho más para complacer a los otros que para satisfacer sus gustos personales. Le gustaba aquella vida de recluso y siempre le gustaría, a condición de tener su violín y de que su amigo Dick estuviera a su lado cuando el instrumento dejaba excepcionalmente de sonar.

A este respecto, no podía tener queja alguna. Dick se había convertido en su enfermero de cada instante. No habría cedido a nadie su puesto para ayudar a Sand a salir de la cama y a alcanzar el sillón en el que aquél pasaba sus largas jornadas.

Luego, permanecía cerca del herido, atento a sus menores deseos, demostrando una paciencia inalterable, de la que no se habría creído capaz a aquel ardiente niño de antes.

El Kaw-djer asistía a aquel comportamiento conmovedor. Durante la enfermedad de los dos niños, había tenido todo el tiempo a su disposición para observarlos y también se había encariñado con ellos. Pero a Dick le interesaba además del afecto paternal que sentía por él. Día a día, había podido reconocer qué rectitud de alma, qué exquisita sensibilidad y qué viva inteligencia poseía aquel joven y poco a poco, llegó a encontrar lamentable que aquellas dotes tan raras permanecieran improductivas.

Imbuido de aquella idea, resolvió ocuparse personalmente de aquel niño que se convertiría así en el heredero de sus conocimientos en las distintas ramas de la actividad humana.

Aquello era lo que había hecho por Halg. Pero con Dick los resultados serían muy diferentes. En aquel terreno preparado por una larga línea de ascendientes civilizados, la simiente fermentaría con mayor energía, con la única condición de que Dick quisiera poner en práctica los dones excepcionales de los que la naturaleza le había provisto.

El Kaw-djer comenzó con su función de educador hacia el final del invierno. Un día, llevándose a Dick consigo, le habló buscando sus sentimientos más profundos.

-Sand ya está curado -le dijo, cuando estuvieron solos en el campo-. Pero siempre será un inválido. Jamás deberás olvidar, hijo mío, que fue para salvar tu vida que perdió sus piernas.

Dick alzó una mirada ya humedecida hacia el Kaw-djer. ¿Por qué le hablaría así el gobernador? No había ningún peligro de que alguna vez olvidara lo que debía a Sand.

-Sólo tienes una buena forma de agradecérselo -continuó el Kaw-djer-, para que su sacrificio sirva de algo, tienes que hacer tu vida útil a ti mismo y a los demás. Hasta ahora has vivido en la infancia. Hay que prepararte para ser un hombre.

Los ojos de Dick brillaron. Comprendía aquel lenguaje.

-¿Qué hay que hacer para eso, gobernador? -le preguntó.

-Trabajar -respondió el Kaw-djer con voz grave-. Si me prometes trabajar de verdad, yo seré tu profesor. Recorreremos juntos el mundo de la ciencia.

-¡Gobernador…! -dijo Dick, incapaz de añadir nada más.

Las lecciones comenzaron inmediatamente. El Kaw-djer consagraba una hora diaria a su alumno. Después, Dick estudiaba junto a Sand. En seguida hizo maravillosos progresos que asombraron grandemente a su profesor. Las lecciones acababan la transformación que el sacrificio de Sand había comenzado. Ya no se trataba ahora de jugar al restaurante, ni al león, ni a ningún otro juego de la infancia. Había muerto el niño, engendrando a un hombre prematuramente maduro por el dolor.

El segundo suceso notable fue el matrimonio de Halg y Graziella Ceroni. Halg tenía entonces veintidós años y Graziella ya estaba cerca de los veinte.

Aquel matrimonio no era ni mucho menos el primero celebrado en la isla Hoste. Desde el principio de su gobierno, el Kaw-djer había instituido el estado civil y el establecimiento de la propiedad había tenido como consecuencia inmediata el despertar en los jóvenes en edad de hacerlo, el deseo de fundar familias. Pero el de Halg tenía una importancia particular a los ojos del Kaw-djer. Era la conclusión de una de sus obras, la que, durante mucho tiempo había sido la más querida a su corazón. El salvaje; transformado por él en criatura pensante, iba a perpetuarse en sus hijos.

El futuro del nuevo hogar estaba asegurado con creces. La empresa de pesca dirigida por Halg y su padre Karroly, proporcionaba los mejores resultados. Incluso pensaban instalar en las proximidades del Bourg Neuf una fábrica de conservas, desde donde los productos marítimos de la isla Hoste se expandirían por el mundo entero. Pero aunque aquel proyecto todavía vago no fuera jamás a realizarse, Halg y Karroly encontraban sobre el propio terreno salidas lo suficientemente productivas como para no temer la escasez.

Hacia el final del verano, el Kaw-djer recibió del Gobierno chileno una respuesta a sus proposiciones relativas al cabo de Hornos. Nada decisivo en aquella respuesta. Se iba a reflexionar al respecto. Se daban largas. El Kaw-djer conocía demasiado bien las costumbres oficiales para sorprenderse de aquellas dilaciones. Se armó de paciencia y se resignó a proseguir una conversación diplomática que, debido a las distancias, no estaba cerca de llegar a su fin.

Luego llegó el invierno, trayendo consigo las escarchas. Los cinco meses que duró, no habrían presentado nada extraordinario, si no hubiera sido por una agitación de orden político que se reveló entre la población y que, por lo demás, resultó bastante anodina.

Una curiosa circunstancia fue que el autor ocasional de aquella agitación no era otro que Kennedy. Nadie ignoraba el papel que había desempeñado el antiguo marinero. La muerte de Lewis Dorick y de los hermanos Moore, la heroica abnegación de Sand, la larga enfermedad de Dick y la desaparición de Sirdey no habían podido pasar inadvertidas. Era conocida toda la historia, inclusive el modo casi milagroso en que el Kaw-djer había escapado a la muerte.

Así, cuando Kennedy volvió a mezclarse entre los colonos, no tuvo un acogimiento excesivamente caluroso. Pero poco a poco se fue borrando la primera impresión, mientras

que, por un extraño fenómeno de cristalización, todos los descontentos dispersos se amalgamaron en torno suyo. En suma, su aventura no era corriente. Era un personaje famoso. Aunque fuera un criminal para la inmensa mayoría de los hosteIianos, nadie podía negar que era un hombre de acción, dispuesto a enérgicas resoluciones. Aquella cualidad le convirtió en el jefe natural de los descontentos.

Descontentos los hay siempre y en todos los lugares. Satisfacer a todo el mundo es, al menos por el momento, un sueño irrealizable. Así pues, también los había en Liberia.

Además de los perezosos que formaban, como es de suponer, el grueso de aquel ejército, también estaban aquellos que no habían logrado salir del atolladero o los que, después de haber salido, habían vuelto a caer en él por cualquier motivo. Como es habitual, unos y otros hacían responsable de su decepción a la administración de la colonia. A este primer núcleo se agregaban aquellos cuyo temperamento arrastraba a alimentarse en el verborreo; eran políticos puros, unos profesando las mismas doctrinas que antes fueran las preferidas del Kaw-djer, aunque desgraciadamente desde un punto de vista menos elevado, y otros, comunistas como Lewis Dorick o colectivistas según el evangelio de Karl Marx y de Ferdinand Beauval.

Por muy heterogéneos que fueran aquellos elementos, concordaban muy bien entre sí, puesto que no se trataba más que de formar la oposición. Todas las ambiciones se alían fácilmente cuando sólo es cuestión de destruir. Es el día del reparto del botín cuando se da rienda suelta a los apetitos, transformando en implacables adversarios a los aliados de la vigilia.

Por el momento había completo acuerdo y, aunque superficial, resultó una agitación que en el transcurso del invierno se tradujo en reuniones y mítines de protesta. Los ciudadanos qué acudían a aquellas sesiones no fueron nunca muy numerosos, un centenar como máximo, pero armaban alboroto como si hubieran sido un millar, y el Kaw-djer tuvo necesariamente que oírles.

Lejos de indignarse por aquella nueva prueba de la ingratitud humana, examinó fríamente las reinvindicaciones formuladas y, al menos en un punto las encontró fundadas. En efecto, los descontentos tenían razón al sostener que al Gobernador nadie le había concedido el poder y que, atribuyéndoselo por su propia voluntad, había cometido un acto tirano.

Ciertamentte, el Kaw-djer no lamentaba haber violentado la libertad. Las circunstancias no permitieron entonces duda alguna. Pero en la actualidad, la situación era muy distinta. Los hostelianos se habían sabido encauzar ellos mismos, cada uno en la dirección preferida, y la vida social estaba en pleno apogeo. Posiblemente, la pobiación estuviera ya madura para que se pudiera intentar una organización más democrática, sin cometer ninguna imprudencia.

Así pues, resolvió satisfacer las protestas, metiéndose a sí mismo a la prueba de elección, haciendo nombrar, al mismo tiempo, por los electores un Consejo de tres miembros que asistiría al gobernador en el ejercicio de sus funciones.

El colegio electoral fue convocado para el 10 de octubre de 1885, es decir, los primeros días de la primavera. La población total de la isla Hoste ascendía entonces a más de dos mil almas, de los que doscientas setenta y cinco eran de hombres mayores de edad; pero

ciertos electores demasiados alejados de Liberia no acudieron a la convocación; expresándose sólo mil veintisiete sufragios de los cuales novecientos sesenta y ocho fueron unánimes en el nombre del Kaw-djer. Para formar el Concejo, los electores tuvieron el buen acierto de escoger a Harry Rhodes por ochocientos treinta votos, a Hartlepool que le seguía de cerca, con ochocientas cuatro papeletas y finalmente a Germain Riviére que fue designado por setecientos dieciocho votantes. Era una mayoría aplastante y el partido de la oposición tuvo que reconocer su impotencia, muy a pesar suyo.

El Kaw-djer aprovechó la relativa libertad que le proporcionaba la colaboración del Consejo, para realizar un viaje que deseaba hacer desde hacía mucho tiempo. En vista de la discusión entablada con Chile a propósito del cabo de Hornos, estimó oportuno recorrer el archipiélago y examinar muy particularmente la isla, objeto de las negociaciones en curso.

El 25 de noviembre partió en la Wel-Kiej en compañía de Karroly, para no regresar hasta el primero de diciembre con las ideas definitivamente claras, después de quince días de navegación que no siempre habían resultado demasiado fáciles.

En el momento en que desembarcaba, un jinete entró en Liberia por la carretera del norte.

Por el polvo que cubría al jinete, se podía adivinar que venía de lejos y a todo galope.

El hombre a caballo se dirigió directamente hacia la Gobernación, que alcanzó al mismo tiempo que el Kaw-djer. Anunciándose portador de graves noticias, pidió una audiencia particular que le fue concedida en el acto.

Un cuarto de hora más tarde se reunía el Consejo y de todos lados partían emisarios a la búsqueda de los policías. No había transcurrido una hora desde la llegada del Kaw-djer y éste, a la cabeza de veinticinco hombres a caballo, se lanzaba hacia el interior de la isla a toda prisa.

El motivo de aquella precipitada partida no permaneció mucho tiempo en secreto. Pronto empezaron a correr los más siniestros rumores. Se decía que la isla Hoste había sido invadida y que un ejército de patagones, después de atravesar el canal de Beagle, había desembarcado en la costa norte de la península Dumas y se dirigía a Liberia.

Tercera parte - Capítulo VII

La invasión

Aquellos rumores estaban justificados, aunque la gente los había exagerado. Como de costumbre, la verdad se aumenta al pasar de boca en boca. La horda de patagones, formada por unos setecientos hombres aproximadamente, que veinticuatro horas antes había desembarcado en la orilla norte de la isla, no merecía en modo alguno la designación de ejército.

Bajo el nombre de patagones se entiende en el lenguaje corriente, el conjunto de tribus en realidad muy diferentes unas de otras desde un punto de vista etnológico, que viven en las pampas de América del sur. Las más septentrionales de estas tribus, es decir, las más próximas a la República Argentina, son relativamente pacíficas. Dedicadas a la agricultura, han formado numerosas aldeas y su país no se encuentra desprovisto de ciudades de una importancia más o menos grande. Pero tienden a cambiar de carácter, a

medida que se desciende hacia el sur. Las más australes son a la vez menos sedentarias e infinitamente más temibles. Los indígenas que las componen, los patagones propiamente dichos, viven sobre todo del producto de la caza y son en general hábiles tiradores e incomparables jinetes. Practican todavía la esclavitud que alimentan con constantes pillajes. Las guerras tribales no cesan entre ellos y no perdonan a los raros extranjeros que se aventuran en aquellas regiones casi inexploradas. Son salvajes.

La ausencia de todo gobierno regular, y una completa anarquía mantenida hasta los últimos años por la rivalidad de los estados civilizados limítrofes, han permitido la perpetuación de aquel salvajismo y bandidaje demasiado tiempo. No hay duda de que la República Argentina y Chile, finalmente de acuerdo, sepan poner fin a ello, pero no hay que disimular que la obra será larga y laboriosa, en una región inmensa, con una población diseminada, sin medios de comunicación y que, desde el origen del mundo, ha gozado de una independencia ilimitada.

Los invasores de la isla Hoste pertenecían a aquella categoría de indios. Como ya se ha visto al principio de este relato, los patagones están acostumbrados a las incursiones en territorios vecinos y con mucha frecuencia, franquean el estrecho de Magallanes para hacer razzias con una crueldad despiadada en esa gran isla de Magallanes a la que se suele designar con el nombre de Tierra del Fuego. Pero hasta el momento jamás se habían aventurado a llegar tan lejos.

Para llegar a la isla Hoste habían tenido que atravesar la Tierra del Fuego de parte a parte y después el canal de Beagle, o bien seguir desde el litoral americano los sinuosos canales del archipiélago. En cualquier caso, sólo habían podido realizar semejante éxodo a costa de las mayores dificultades, tanto por tenerse que abastecer durante su camino por tierra, como por tener que navegar por los canales del mar arriesgándose a ver volcar sus ligeras piraguas bajo el peso de los caballos.

Cabalgando a la cabeza de sus veinticinco compañeros, el Kaw-djer se preguntaba el motivo que habría impulsado a los patagones a una empresa tan ajena a sus costumbres seculares. Sin duda, la fundación de Liberia podía explicar en cierta medida aquel hecho anormal. Podía pensarse que la reputación de la ciudad nueva se había expandido por las regiones de los alrededores y que la fama le había atribuido maravillosas riquezas. La imaginación salvaje las habría exagerado aún más, y era natural que hubiera excitado la codicia.

Sí, realmente las cosas se podían explicar así: Pero a pesar de todo, la audacia de los invasores seguía siendo sorprendente y fuera cual fuese su tan conocida rapacidad, resultaba difícil concebir que se hubieran arriesgado a afrontar una aglomeración tan numerosa de hombres blancos. Para lanzarse a semejante aventura, debían tener indudablemente sus razones, que el Kaw-djer buscaba sin encontrar.

Ignoraba en qué punto de la isla se encontraría con los enemigos. Posiblemente ya estuvieran en marcha. O quizá no hubieran abandonado el lugar de su desembarco. En ese caso y según las informaciones proporcionadas por el portador de la noticia, se trataba de un recorrido de ciento veinte a ciento veinticinco kilómetros. Las grandes velocidades no resultaban posibles en las carreteras hostelianas que dejaban aún mucho que desear desde el punto de vista de sus posibilidades de tránsito; así, el viaje exigiría al menos dos días.

Habiendo partido de buena mañana el 10 de diciembre, el Kaw-djer no llegaría a su destino hasta el 11 al atardecer.

A cierta distancia de Liberia, la carretera, después de haber atravesado a lo ancho la península Hardy, se orientaba hacia el noroeste para seguir primero durante unos treinta kilómetros la orilla oeste azotada por las olas del Pacífico, y remontar luego hacia el norte; después, atravesando por segunda vez la isla en sentido contrario según el capricho de los valles, iba a rozar, treinta y cinco kilómetros más lejos, el fondo del Tekinika Sound, profunda escotadura del Atlántico que delimita al sur con la península Parteur separada del norte de la península Dumas por otro golfo aún más profundo, el Ponsounby Sound. Más allá, la carretera, haciendo numerosas curvas, se convertía en el paso elegido de la importante cadena de montañas que desde el oeste se prolonga hasta el extremo oriental de la península Dumas; luego se desviaba de nuevo hacia el oeste a la altura del istmo que une dicha península con el conjunto de la isla Hoste. Finalmente, después de haber dejado atrás el fondo del Ponsounby Sound, doblaba hacia el este y franqueando a noventa y cinco kilómetros de Liberia el estrecho istmo de la península Dumas, costeaba seguidamente la orilla norte bañada por las aguas del canal de Beagle.

Así era la carretera que debía seguir el Kaw-djer. En su marcha, la tropa que mandaba se aumentaba con algunas unidades. Los colonos que poseían un caballo se unían a ella. En cuanto a los demás, el Kaw-djer les iba dando instrucciones a su paso. Tenían que tocar llamada y reunir el mayor número posible de combatientes. Los que tenían un fusil se situarían a una y otra parte de la calzada, escogiendo los lugares más inaccesibles, de modo que los jinetes no les pudieran perseguir. Desde allí llenarían de plomo a los invasores cuando éstos aparecieran y enseguida se batirían en retirada hacia un punto más elevado de la montaña. La consigna era apuntar preferentemente a los caballos, pues un patagón desmontado dejaba de ser temible. En cuanto a los colonos que no contaban más que con sus brazos, interceptarían la carretera por medio de zanjas, situadas lo más cerca posible unas de otras, y se retirarían dejando tras ellos un desierto. En una extensión de un kilómetro por una y otra parte del camino, los campos deberían ser saqueados en veinticuatro horas y las granjas vaciadas de sus utensilios y provisiones. Así resultaría mucho más difícil el abastecimiento de los invasores. Todo el mundo iría después a encerrarse en el cercado de los Riviére, tanto quienes podían hacer hablar a la pólvora como quienes no tenían otras armas más que el hacha y la guadaña. Aquel cercado, rodeado por una sólida empalizada y defendido por aquella numerosa guarnición, se convertiría en una auténtica plaza fuerte que no correría ningún peligro de ser asaltada.

Conforme a sus previsiones, el Kaw-djer llegó al istmo de la península Dumas el 11 de diciembre hacia las seis de la tarde. Todavía no habían visto ni rastro de los patagones.

Pero a partir de ese punto se aproximarían al lugar de su desembarco, y se imponía una extrema prudencia. Se había entrado en el período de los días largos y hasta muy tarde no se tendría la protección de la oscuridad. Tardaron casi cinco horas en llegar a ver el campamento enemigo. Era entonces cerca de medianoche y una relativa oscuridad cubría la tierra. Se podía ver con nitidez el resplandor de los fuegos. Los patagones no se habían movido del sitio. Se habían quedado en el mismo lugar donde habían atracado, sin duda por la necesidad de dejar descansar a los caballos.

El pequeño ejército del Kaw-djer contaba ahora con treinta y dos fusiles, incluido el suyo.

Pero detrás, centenares de brazos se ocupaban en llenar de baches la carretera, acumulando troncos de árboles y elevando barricadas, para complicar al máximo posible la marcha de los invasores.

Después de reconocer el campamento, retrocedieron y se detuvieron a cinco o seis kilómetros más allá del istmo de la península Dumas. Algunos colonos hicieron retroceder a los caballos al otro lado del istmo para guardarlos en reserva en las montañas; luego, los jinetes convertidos en hombres a pie, esperaron al enemigo, disimulados en las pendientes abruptas que bordeaban el sur de la carretera.

E1 Kaw-djer no tenía intención de entablar una batalla abierta, lo que habría resultado insensato por la desproporción de fuerzas. Lo más indicado era una táctica de guerrillas.

Desde sus elevados puestos, los defensores de la isla dispararían sin dificultad sobre sus adversarios, luego, mientras aquéllos perdían el tiempo librándose de los obstáculos acumulados delante suyo, se replegarían de cresta en cresta por escalones que asegurarían sucesivamente una mutua protección. No se corría ningún serio peligro mientras los patagones no se resolvieran a abandonar sus monturas para lanzarse a la persecución de los tiradores. Pero no había había que temer aquella eventualidad. Evidentemente los patagones no renunciarían a su veterana costumbre de no combatir más que a caballo, para aventurarse en un terreno caótico, donde cada roca podía disimular una emboscada.

Eran las nueve de la mañana cuando al día siguiente, el 12 de diciembre, aparecieron los primeros de ellos. Habiendo partido a las seis de la mañana, habían empleado tres horas para recorrer veinticinco kilómetros. Inquietos por verse tan lejos de su país y en una región totalmente desconocida, seguían con circunspección aquella carretera bordeada de un lado por el mar, y del otro por las abruptas montañas. Marchaban muy cerca unos de otros, en una apretada formación que facilitaría la tarea de los tiradores.

A su izquierda estallaron tres detonaciones que sembraron la confusión. La cabeza de la columna retrocedió llevando al desorden a las filas siguientes. Pero como no siguieran otras detonaciones a las tres primeras, volvieron a adquirir confianza y comenzaron de nuevo a moverse. Todos los disparos habían dado. Un hombre se retorcía en el borde del camino con convulsiones de agonía. Dos caballos yacían en el suelo, uno con el pecho agujereado y el otro con una pierna rota.

Ciento cincuenta metros más lejos, los patagones tropezaban con una barricada de troncos de árboles amontonados. Mientras se ocupaban en destruirla, volvieron a sonar disparos de fusil. Una de las balas surtió efecto y dejó a un tercer caballo fuera de servicio.

Ya habían realizado diez veces la maniobra con éxito, cuando la cabeza de columna llegó al istmo de la península Dumas. En aquel lugar, donde la carretera encajonada no tenía otra salida que una garganta estrecha, la defensa se había hecho más fuerte. Ante una barricada más amplia y más alta que las precedentes, una ancha y honda excavación interceptaba la carretera. En el momento en que los pátagones intentaban abordar aquella obra, un tiroteo crepitó en su flanco izquierdo. Después de un movimiento de retroceso, volvieron a la carga y se detuvieron para atacar al azar, mientras que un centenar de los suyos hacían lo que podían para restablecer el paso.

Al punto, el tiroteo dobló su intensidad. Una verdadera lluvia de balas silbó a través del camino, haciendo imposible la permanencia en él. Los primeros que se aventuraron en la

zona peligrosa habían sido alcanzados sin piedad, lo que dio que pensar a sus compañeros, y toda la horda pareció vacilar en proseguir más adelante.

Los tiradores hostelianos la descubrieron de punta a punta. Ocupaba más de seiscientos metros de carretera. Recorrida por violentas agitaciones, se tambaleaba en masa, mientras que unos jinetes galopaban de un extremo a otro, como si fueran portadores de las órdenes de un jefe.

Cada vez que uno de los jinetes llegaba a la cabeza de la columna, había tenido lugar una nueva tentativa contra la barricada, a la que en seguida sucedía un nuevo retroceso cuando un hombre o un caballo, herido o muerto, demostraba al caer lo peligroso que resultaba el lugar.

Así transcurrieron las horas. Finalmente la barricada fue derribada cerca del atardecer.

Ahora, sólo la lluvia de balas interceptaba la carretera. Los patagones tomaron entonces una resolución desesperada. De pronto, reunieron todos sus caballos y saliendo a galope de carga se abalanzaron en tromba en la abertura. Tres hombres y doce caballos se quedaron allí, pero la horda pasó.

Cinco kilómetros más lejos, aprovechando un lugar descubierto, donde no podía temer sorpresa alguna, se detuvo y tomó sus disposiciones para la noche. Los hostelianos, sin concederse un instante de reposo, continuaron por el contrario su prudente retirada y fueron a tomar posición para el día siguiente. La jornada había salido bien. A los invasores les había costado treinta caballos y cinco hombres fuera de combate contra uno solo de ellos ligeramente herido. No había que preocuparse por los hombres desmontados. Eran malos caminantes, se quedarían atrás y fácilmente se podría reducir a aquellos rezagados.

Al día siguiente se adoptó la misma maniobra. Hacia las dos de la tarde, los patagones, que habían recorrido un total de unos sesenta kilómetros desde que se habían puesto en marcha, alcanzaron la cima del paso de la carretera para franquear la cadena central de la isla. Montaban sin descanso desde hacía casi tres horas. Hombres y bestias parecían igualmente extenuados. Se detuvieron antes de introducirse en el desfiladero que comenzaba en aquel lugar. El Kaw-djer aprovechó para apostarse a cierta distancia más allá.

Su tropa, engrosada con tiradores incorporados durante la retirada y con los que se encontraban ya en la cima, contaba entonces con cerca de sesenta fusiles. Dispuso a aquellos hombres en una extensión de un centenar de metros, en el lugar más profundo de la zanja y todos en el mismo lado de la carretera. Bien protegidos detrás de las enormes rocas que la dominaban, los hostelianos se podrían reír de los proyectiles enemigos.

Dispararían casi a quemarropa, como al acecho.

En cuanto los patagones se pusieron en marcha, el plomo saltó de la cresta y arrasó a sus primeras filas. Retrocedieron en desorden para volver a la carga sin mayor éxito. Durante dos horas estuvieron renovando aquella alternativa. Si los patagones eran valientes, no brillaban precisamente por su inteligencia. Fue sólo cuando vieron caer a un gran número de los suyos que recordaron la maniobra que tan bien les había salido el día anterior.

Tocaron a llamada. Los caballos se acercaron los unos a los otros. La horda se convirtió en un bloque con los hocicos contra las grupas. Luego, dispuesta finalmente para la carga, se puso toda ella en marcha y se lanzó a galope furioso. Los cascos golpeaban el suelo

haciendo un ruido atronador; la tierra temblaba. En seguida los fuegos hostelianos escupieron más apresuradamente la muerte.

Era un espectáculo admirable. Nada detenía a aquellos jinetes transformados en meteoros.

¿Caía uno de ellos del caballo? Los que venían detrás le pisoteaban sin piedad. ¿Caía un caballo herido o muerto? Los otros saltaban por encima el obstáculo y continuaban sin detener su furiosa carrera.

Los hostelianos no se detenian en admirar aquellas proezas. Para ellos era cuestión de vida o muerte. No pensaban más que en cargar, apuntar, disparar, luego, cargar, apuntar y disparar y así todo el rato, sin un instante de interrupción. Los cañones quemaban sus manos; continuaban disparando. En la locura de la batalla, olvidaban toda prudencia. Se separaban de sus refugios y se ofrecían a los disparos de los enemigos. Estos habrían llevado las de ganar si les hubiera sido posible detenerse para atacar.

Pero a la velocidad que iban los patagones no podían hacer uso de las armas. Y además,

¿para qué? La mediocre extensión del frente de batalla revelaba el reducido número de adversarios y su único objetivo consistía en franquear la zona peligrosa, dispuestos a hacer los sacrificios que fueran necesarios para ello.

Y efectivamente, la franquearon. Muy pronto las balas dejaron de silbar. Aminoraron la marcha y siguieron a trote largo la carretera que, después de dejar atrás el punto culminante del paso, descendía haciendo curvas. Todo estaba tranquilo en derredor suyo.

De vez en cuando un disparo resonaba a su izquierda o a su derecha, en el momento en que las rocas dominaban la calzada. Pero por lo general aquel disparo efectuado por uno de los colonos de las guerrillas no daba en el blanco. De todas formas, los patagones se detenían para resguardarse de las balas disparadas al azar y aquella vez no cometieron la equivocación de detenerse a una distancia demasiado reducida del lugar del último combate. Hasta una hora avanzada de la noche estuvieron bajando rápidamente la pendiente y no se detuvieron para acampar más que cuando llegaron a un terreno plano.

Había sido para ellos una ruda jornada. Habían recorrido sesenta y cinco kilómetros, treinta y cinco de ellos desde la cima del paso. A su derecha, veían las olas del Pacífico azotando una orilla arenosa. A su izquierda, se extendía la llanura, donde ya no había que temer sorpresas. Al día siguiente habrían llegado de buena mañana a su destino, a Liberia, que se encontraba a una distancia de menos de treinta kilómetros.

Desde aquel momento, el Kaw-djer ya no podría adelantarse a los invasores. Además de que la naturaleza de la región ya no se prestaba a la maniobra que tan bien le había salido hasta el momento, la distancia que le separaba de ellos era demasiado grande. Así, a sus órdenes, no se obstinaron en una persecución inútil y, echados sobre la tierra desnuda a la luz de las estrellas, se tomaron algunas horas de reposo que la fatiga soportada durante tres noches consecutivas hacía necesario.

El Kaw-djer no tenía motivos para estar descontento del resultado de su táctica. En el curso de aquella última jornada, los enemigos habían perdido al menos cincuenta caballos y una quincena de hombres. Así pues, su tropa llegaría a Liberia con un centenar de jinetes menos y moralmente quebrantada. Contrariamente a sus esperanzas, no lograría entrar allí sin esfuerzo.

Al día siguiente por la mañana hicieron venir a los caballos, pero no los pudieron tener

reunidos hasta avanzado el día. Era cerca de mediodía cuando los tiradores convertidos en jinetes, y reducidos por consiguiente a treinta y dos, pudieron a su vez comenzar la bajada.

Nada se oponía a que avanzaran rápidamente. Ya no era necesaria la prudencia. A su paso les informaban los colonos que, emboscados en las cunetas de la carretera, los habían saludado al pasar. Sabían que los patagones habían continuado su marcha hacia adelante y que no corrían el riesgo de tropezar de pronto con la cola de su columna.

Hacia las tres alcanzaron el lugar donde la horda había acampado. Numerosos eran sus vestigios y no había lugar a confusión. Pero desde las primeras horas de la mañana se había vuelto a poner en marcha y con toda probabilidad ahora debía estar ya ante Liberia.

Dos horas más tarde comenzaron a costear la empalizada que delimitaba el cercado de los Riviére, cuando vieron en la carretera una gran partida de hombres a pie. Ciertamente su número excedía el centenar. Cuando estuvieron más cerca, vieron que se trataba de patagones desmontados en el curso de los anteriores encuentros.

De pronto, hubo disparos desde el cercado. Cayeron una decena de patagones. De entre los supervivientes, unos se detuvieron y enviaron contra la empalizada balas inofensivas y los otros intentaron un movimiento de huida. Entonces descubrieron a treinta y dos jinetes que les interceptaban la retirada y cuyos rifles les replicaban a su vez.

Con el ruido de las detonaciones, más de doscientos hombres armados de horcas, hachas y guadañas irrumpieron fuera del cercado, interceptando la carretera hacia Liberia. Cercados por todas partes, por infranqueables rocas a su derecha, por los campesinos que su número hacía temibles al frente, por los fusiles cuyos cañones relucían por encima de la empalizada a la izquierda y finalmente por el Kaw-djer y sus jinetes por detrás, los patagones perdieron el coraje y tiraron sus armas al suelo. Se les capturó sin mayor pérdida de sangre. Atados de pies y manos fueron encerrados en una granja delante de la cual se dispusieron centinelas.

Había sido una magnífica operación. Los invasores habían perdido no sólo un centenar de jinetes, sino también un centenar de fusiles, y aquellos fusiles, aunque de mediocre valor, aumentarían por el contrario la fuerza de las hostelianos. Estos podrían disponer de trescientas cincuenta armas de fuego contra unas seiscientas que se les oponía. La partida casi se igualaba ahora.

La guarnición reunida en el cercado de los Riviére pudo informar al Kaw-djer acerca de la marcha de los patagones. Al pasar aquella mañana ante la empalizada, no habían hecho más que tímidas tentativas para franquearla. Habían renunciado a ello desde los primeros disparos y se habían contentado con disparar algunas balas sin entregarse a un ataque más serio. Decididamente, quizás aquéllos fueran salvajes guerreros, pero con toda seguridad no eran hombres de guerra. Como su otro objetivo fuera Liberia, ellos se dirigían hacia allí en línea recta, sin inquietarse por los enemigos que iban dejando detrás suyo.

Puesto que habían tenido la oportunidad de coger a tantos prisioneros, el Kaw-djer no quiso alejarse sin intentar interrogarles. Así pues se encaminó hacia ellos.

Reinaba un profundo silencio en la granja donde se les había encerrado. Aquel centenar de hombres, en cuclillas a lo largo de las murallas, esperaban con feroz inmovilidad a que se decidiera sobre su suerte. Vencedores habrían hecho esclavos a los vencidos. Vencidos,

consideraban natural que les fuera infligido tal tratamiento. Ni uno solo entre ellos se dignó a notar la presencia del Kaw-djer.

-¿Alguno de vosotros entiende el español? -preguntó éste en voz alta.

-Yo -dijo uno de los prisioneros alzando la cabeza-. Athlinata.

-¿Qué has venido a hacer a este país?

El indio respondió sin hacer gesto alguno:

-La guerra.

-¿Por qué queréis hacernos la guerra? -objetó el Kaw-djer-. Nosotros no somos tus enemigos.

El patagón guardó silencio.

El Kaw-djer continuó:

-Tus hermanos jamás han llegado hasta aquí. ¿Por qué se han ido esta vez tan lejos de su país?

-El jefe lo ha ordenado -dijo el indio con ardor-. Los guerreros han obedecido.

-Pero bueno -insistió el Kaw-djer-, ¿cuál es vuestro objetivo?

-La gran ciudad del sur -respondió el prisionero-. Allí hay riquezas y los indios son pobres.

-Pero esas riquezas hay que cogerlas -replicó el Kaw-djer-, y los habitantes de esa ciudad se defenderán.

El patagón sonrió irónicamente.

-La prueba es que ahora tú y tus hermanos sois prisioneros -añadió el Kaw-djer a modo de argumento ad hominem.

-Los guerreros patagones son numerosos -respondió el indio sin dejarse impresionar-. Los otros entrarán a su patria arrastrando a tus hermanos en la cola de sus caballos.

El Kaw-djer se encogió de hombros.

-Sueñas, hijo mío -le dijo-. Ni uno de vosotros entrará en Liberia.

El patagón sonrió de nuevo con aire incrédulo.

-¿No me crees? -le interrogó el Kaw-djer.

-El hombre blanco ha prometido -replicó el indio con seguridad-. Dará la gran ciudad a los patagones.

-¿El hombre blanco…? -repitió el Kaw-djer estupefacto-. ¿Así que hay un hombre blanco entre vosotros?

Pero todas sus preguntas fueron vanas. Evidentemente, el indio había dicho todo lo que sabía y fue imposible obtener más detalles.

El Kaw-djer se retiró preocupado. ¿Quién era aquel hombre blanco, traidor a su raza que se aliaba con una banda de salvajes contra otros blancos?

En todo caso, era una nueva razón para apresurarse. Aun cuando Hartlepool hubiera adoptado las medidas más urgentes con toda seguridad y conforme a las órdenes recibidas, era necesario aportar refuerzos a la guarnición de Liberia.

Partieron hacia las ocho de la tarde. La tropa mandada por el Kaw-djer contaba ahora con ciento cincuenta y seis hombres, de los cuales ciento veinte estaban armados a expensas de los patagones. Se componían exclusivamente de hombres a pie, pues se habían dejado los caballos en el cercado de los Riviére. Para introducirse en Liberia y franquear la línea de los enemigos, el Kaw-djer no tenía intención de aplicar el método, muy valiente pero insensato, que aquéllos habían puesto en práctica cuando se trató de forzar los pasos difíciles. Como su plan consistía en emplear la astucia mucho mas que la fuerza, los caballos habrían resultado más molestos que útiles.

Después de tres horas de marcha, vislumbraron la ciudad. En la noche, que ya había caído completamente, una línea de fuegos señalaba el campamento de los patagones, establecido en un vasto semicírculo que a la derecha terminaba en el principio de la ciénaga y a la izquierda limitaba con el río. Formaban un cerco completo. Resultaba posible deslizarse de modo inadvertido entre los postes espaciados de cien en cien metros.

El Kaw-djer hizo detener a su gente. Antes de avanzar más lejos, había que decidir la táctica que convenía adoptar.

Pero no todos los invasores estaban en la orilla derecha del río. Al menos algunos debían de haber atravesado el agua del río arriba de la ciudad. Mientras el Kaw-djer reflexionaba, una brillante luz estalló de pronto en el noroeste. Las casas del Bourg Neuf estaban ardiendo.

Tercera parte - Capítulo VIII

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